Fui en taxi a votar. Subo, digo buenas tardes y el conductor no me contesta. Le digo entonces que me lleve por favor hasta el Ministerio de Agricultura. No sabe no contesta. Gira la cabeza y pregunta adónde voy. Pienso que es sordo. Pienso que mi barbijo no deja salir mi voz. Me corro el barbijo y repito mi destino, dos veces. Arranca.
Vengo caminando después, con mi bastón y mis anteojos de sol, despacio, pensando en algunas cosas sueltas:
- en que lo bueno de ser anciana es poder votar sin hacer cola.
- en el laburo de buscar fotos para el video “Laura 9 meses” que emprendí hoy.
- en qué bueno que la generación de nuestros hijos tenga cuidado del cuerpo y de la mente, –no como nosotros, dice Roberto, que desayunábamos ginebra– que se procuren alimentos saludables y maneras de juntarse y amarse sobre las premisas del ni una menos. Me río de “la generación de nuestros hijos” y me digo: ojalá todes les niñes del mundo nazcan en un hogar como el de mi hija y su compañero, preparados para que ese nacimiento alumbre un futuro vivible y disfrutable. Me digo: no es una generación, es sólo un puñado de gente.
- que entre los candidatos de acá y los de allá, prefiero los de acá, aunque no me vuelvan loca de amor. Pienso en la frase de Zizek, una democracia imperfecta es mejor que cualquier dictadura. Está bueno votar, está bueno ejercer ciudadanía. Ayer preguntaba mi yerno si podría ir a votar con su bebé de tres días. Yo creería que sí. Yo llevé a mi hija a votar cuando era muy niñita y le iba contando qué significado tenía para mí ese acto.
Con estas divagaciones me meto en el bar de la esquina y pido un café. Hace calor, no da sentarse afuera aunque tenga ganas de fumar, a pesar de saber que no hay café sin pucho. Me traen el café.
El bar está prácticamente desierto. Entra una señora alta y rubia, de pelo largo, look tipo Magario. Muchos anillos, un par de pulseras de oro. Primero pide en el mostrador lo que va a tomar y luego se me acerca, de una. Me pregunta cómo estoy. Yo sonrío de oreja a oreja y digo: imagínate, hace cuatro días que soy abuela. Intercambia un par de palabras con la gente del mostrador, la invito a sentarse. Y me cuenta que sabía que yo estaba siendo feliz. Me dice que Dios me protege. Sin ninguna razón para no creerle, le digo que yo podría creer que sí. Me cuenta que es justicialista, oriunda de Bahía Blanca, que estudió medicina en Córdoba, que es pediatra y alergista, y tiene dos hijos, que los hijos tienen que ser libres, aunque su hija salió peronista también, que su hija es “Alta y rubia como yo”. No puedo dudar del color de su pelo porque tiene ojos claros y da rubia, pero hay un refuerzo de ayuda a la naturaleza, seguro. Que su hijo es informático y se ocupa de juegos y de bitcoins, se ríe, que ella no entiende. Me dice que es vidente. Que yo tuve un nieto varón. Digo que sí y asiente, lo supe enseguida. Yo sigo sonriendo. A mí, esta sonrisa me va a durar mucho tiempo, no hay muchas cosas en este mundo que sean capaces de borrarla. Sigue desvariando, con un poquito de arrogancia, muchas palabras de diccionario, gestos decididos, repitiendo: tenés que entender que. Yo la escucho, le discuto algunas cosas, por ej.: dice, a Perotti lo eligió Cristina, y Cristina sabe; dice: a veces las guerras están bien, limpian el mundo. Me escandalizo. Dice que hay por ahí mucha gente que parece viva pero que están muertas, que es lo mismo que los muertos de una guerra. Me empiezo a preocupar. No, le digo, para nada. No me escucha. Ella quiere hablar y explicarme detalladamente cómo son las cosas, cómo funciona el mundo. Me explica que todos los habitantes de este país tenemos algo en común más allá del territorio. No estoy de acuerdo. Dice que sí, que por eso el justicialismo es plural. Adoro el pluralismo, dice, es muy bueno que haya muchas personas opinando diferente en el mundo. Digo que yo con empresarios como Macri no tengo nada en común. Dice que Mauricio es el hijo de un padre de derecha, educado en yanquilandia, y que por eso. Digo que no, que mucha gente no se parece a sus padres. Dice que ella es capaz de reunirse con mucha gente de diferentes partidos políticos, segura de sus convicciones, que nadie podría sacarla de ella misma. Habla de autosuperación, de autodeterminación, de ver la vida como aprendizaje y como construcción, y de pronto yo me doy cuenta que no hemos estado de acuerdo en nada, de pronto oigo su voz como remota, especialmente cuando señala con el índice derecho al cielo y dice: él sabe. Y como no me queda claro si él es Perón o Dios, me levanto de la silla. No puedo respirar bien: me sofoca; siento que no le puedo comprar nada, que nos equivocamos las dos. Experimento una especie de pánico: ¿seré yo como ella? ¿La diferencia es sólo de matices? Me despide diciendo que ella no va a parar hasta conocer a Cristina. Yo balbuceo algo como mandale un abrazo de parte mía.
Un placer haberla conocido. El placer fue mío.