“…¡Y si después de tantas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!”
César Vallejos
El sábado a la noche estaba mirando una serie por tv cuando sentí algo raro. Miré alrededor y vi que el piso temblaba y como que relampagueaba con suavidad. Se ondulaba, brillando a la luz del living. Mi mirada se movió hacia atrás del fenómeno, buscando, en el movimiento del agua hacia acá, el probable origen. Me dije: el patio. Yo tenía las piernas cruzadas sobre la mesita ratona y no sentí, inmediatamente, entonces, los pies mojados. Crucé la visión hacia la derecha, hacia el lado del recibidor que da a la calle, y vi lo mismo: agua y más agua entrando en oleajes demorones por toda la casa.
Sin pensar en la posibilidad de que hubiera algún enchufe rasando la superficie del suelo, me levanté y recorrí la casa, viendo que también se había anegado el pasillo que va hacia los dormitorios y el baño. El agua arrastraba hojas y hojitas, tierra, el cadáver de una cucaracha. Enseguida las sandalias se ahogaron. Comprobé que por algún desnivel producto de un evento similar anterior, el agua se detuvo a la entrada del parqué del dormitorio y la biblioteca. Con la ingenua e inútil intención de darle curso a la inundación, hice, con el secador del baño, una especie de vía hacia el baño.
Volví al living, me desplomé en el viejo silloncito de pana gris, y empecé una serie de whatsapp con mi hija que me daba consejos: desenchufá todo, quédate tranqui, dejá todo y mañana voy a ayudarte, no puedo salir del barrio, acá todo está inundado.
Procuré controlar el pánico. Todos los muebles que se apoyan en el suelo. Las cajas de cartón con vidrios en el sucucho del comedor. Si había algún enchufe, ya me hubiera electrocutado. La gata empezó a maullar desde el dormitorio. Me fui para allá. Quise pensar y pensé: no puedo dejar esto así hasta mañana.
Cuando amainó la lluvia, me levanté a tirar agua hacia el patio y hacia la entrada de casa. Demasiada cantidad, parecía que intentaba desalojar la inundación con una cucharita. Tres veces lo intenté. Volvía al dormitorio. Empecé a transpirar a lo loco. Tres veces me levanté y usé escoba y secador. Tres veces volví al dormitorio, al lado de la Negrita. Cuando me acosté, dejé los tres ventiladores prendidos a full y pensé: quizá no pueda ir a votar mañana.
De todos modos, ellos van a ganar. Desazón más desazón: a dormir.
Al otro día estaba toda la casa casi seca. Mi hija me dijo que vendría a las once. Pero por haberme dormido tan temprano, a las doce, me levanté a las ocho y media. Empecé a limpiar los pisos. Ella tiene un bebé de dos meses. Yo tengo que vivir acá. La cantidad de veces que cambié el agua del balde con lavandina y detergente, no te puedo decir. Limpiaba un rato y descansaba un poco. Así, lentamente, controlando que no me inunde la autocompasión, que es peor que una lluvia tupida que te desborda el patio, trabajé con cuidado casi diría amoroso, relojeando el resplandor de los pisos limpios en los lugares donde la luz los hacía brillar.
Cuando llegó la hija, preparó mates, conversamos, me hizo hacer estiramientos de espalda y brazos y le pedí que se fuera con su bebé después de un rato.
Me bañé, ordené un poco y me acosté de nuevo.
A la tarde fui a votar.