Patricia Severín publicó la novela “Te quedan lindas las trenzas”, editada por Palabrava. Es la historia de una nena que viaja entre el campo y la ciudad de los 60 y de un futuro en busca de revoluciones.
“Se llama soja –dice el abuelo–. Parece que dará de comer al mundo”. El relato de Te quedan lindas las trenzas comienza en el campo, un mundo infinito e intrigante para Lina, una niña de diez años que llega a pasar las vacaciones con sus abuelos maternos. Es la década del 60 y la vida rural está plagada de dificultades, rituales y tesoros. La manteca, por ejemplo, que se bate a mano, de pie y con el recipiente apoyado contra la cadera, le explica a su nieta la Luli, la abuela preferida de la protagonista. La soja es apenas un poroto curioso que, alguien le dijo al abuelo de la niña, va a cambiarlo todo.
Se trata de la última novela de la escritora Patricia Severín, autora de obras como Poesía con bichos (Tercer Premio Poesía del Fondo Nacional de las Artes 2002), Eclipses familiares y Helada negra. Narradora, poeta y editora, vivió muchos años en el norte de la provincia y hace un tiempo está instalada en la ciudad de Santa Fe, donde codirige la Editorial Palabrava.
Más de una vez Lina se pregunta qué sentirán, realmente, los adultos que la rodean y la mandonean de acá para allá. Del campo, a un lado del árbol familiar, a la “casa grande” de los que tienen plata, con su abuela piamontesa, en la otra rama. Severín marca que “Lina es el narrador testigo que va registrando todo lo que pasa a su alrededor, escucha y observa, sobre todo, el accionar de su familia, en un momento la del campo, en otro la piamontesa y saca conclusiones, aunque tenga sólo diez años, de que mienten, porque hacen una cosa y dicen otra”.
En la casa de sus abuelos del campo, en lo de la abuela Elbia y el abuelo Liborio y en su propia casa, que siempre tiene una partecita más por construir, en todos lados, Lina se pregunta por cosas de las que nadie le habla. En una escena muy tilinga, Elbia la pone a ordenar el armario. “Los zorros tienen ojos de vidrio amarillo como los de la culebra que me corre en el campo de la Luli”, piensa la niña, cuando la abuela piamontesa se prueba las estolas.
En la casa grande está la habitación misteriosa donde vive la tía Trinidad. En el campo, una mujer embarazada se va un día a parir al pueblo, con los tíos, que vuelven sin ella y con un bebé, va narrando Lina, y también Anastasia, que no se entiende de quién es hija. El relato trae el sedimento de las herencias familiares en el habla de los personajes y abre ventanas a historias migrantes, rurales y urbanas, de personajes cargados de expectativas por el ascenso social, de rebusques, de mañas y de secretos.
“Lina, creo, se propone ser sincera y que la crianza de su familia, tan desgarrante, no la condicione a ella como persona”, cuenta la autora sobre su personaje. “Ella se propone que su accionar va a ser una sola cosa con su palabra y su pensamiento”, agrega la escritora. Un poema de Larisa Cumin dice que “es un hilo a veces la palabra/ del que tiro/ a ver qué onda/ qué suena/ qué dice”. En la novela, la forma de ver ese mundo como una niña, de aquella época y con la misma precisión y libertad de la infancia, está tan bien lograda, que corre como un mismo hilo en la máquina de coser. Salta cada tanto otro extremo de la misma voz, una Lina adulta, que le avisa: “verás que no era así como se cambia el mundo”, desde una década más acá, la del 70.
No pareciera que la autora, aunque seguramente haya sacado mucho del ovillo de su memoria para la novela, haya revisado cada huella de época, cuidando la coherencia y sacándole brillo a palabras como pituco y “la Bonafide”. El hilo de Lina, largo como sus trenzas, es fuerte en el vínculo entre la niña y su abuela Luli, donde son posibles la dulzura, jugar a las rimas y hasta "conversar de cosas de mujeres”. En la escritura también se cristaliza la cercanía de cada relación, y con la Luli es tan íntima que ni siquiera se separa con líneas de diálogo en el texto. La conversación va poniendo una frase o un cantito o un verso recitado haciendo cosquillitas, y fluyen unas sobre las otras, como sucede en la amistad, o en el cariño y cuidado de una abuela.
“Cuando escribí el texto necesité hacerlo de ese modo, después me pregunté por qué así, con algunos diálogos que están incorporados en la narración y otros diferenciados”, comparte Severín sobre los diálogos, que con la abuela Elbia sí están impresos entre rayas y hasta tienen palabras en bastardilla en piamontés, que la señora no cuida, creyendo que Lina no la entiende. “Volví y volví sobre el texto y dije no, tiene que quedar de este modo, y estoy repensando si no fue por todo lo que vamos chupando de lo que está en nuestro alrededor, lo que chupamos de nuestra familia en forma de mandatos que no sabemos que son tales y que quedan dando vueltas cerca de nosotros, que repetimos sin darnos cuenta”, dice la autora sobre la forma de hablar entre Lina y su abuela Luli , que se confunde a veces en una misma voz.