El proyecto de Ley de Promoción Agroindustrial sostiene un modelo contaminante y de concentración de recursos, mientras los reclamos de las familias campesinas y de las poblaciones urbanas y rurales por un ambiente sano siguen sin encontrar eco en las políticas productivas macro.
El gobierno nacional presentó el jueves pasado una iniciativa legislativa que apunta a aumentar la producción agroindustrial, a través de incentivos económicos (es decir, reducción de impuestos) para los sectores más concentrados de la cadena. El proyecto de ley lleva el nombre de "Régimen de fomento al desarrollo agroindustrial federal, inclusivo, sustentable y exportador". Tiene como objetivo incrementar la producción de oleaginosas y de cabezas de ganado y regirá hasta 2025, pudiendo extenderse por cinco años más.
Se trata de la primera medida fuerte anunciada tras el desembarco de Julián Domínguez en el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, luego de los cambios en el gabinete por la derrota electoral del Frente de Todos en las primarias.
La propuesta del gobierno recoge una idea impulsada por las entidades que conforman el Consejo Agroindustrial Argentino, entre ellas la Cámara de la Industria Aceitera (cuyo presidente, Gustavo Idigoras, es un ex ejecutivo de Bayer/Mosanto), la Cámara Argentina de Feedlot, la Confederaciones Rurales de Argentina (CRA), la Cámara de Sanidad y Fertilizantes (Casafe), la Bolsa de Comercio de Buenos Aires y la Bolsa de Cereales de Rosario. Es decir, entidades ligadas al agronegocio y a un modelo de producción extractivista, con agrotóxicos y monocultivos incluidos. Hasta la Sociedad Rural participó de la iniciativa.
El proyecto de ley busca "promover el incremento de la inversión y el empleo, impulsar la producción y competitividad de los distintos sectores que forman parte de las cadenas agroindustriales, mejorar la productividad y calidad mediante una mayor industrialización, procurar el aprovechamiento integral de la biomasa y su transformación en bioproductos de alto valor agregado y potenciar la producción de los alimentos procesados, agroforestales, tecnologías y servicios para el agro".
En números, desde el gobierno se aspira a incrementar las exportaciones de bienes y servicios agroindustriales hasta alcanzar los cien mil millones de dólares en 2030, con la creación de 700 mil puestos de trabajo directos e indirectos. El objetivo de máxima es lograr una cosecha total de 200 millones de toneladas entre cereales, oleaginosas y legumbres.
Sin perspectiva ambiental ni campesina
En su Artículo 11, el proyecto de ley propuesto por el Ejecutivo señala que la intención es "incrementar la producción agropecuaria, las exportaciones y conservar el capital natural del suelo en el marco de las buenas prácticas y las medidas de adaptación al cambio climático". Sin embargo, la perspectiva ambiental brilla por su ausencia en el texto del envío.
De aprobarse la medida, existirán tres programas de promoción dirigidos a aumentar el uso de semillas fiscalizadas de especies autógamas de producción nacional (por ejemplo, trigo, soja y cebada); a "estimular la producción sustentable con fertilizantes e insumos, incluso los biológicos" y a maximizar los índices de producción vacuna. Por otro lado, se prevé la devolución del IVA para inversiones en un año, con el objetivo de beneficiar a plantas frigoríficas, acopios, usinas lácteas, plantas de balanceado y plantas de tratamiento de frutas.
La propuesta insiste con las llamadas "buenas prácticas", expresión utilizada por el propio agronegocio para lavarle la cara al uso de venenos en el campo. Las BPA son fogoneadas por empresas como la rosarina Bioceres o Los Grobo de los hermanos Grobocopatel, referencias de la producción transgénica y extensiva de cultivos para la exportación.
El proyecto, de corte impositivo, no habla sobre agroecología, agricultura familiar y campesina, usos del suelo ni erradicación de las formas concentradas de producción. El límite de la intervención es la promoción de la producción a través de eximiciones fiscales: más allá de eso, no hay regulaciones en la cadena de producción y comercialización, pata clave del aumento del precio de los alimentos en góndola.
Los objetivos de maximizar la producción para generar divisas se contradicen con una perspectiva ambiental que proteja los ecosistemas de los tóxicos, del fuego, de la transgénesis. La ausencia de una mirada de cuidado ambiental se evidencia, puntualmente, en quiénes serán los órganos de aplicación de la ley, en caso de ser sancionada: los ministerios de Agricultura, Ganadería y Pesca; Desarrollo Productivo y Economía. La cartera de Ambiente y Desarrollo Sostenible no figura en ningún tramo del proyecto.
En los últimos días, el titular de Ambiente Juan Cabandié se reunió con Alberto Fernández para conversar sobre la problemática de los incendios. El mismo Ejecutivo nacional repite a diario -en sus reportes diario sobre incendios- que el 95% de los focos ígneos son intencionales. Islas y montes arden por el avance de la pampeanización para producción de vacas y granos. La pregunta es entonces por qué en un proyecto que busca aumentar la producción agropecuaria, el aspecto ambiental se desdibuja. Cuando el proyecto sea ley, poco tendrá para decir el área de Ambiente del gobierno sobre su implementación.
Leyes demoradas
Mientras se impulsa un proyecto escrito por el agronegocio, en la calle familias campesinas e indígenas, pobladores y activistas reclaman una Ley de Acceso a la Tierra, una Ley de Humedales y una Ley de Etiquetado Frontal.
La Ley de Acceso a la Tierra, conocida también como el Procrear Rural, es una propuesta que busca generar líneas de crédito para el acceso a la tierra propia de las familias campesinas. Hoy, quienes producen el 60% de los alimentos que consumimos apenas son dueños del 13% de las tierras cultivadas del país. La mayoría arrienda, con contratos que no siempre son cumplidos por los dueños de los terrenos, viven en casas precarias y resisten como pueden al avance de la especulación inmobiliaria que se expande por las zonas productivas periurbanas de las grandes ciudades. La falta de seguridad sobre la tierra en la que se trabaja también complica pensar en modelos de transición a la agroecología, que son de largo aliento y se contradicen con la contingencia del fantasma siempre presente del desalojo.
La contracara es la concentración: un 1% de los productores agropecuarios del país concentra el 36% de las tierras cultivadas.
En septiembre, integrantes de la Unión de Trabajadores de la Tierra se movilizaron al Congreso para reclamar por esta ley, que fue presentada en octubre del año pasado y -de no tratarse- perderá estado parlamentario en marzo. Pero tuvieron menos eco del gobierno que las entidades Consejo Agroindustrial.
En agosto, activistas a favor de una Ley de Humedales remaron por el Paraná para llegar a una masiva convocatoria en las puertas del Congreso. Reclamaban un marco normativo que proteja esos ecosistemas, importantes reservas de agua dulce que significan el 21% del territorio nacional. Actualmente, hay 15 proyectos de ley -la mayoría presentados mientras al calor del fuego de los incendios, en 2020- unificados en uno. Pero, pese al reclamo social, ese debate sigue postergado.
Las tres iniciativas, Acceso a la Tierra, Humedales y Etiquetado Frontal, son de importancia productiva, ambiental y sanitaria: tocan el corazón del modelo agroindustrial. Las dos primeras están cajoneadas en las Comisiones; sobre la tercera, al cierre de esta nota aún hay dudas sobre si la oposición dará quórum mañana para su tratamiento.
Lejos de las promesas
Las inundaciones, las sequías y las lluvias extremas no son solo el paisaje que nos toca habitar como generación: son el resultado de exprimir incesantemente los recursos naturales. Mientras los gobiernos del mundo organizan reuniones para declamar sobre el cambio climático, la mitad más rica del mundo genera el 86% de las emisiones de carbono -responsables del calentamiento planetario- y la mitad más pobre, el 14%.
El último Inventario de Gases de Efecto Invernadero (GEI) en Argentina (2019) señala que el 37% de las emisiones de GEI en nuestro país corresponden a la agricultura, la ganadería, la silvicultura y otros usos de la tierra. El 53% corresponde a energía, el 6% a procesos industriales y el 4% a residuos.
La cifras nacionales están directamente ligadas al extractivismo agropecuario, que de aprobarse la ley, el Estado favorecerá en los próximos años. Del total de emisiones vinculadas a la agricultura y la ganadería, aquellas resultantes de la gestión de estiércol; el cultivo de arroz; la aplicación de urea; la quema de biomasa en tierras forestales, suelos cultivados y pastizales; la mineralización de nitrato por la pérdida de materia orgánica de los suelos; la lechería y otras ganaderías; los fertilizantes sintéticos; los residuos de cosecha y la cría de bovinos para carne suman un 36%. La fermentación entérica de los bovinos es responsable del 41%. El cambio de usos de la tierra (tierras forestales convertidas en pastizales o en tierras de cultivo, por ejemplo), del 23%.
Si en diciembre pasado Alberto Fernández se comprometió, en el marco del Acuerdo de París, a reducir las emisiones de carbono para contribuir a morigerar los efectos de la crisis climática en el mundo, ¿de qué manera un incremento de la producción concentrada e industrial en el campo permitirá cumplir estas promesas? ¿Cuál será el rol del Estado para proteger a las comunidades cada vez más desplazadas por la pampeanización de los territorios? ¿Cuánto falta para que dejemos de comer agrotóxicos cada vez que nos sentamos a la mesa?