La presente entrega está dedicada exclusivamente a la experiencia de viajar en el 19, línea que por mucho tiempo recorrió solitaria y penosamente la costa hasta Arroyo Leyes, cuando en la zona no había muchos servicios, ni muchos teléfonos, ni muchos autos. A continuación, se transcriben fragmentos del valiente testimonio del ingeniero G.P., involuntario experto en esos pesares, quien prefirió reservar su identidad.
Ganar paradas
La línea 19 era la única que recorría toda la costa, pasaba cada 30 minutos con suerte, porque eran comunes las roturas o problemas, y no es que mandaban otra unidad para reemplazar ese horario, había que esperar el otro y cuando llegaba era súbase quien pueda. Cuando empecé a ir al industrial entraba 7:10, para llegar a horario me levantaba 5:30. A las 5:45 ya estaba en la garita de “parada la beba”, si todo iba bien 6:30-6:40 estaba en la escuela, era el primero en llegar y me acostaba a dormir un rato en los bancos hasta la hora. Pero si lo perdía, el próximo no paraba porque a esa altura de la ruta 1 ya venía lleno. Entonces la única chance era caminar para el lado de rincón por el costado de la ruta y así ir ganando paradas, dejando atrás a las personas que no se aventuraban al peregrinaje: La iglesia, El lele, la escuelita Roca. Mi récord fue llegar caminando hasta el Club Viales.
Lo mismo pasaba de regreso, por ejemplo, cuando salía de la Esc. Amenábar iba a tomarlo al kiosco la estrella, era la última parada antes de salir de la ciudad, siempre llegaba repleto. -Ahora que lo pienso, no recuerdo haber ido sentado nunca- La Véneto de Boulevard aliviaba el peregrinaje de vuelta, con el bebedero de agua fría que tenía, el agua más rica de la ciudad estaba ahí. Una vez caminé hasta la plaza España.
La puerta de atrás
Al principio me daba miedo viajar colgado, pensaba en lo peligroso de ir así todo el viaje por la ruta, pero aprendí que transcurrido un tramo (más o menos hasta la fuente de la cordialidad) la gente se apiadaba y se acomodaba para hacernos lugar, al menos hasta que el chofer pudiera cerrar la puerta. Otra sabiduría adquirida cuando venía que rebalsaba era hacerle seña para que, en un acto de benevolencia, abriera la puerta trasera y nos dejara subir. Esta modalidad, además, eximía el pago de boleto. Una vez me mandé confiado y el chofer de turno se ve que no tenía un buen día porque me cerró la puerta a medio pasar, dejándome apretado con un brazo y la mochila afuera. Me llevó así unas cuadras hasta que no aguantó más los gritos de la gente desesperada viendo cómo estaban por matar un chico. Recuerdo verle la cara de felicidad por el espejito parabólico. También la vergüenza que tuve todo el viaje.
La virgen de los vientos
Una tarde noche mientras íbamos por la 168 para el lado de rincón, nos agarró una tormenta de mucha lluvia y fuerte viento sur que hacia inclinar el colectivo. Era increíble cómo se movía. El agua entraba por todos lados, ventanas, puertas y por unos respiraderos del techo. El chofer paró en la Bajada Distéfano y puso la cola del cole contra viento (creo que tenía miedo de que se tumbara). Así nos quedamos un buen rato hasta que el viento paró un poco. Mientras el 19 se tambaleaba, una señora rezaba sin parar. A veces pienso que quizás nos ayudó.