"Zapatos color corinto,
medallones de marfil,
y este cutis amasado
con aceituna y jazmín”.
Federico García Lorca.
Era una tarde quizás de invierno. Tipo la siesta, porque por la ventana del escritorio entraba sol. No tanto como para molestar, sólo entibiando. Estábamos los tres, el Fran y el Fer. Recibíamos por mail los poemas de los convocados a publicar una antología de poesía santafesina. Era el resultado de un proyecto de Cultura de la provincia que habíamos ganado en el 2006. Y los tres éramos los integrantes.
Y ahí estábamos juntando los poemas de amigos y conocidos, tranquilamente y nerviosos. Y va Fernando y me pide plata. No me dice para qué. Yo no pregunto. No tengo, suponete, de ahora, 500, le ofrezco mil. Yo no pregunto pero no por delicadeza ni respeto ni ninguna otra huevada, no pregunto simplemente porque no me importa. Alguien te pide un mango, vos tenés o no. Si tenés, le das. Todo bien. Bajamos supongo que para tomar mate; se fueron los dos.
Tipo dos de la mañana me llama, el tipo. Se me re enoja en el teléfono. Yo estoy sin entender qué. Que vos sabés bien para qué te pedí plata. No, le digo, yo no sé. Sí, lo sabés muy bien. Y aunque insisto en que no, sabemos: Fernando lanzado, Fernando catapulta, diría Cortázar. Vos podrías haberme rescatado de esta mierda, vos podrías haber sido mi madre. Agrega: sos vieja, sos fea, sos tonta. Gritos, eran. Eran muchos gritos en mi oreja perpleja.
Me quedo el resto de la noche mirando la oscuridad preguntándome. ¿Soy? ¿Podría serlo? ¿Podría haber sido?
En una dedicatoria del C6C7, muchos años después, me nombra como Mi rosa púrpura de El Cairo, la profe, mi amiga, y un poco mi novia. Y dibuja un corazón con anteojos, o algo que parecen anteojos, algo que me mira, y en cada extremidad de cada brazo y cada pierna, otros corazoncitos. Piernas y brazos con corazones y abiertos, muy abiertos, como abarcando todo. Su rosa púrpura, cómo no, sentadita en la oscuridad del cine, mirándolo absorta de amor, y él sale de la pantalla, me saca del cine, nos vamos a pasear.
En el cuerpo del libro citado, hay casi al principio una parte que parece el relato de un sueño, del que son protagonistas Mari, María Delia y él. Cuenta que llega muy tarde a la casa de Mari, que está mirando una película con María Delia, y la caracteriza como “una profe de la facultad y desde años amiga”. Ella está fascinada por la peli, “echada en la cama”, “obsesionada con los fenómenos paranormales”. Dice pavadas acerca del tema y él se siente extrañado porque Mari suele ser escéptica acerca de estas cuestiones. Como buena profesora, Mari le corrige la pronunciación del nombre de un autor, que él no recuerda bien. Y cuenta que tuvo un accidente, el accidente, pero que está recuperado. Se está yendo y Mari le propone quedarse “porque es muy tarde”, y se va pero finalmente tiene que volver porque se equivoca de bicicleta.
Es una linda imagen: la confianza, el desvarío, el cuidado, el amor.
Al día siguiente me llamó. Se disculpó. Estaba reloco, dice. Se deshace en disculpas.
Otros días me llamará de madrugada para leerme poemas, suyos o de otros. De Lautréamont, por ejemplo.