De los Descamisados del 17 de octubre al 40% de pobres y la derrota electoral de 2021. La fragmentación de los trabajadores en el menemismo, un legado que no se termina de tramitar. Las condiciones de la vuelta triunfante de la vieja oligarquía rural y los límites para la defensa de la democracia.
Cuando anunció el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) en abril de 2020, apenas empezaba la pandemia, el gobierno nacional esperaba que se inscribieran tres millones de personas. Se anotaron diez millones y terminaron recibiéndolo cerca de nueve millones. Hubo gestos de sorpresa públicos por la cantidad de personas que estaban fuera del campo de percepción, del radar de la política.
Diez millones de argentinos es un poquito menos de la cuarta parte de toda la población. Diez millones de argentinos equivale a la mitad de la población económicamente activa del país. Sin embargo, la sorpresa no tuvo mayor impacto en el rumbo y, en 2021, cuando volvieron las restricciones a la actividad, no hubo un nuevo IFE.
Aún con el apoyo de la seguridad social, para ganarse la vida, una expresión de precisa densidad metafórica, los habitantes de los barrios más necesitados apelan a todas las estrategias que ofrece la economía popular, desde el trueque hasta las changas o la producción hogareña de menor escala de lo que sea. Además, están las actividades formales de menor calificación: el comercio, la gastronomía, la construcción, el trabajo doméstico. El trabajo no registrado en esos sectores alcanza cifras altísimas. Según el Indec, en los últimos 18 años, y sin demasiadas variaciones, la informalidad en el comercio es del 41,8%, en la construcción del 67,5%, en la hotelería y gastronomía del 47,2%, en el trabajo doméstico del 82,6%. El trabajo informal no sólo es más inseguro, sino que es más intenso y peor pago.
En una casa pequeña, prolija y próspera de San Agustín, Villa Oculta o Varadero Sarsotti todas las noches un capataz de albañil con la columna pulverizada por tantos años de ser peón mira la tele dos segundos y come su única comida de la jornada, preparada por una doméstica que trabaja en dos casas durante el día, todos los días. ¿Qué escuchan cuando en el noticiero se habla de las paritarias o de la baja del impuesto a las ganancias? ¿Qué sienten en sus espaldas y sus tobillos cuando les dicen que “hay que convertir los planes sociales en trabajo”?
Y no son todas las noches de este último año de coronavirus. Cuando en Argentina el desempleo estalló con el menemismo y la pobreza se estancó en un piso imposible de perforar cercano al 30%, algo se rompió y, por momentos, parece que no se sabe bien qué es lo que se rompió. O, peor, parece que se actúa como si eso no viniera sucediendo sin parar durante los últimos 25 años, como si fuera apenas una situación transitoria cuya salida está acá nomás, como si fuera apenas un problema de consumo esa pila de tres generaciones aplastadas e iguales a sí mismas de vida abandonada, tan a la vista de todo y tan fuera de todo, tan del otro lado de la vía.
Los pobres hicieron rugir los votos de rechazo en las últimas primarias y a cambio les devolvieron una exhibición de intríngulis palaciegos donde toda la apuesta se puso en la alquimia de funcionarios del gabinete. Se dice, ahora más todavía, “vamos a los barrios”, “escuchamos a la gente”, “estamos cerca”, sin notar que las sobreactuaciones de proximidad terminan haciendo más evidente la distancia y que disputar la representación social es dejar de lado el problema de la construcción política. Luego, el gobierno abrió la billetera que dejó cerrada durante el 2021, pero quizá nada de eso restituya algo que parece estar quebrado mucho más profundamente. Porque de lo que estamos hablando es de la posible ruptura entre el peronismo y los negros y, después, de una pregunta: ¿dónde está el partido de los negros?
Quién se asombra
“Marcianos” y “columnas de rostros anónimos color tierra” los llamó Felix Luna, “gentes de otro país, hablando otro idioma, vistiendo trajes exóticos”, describió Ezequiel Martínez Estrada, “hordas”, “masas”, “adictos”, “negros” dijo parte de la prensa. “Aluvión zoológico”, rotuló años después un diputado radical. “Fiesta del monstruo”, titularon definitivamente Borges y Bioy. “Trabajadores”, primero, “Descamisados”, después, “Grasitas”, para siempre, les dijeron Perón y Evita, hijes naturales nacidos en el mismo subsuelo.
El 17 de octubre es la irrupción en la política y el Estado de los trabajadores que vienen de abajo, como suele recordar una fórmula en la que coinciden los historiadores. Y es también la presentación de un sujeto social completamente nuevo, enmarcado en la nueva matriz económica de un país al que hacía 20 años que no le alcanzaba con ser el granero del mundo, en tiempos de decadencia del gran comprador imperial de materias primas, Gran Bretaña. Un dato que la clase dirigente real tenía muy claro, el propio Federico Pinedo padre lo había trazado como programa en 1940 y ante el Senado: un Estado regulador captando la renta agropecuaria a través de sus instrumentos de intervención en función del desarrollo de la construcción, la infraestructura y la industria de sustitución de importaciones. ¿Les suena?
Ese sujeto social supera cuestiones de doctrina, de movilización popular o de “batalla cultural”. Son 13 salarios formalizados por 11 meses de trabajo; hoteles sindicales para veranear; escuelas técnicas, universidad gratuita y jubilaciones para el futuro; vivienda social que luce como chalecitos californianos de revistas. Eso también es el famoso tercio de representación sindical en las listas electorales o la ubicación de la CGT como columna vertebral del movimiento. Los principios sociales que Perón ha establecido además de reconocer derechos transformaron la vida de ese sujeto social de arriba a abajo. Transformaron la vida diaria pero también sus características demográficas generales. Transformaron su uso cotidiano del tiempo, sus esperanzas y miedos. Es esa transformación la que selló una relación política definitiva que no es de representación sino de construcción mutua.
El problema hoy es que ahora los negros son otros.
De China a Loyola
No existen los vacíos de poder. En los barrios pobres, la economía informal no es sólo la economía popular y el trabajo no registrado, es también la transa de narcos y policías delirando de violencia las esquinas. La política son las ONG con sus programas, pero también los movimientos territoriales y sociales, en todos sus colores, trayectorias y vínculos con los partidos. La actividad social y cultural no son sólo las escuelas y los centros culturales que faltan, son sobre todo los templos evangélicos que ofrecen el punto de reunión y refugio más seguro de un lado y del otro del muro que separa los pabellones carcelarios de Las Flores del barrio Loyola y también la voz de Pablito Lescano con el país del 2001 cantando “Las manos de todos los negros, arriba”.
Legado del menemismo, la clase trabajadora diezmada en su organización por la dictadura se reventó hace 25 años y se desprendió de los negros, que ya no son tan parte de esa clase como antes. Quedaron para el Ministerio de Desarrollo Social, pasaron a ser “planeros”, sin que nadie los reconozca en su yugo. Ni cargo se hicieron los sindicatos de todos los desbarrancados, amenaza constante que le recuerda a la franja de los que tienen aguinaldo y vacaciones que, en verdad, en los 90 todos nos convertimos sustancialmente en desocupados, algunos con empleo, otros no. La ruptura es hasta urbana: no sólo un joven pobre se arriesga al verdugueo policial cada vez que cruza la avenida; pasaron 25 años y, todavía, en los barrios populares se festeja que llegue el agua.
En paralelo, del 2000 para acá, la matriz económica local vio la emergencia de China como principal actor del comercio mundial junto con el vuelco tecnológico de la producción agropecuaria. Un nuevo imperio comprador de soja RR que, como lo hizo Gran Bretaña, hasta se instala sus propios trenes y puertos. La oligarquía quiere volver a ser la que fue y tiene con qué, sobre las astillas de la explosión de la clase trabajadora. Su problema es que los negros siguen ahí, jodiendo.
Entonces, la tarea histórica se revela con claridad: ¿dónde está el partido de los negros? ¿Dónde está su tercio de dirigentes en la vida política legislativa? ¿Cuál es la dirección y la fuerza que puede reconocer nuevos derechos para así transformar a ese sujeto en otra cosa? ¿Dónde está la construcción política en la que se hagan presentes y no meramente objeto de representación y de políticas sociales macro? Hay ahí un abismo que no se llena sólo con dinero. Seguir evitando esas preguntas es chocarse contra un límite decisivo para quienes defendemos la democracia, cuestión menor cuando el gobierno queda en manos de los dueños.