Los adalides del focus group creen que para hablarle a les jóvenes en campaña electoral basta con un reel.
Corría el año 2004 cuando en la lozana edad de 13 años me concebí a mí misma como una adolescente por primera vez. Recuerdo el hecho con la frescura de estas primeras mañanas de primavera, y vuelvo a él cada vez que me paro demasiado rápido del sillón y mis articulaciones generan ese concierto de sonidos que se llama “vejez”. Con motivo de celebrarse el cumpleaños de mi hermana se me permitió ir a la pilchería del barrio (aquella que tenía un nombre en inglés mal escrito) con la módica suma de $25 a comprarme “algo para ponerme”. Por ese entonces, la moda adolescente era un mix entre lo que se ponía Britney Spears (y que podíamos pagar) y lo que usaban las pibas de Rebelde Way o Floricienta (que también estuviera más o menos dentro del presupuesto familiar). El resultado de ese viaje a la pilchería con la suma preaprobada por mis padres fue un jean tiro bajo, un cinturón de cuentas de madera e hilo macramé turquesa y una remera marca 74 Street (evidentemente trucha) naranja, verde musgo y marrón. La remera, fiel a la época, emulaba una ficticia camiseta del tipo chomba de la selección paraguaya de rugby que, como sabemos, no existía. No al menos en esos colores.
En fin, al salir del local con mi nuevo look en la bolsa plástica sentí que en ese mismo momento mi denominación mutaba. Ya no era una “preadolescente”. Menos aún una nena. En el acto de comprarme las prendas validadas por el colectivo adolescente me había transformado en una de ellos definitivamente. Para celebrarlo, con los dos pesos restantes del presupuesto me compré cuatro bolas de fraile en una panadería que ya no existe. Tampoco existe la resistencia de mi estómago, que se bancaba comer cuatro bolas de fraile con chocolatada al hilo sin chistar. Una verdadera desdicha.
Esta anécdota personalísima y que a ustedes no les importa y no necesitaban me habilita moralmente para hablar de lo que creo que es el gran enigma de los tiempos: ¿cómo carajo hacemos para interpelar a esas generaciones a las que no pertenecemos? Porque a breves días de las Paso, si algo nos ha quedado claro es que la clase política toda (con francas excepciones) está más pendiente de cómo hacer para captar el “voto joven” que en proponer una buena alternativa para que, por ejemplo, la inflación no nos coma vivos. A grosso modo, representan casi el 15% del electorado en un país polarizado y en el que cada voto vale. Y votan, claro que votan. A partir de los 16 años. Es decir, este año van a votar personas que nacieron en el fragor del Mundial de Alemania, del pase de Tinelli a Canal 13 y al ritmo de Labios Compartidos de Maná. Gente que tenía dos años al momento del conflicto del campo. O cuatro cuando se sancionaron leyes como la del Matrimonio Igualitario. Cursaban jardín cuando murió Néstor Kirchner.
Todo lo que a nosotros nos parece un error y una conquista en la Argentina reciente, para ellos es noticia vieja. No lo vivieron, no lo palparon, pero no lo interpretan aún en clave histórica. Eso no los hace ni mejores ni peores, pero puede que los vuelva susceptibles a ciertas manipulaciones. Algo que, he de agregar, también sucede en el mundo de los adultos. No nos vamos a hacer ahora los magníficos frente a las nuevas generaciones que bien que en su momento compramos el polvo de Jorge Hané para adelgazar sin hacer ejercicio o el Magni Ear para escuchar las conversaciones de los vecinos. La adultez no te quita la inocencia. Sólo te vuelve más propenso a transformar esa inocencia en compras innecesarias y decisiones políticas del horror.
Entonces, nuestras juventudes piensan, y mucho. Pero piensan distinto. Y ¡qué difícil así ser asesor de campaña y sacar spots como chorizos picados gruesos! Ahora resulta que para interpelar, seducir y persuadir a la población hay que charlar, debatir, pensar y discutir. ¡Eso es casi arcaico! Eso no lo enseñan en la Universidad Austral ni en ningún curso de new thinking de la Fundación Marcos Peña para niños sobrevivientes del populismo. Inventamos Tinder precisamente para ahorrarnos todos esos pasos en las relaciones carnales e ir a los bifes. ¿Y ahora vos me venís a decir que para que la gente te vote tenés que proponer algo interesante? Una locura. Tan del siglo pasado que duele.
A simple vista diría que el problema de la gente adulta (esa que compone en gran mayoría la clase política argentina y por ende a quienes se candidatean en las próximas elecciones) no saben lo que es un joven. Realmente me subyuga verlos desde las gradas de esta campaña, aquí sentada en mis 30 años que me dejan un poco al margen de la discusión, tirando tiktoks y frases hechas como si de eso se tratara ser joven. Extraña, sobre todo, que el mundo de los focus groups no pueda darle en la tecla. No sea cosa que ahora también vengamos a descubrir que los focus groups no existen. Es mucho, puesto así, todo junto. Es como enterarte de que papá Noel es una farsa en el mismo momento en el que matan a Mufasa y que tus papás te avisan que se van a separar. Un montón.
Y no hablemos tan solo de los candidatos. Por esos días, sin ir más lejos, el eterno Marcelo Tinelli comenzó a duras penas su carrera en Twitch, de donde lo sacaron a zapatazos limpios como quien corre a escobazos a esa paloma que se le mete en el asador a hacer un nido. Creer que porque les pisás su terreno ya estás hablándole a la masa joven es como creer que por tomarte una caipirinha con tu señora en Bombas y Bombinhas ya sabés bailar capoeira. No me sorprende que así sea, puesto que el 89% de los argentinos que regresan de Brasil creen que en una quincena aprendieron a hablar portugués, y solamente incurren en el error de agregarle “IÑO” al final de todas las palabras.
Así que los jefes de campaña olvidan un par de cosas. Como que, por ejemplo, los jóvenes no son infantes. Pueden dar debates interesantes, sin necesidad de que les bajes el mensaje, sin tener que “ponerte a su altura”. Para hablar como ellos ya lo tienen a Ibai o a cualquiera de los streamers. A lo mejor, quizás, pretenden de la clase política algo que sea superador a lo que puede expresar un influencer en redes sociales. Quizás, se me ocurre, no les interesa tanto cuál es la música preferida del candidato de turno como escuchar alguna que otra propuesta interesante en torno a las cifras que indican que esa misma franja de jóvenes de entre 16 y 19 años es la más azotada por el desempleo y la pobreza. No queda cool, ya sé. Está malardo. No puede meterse en una historia de Instagram o en un jingle pegadizo. Que desperdicio del focus group.
Entonces, hagamos de cuenta que esos ciudadanos flexibilizados, cooptados por los sistemas perversos de las empresas de delivery o del Estado que compulsivamente los contrata con salarios por debajo de la línea de la pobreza, solo quieren hablar de trap. O del FIFA. O de debates menores a los ojos de los encuestadores como el cambio climático y el cupo laboral trans. Eso no garpa. Eso no puede venderse desde un spot en Youtube, que te asalta cuando menos lo esperás, y te inunda los ojos del optimismo rancio de los hombres blancos en camisas celeste cielo que vienen a proponerte un cambio, o seguir trabajando juntos, o vaya une a saber qué.
Dejé de sentirme joven cuando empecé a mirarlos no ya con el profundo sentido de la pertenencia, si no con la intriga propia de quien ve en ellos cierto potencial pero poco terreno fértil para que esas ideas crezcan. Y no es culpa de ellos, ni de Ibai, ni del porro que se fuman cordialmente cuando terminan de laburar ocho horas arriba de una bici cargando hamburguesas con sobreprecio de acá para allá. En ese terreno fértil crecerán las flores de liberales, libertarios, fans de Milei y algunas yerbas más (aunque está por verse cuántas).
Quizás podría interpelarlos más quien les prometa que una vez al año van a poder irse de vacaciones, renovar el par de zapatillas que quieren o comprar milanesas sin sentir que les pegaron un tiro en la frente.