Ante la trama de traición e historias de Instagram del matrimonio Nara-Icardi, ¿se debe tomar partido?
Todos tenemos un amigo o amiga a quien le han sido infiel. Todos tenemos un amigo o una amiga que ha sido infiel. Todos nos subimos al bondi del debate sobre la fidelidad, los nuevos vínculos, la responsabilidad afectiva, la vieja y conocida moralina y la lógica de buenos y malos cada vez que a alguien le ponen las guampas. Y si esa persona es famosa, las posibilidades de que nos enganchemos con la trama crecen un 900%. Esto, por supuesto, está estudiado hasta el hartazgo por el Instituto Belén Degrossi de post-periodismo, donde nos encargamos no ya de informar ni de opinar sino de confundir. La confusión, amigues, es la verdadera zanahoria que atada al palo del aburrimiento nos pone a correr.
Por supuesto que voy a desperdiciar casi 1400 palabras en contarles a ustedes lo que yo creo que sucede en la trama de la separación, por estas horas irreversible e inminente, de Wanda Nara y Mauro Icardi.
Debo admitir que la cantidad de análisis pormenorizados que se han hecho del tema me limita mucho los márgenes de la sorpresa. No diré aquí nada nuevo, ni trascendental, ni contracultural o disruptivo. Este tipo de tramas ponen a prueba a la Yanina Latorre que llevo dentro y transforman la cantidad de artículos académicos de Vasallo o Butler que he leído en papel picado para la tribuna. No puedo evitarlo. Y mientras más stories suba Wanda con crípticos mensajes, menos querré hacerlo.
Ya de por sí una hermosa lectura podría hacerse de la forma en la que nuestra farándula (que, por cierto, es una de las mejores palabras del español) levanta la bandera de la privacidad constantemente, pero elige mostrarnos un relato pormenorizado de su día a día en redes sociales que acaso puede compararse sólo con las primeras ediciones de Gran Hermano, en términos de exposición. Benditos ellos, con sus casas con cocinas luminosas y decks en el patio, que nos han enrostrado cuanto chivo o canje han conseguido, y que viven con la soltura de quien nunca tuvo que agregarle agua al Plusbelle de manzana llegado el día 18 del mes. Es aún peor: salvo contadas excepciones, la mayoría de los famosos han nacido en hogares en donde no se consumía mermelada de primera marca, pero lo han olvidado.
No molesta, al menos a esta pluma, que ostenten su riqueza. Si no, en todo caso, que monten la imagen de su sistema de consumos sobre la institución de la familia tradicional, blanca, heterosexual, feliz, con camisas de lino y pies descalzos que jamás están sucios. No les alcanza con encontrar a un compañero de vida, a una compañera, y silenciosamente construir una patria común, un proyecto, incluso una familia. Para ellos todo tiene que ser puro y rimbombante. Sus casamientos son públicos, multitudinarios, un show repleto de todas las mersadas disponibles en el mercado. Sus amores deben vivirse con intensidad. Sus aniversarios inspiran los posteos de Instagram más efusivos. Sus hijos son siempre tiernos, siempre graciosos, jamás tienen una caries o son flojos en matemáticas. Y después los ves, dos o tres décadas más tarde, montados en el grotesco circo de la fama de sus padres que se esfuma, participando en realities pero sin poder acatar las normas.
Sudo frío ciertas noches al recostarme en mi cama y pensar en los futuros Alex y Charlotte Caniggia o Juana Viale. ¿Serán los hijos de Wanda y Maxi Lopez? ¿Serán las hijas de Wanda e Icardi? ¿Qué saldrá de la familia ensamblada de la China Suárez, Cabré, Pampita, Vicuña, la palta y la manta de Nepal? No es que no confíe en las futuras generaciones. Es que las actuales no están colaborando para nada.
Me preocupa también la desprolijidad de nuestras celebridades. Sobre la figura de la China Suárez diré que le guardo ciertos rencores pues ya en la época en la que Cris Morena la hacía mostrar la panza en plena novela infantil para sexualizarla yo la envidiaba. Envidiaba su cutis precioso que jamás conoció el Roacután, sus ojos perfectos, su flequillo que caía como una cascada de agua fresca entre los saltos de algún arroyo serrano. Actuando era linda. Y las lindas eran pocas. La mayoría éramos graciosas, buenas compañeras, inteligentes, sensibles, solidarias. Jamás nunca nos decían que éramos lindas. Linda era otra cosa.
Todas, en el fondo, éramos Wanda Nara. La China Suárez era esa compañera de curso que ya había ido a Disney tres veces y que jamás te invitaba a sus cumpleaños. Incluso solía faltar a los tuyos, sin importar cuántas veces la invites.
Este es el tema: no voy a hablar de fidelidad, voy a hablar de fidelización. En cualquier trama de amor, venganza, traición y vínculos tóxicos debe haber siempre alguien que maneja al afuera. Cualquier narrativa que incluya esos tópicos, más viejos que orinar en los portones, divide aguas. Construye lealtades. Moviliza pasiones. No existe aquí verdad ni posverdad. Existe tan sólo un cúmulo de sensaciones que nos provocan las incipientes migajas que alguien nos comparte por redes sociales. Y Wanda, en medio de una sequía de puteríos interesantes, nos tiró un banquete. Generó con una sola placa negra lo inesperado: el choque de planetas, la línea temporal que entrecruza a las dos tramas de traición y cuernos más conocidas del nuevo siglo. De pronto la historia de la “icardiada” de Wanda y Mauro y la escena de Pampita encontrando a su marido Vicuña protagonizando con la China Suárez “lo peor que una mujer puede ver” confluyen en una nueva temporada. Es casi como los Avengers de las historias de farándulas pochocleras. La diferencia es que el eje de la disputa por la construcción del relato se centra en quienes, hasta acá, un poco por machismo y un poco porque sí, eran las dos villanas: la China, destruyehogares. Y Wanda, la que te engañaba con tu mejor amigo. Alien versus Depredador.
Qué difícil así explicarle a tu vecina que si el marido le metió los cuernos no tiene que arrastrar de las mechas a la “tercera en discordia”. Qué difícil que la reacción natural de tu compañero de trabajo al enterarse de que su vínculo estable ya no lo quiere no sea ponerse a tirar indirectas en los estados de Whatsapp. Qué difícil construir otras lógicas cuando estas, las de los buenos y malos, las de los maniqueísmos, las del reduccionismo peligroso… son tan accesibles, tan dóciles, tan fáciles de digerir. Te las explica tan bien el Paz Martínez en cualquiera de sus temas. Podés cantarlas a viva voz en el próximo karaoke.
“¿Quién la juna a esa atrevida?”, podría cantar Wanda. Y todos la aplaudiríamos. No había forma de que eso sucediera antes, pero el peso de la nueva traición nos hace olvidar que previo a eso, hasta hace dos segundos, Wanda Nara era la mala de otra película. Nada te redime tanto como la posibilidad de transformarte en víctima.
¡Y qué víctima! Una magnate, con un lookazo de pies a cabeza, con la cara fresca y la potestad de vender a su marido a Sacachispas en un raid de venganza que puede llevarla a cualquier lado. Nunca nadie quiso a Icardi. Ni pincha ni corta en el PSG. Nunca rindió en la selección. No es carismático. Se viste como Biolcatti. No es amigo de Ibai. Apenas si podemos distinguir su cara de la de Leo Paredes. Es imposible que generemos empatía. No hay empatía posible.
De la China no puedo hablar más. No quiero comerme una carta documento. O una cancelada, que sería peor. Sólo diré una cosa: el amor, dicho así en abstracto, es raro. Puede picarnos por cualquier lado. Puede nutrirnos de cualquier cosa. Puede impulsarnos a hacer estupideces. Y jamás podemos echarle la culpa. Ni al amor ni al deseo. Que, a fin de cuentas, no somos primates. No entiendo por qué la China, pudiendo chamuyarse a cualquier hombre casado del planeta, elige intentar con el que tiene a una de las esposas que mejor maneja el drama y los medios de comunicación.
“Algún día tenemos que salir de joda vos y yo”, reza la China en el primer mensaje filtrado a Icardi. “En alguna parte del mundo donde no te conozcan”, agrega.
Qué aburrida sería nuestra vida si ese encuentro anónimo y fugaz se hubiera concretado.