Un relato en primera persona sobre la experiencia de un barrio que atacó -con lo que tenía- focos de incendio en la zona del Leyes. Sobre las cenizas resuena la pregunta: ¿cuándo será la próxima vez?
Por Federico Ternavasio
Cuando estalló la pandemia me vine a vivir a Arroyo Leyes con mi pareja Corina. Ella vive acá hace unos años. Estamos en una calle de unos ochocientos metros, que corre desde la Ruta 1 hasta un brazo angosto y profundo del Leyes.
Todo el lado norte de la calle es un campito (con propietario) donde crecen aromitos y pastan cada tanto algunos animales. En el medio del campito hay un ojo de agua, una especie de pantano. Dependiendo de la época del año, el pantano es una cuenca seca y resquebrajada o bien un estanque donde crece el irupé y se bañan los pájaros. Si hay agua, cada tanto tenemos el privilegio de ver a nuestro pájaro favorito, el Hocó colorado, estirando su cuello de espíritu del bosque, o esperando muy tranquilo la oportunidad de cazar algo. El terreno del campo va desde la ruta hasta una casa que da al riacho.
Del lado sur de la calle hay más de cincuenta casas, distribuidas en seis callejones (o calles cerradas) que forman medias cuadras, que dan con una franja de monte que se extiende también desde el río hasta la ruta. Del otro lado del monte, que tiene unos cien metros de ancho, corre otra de las calles que se desprenden de la Ruta 1.
Llamas en el horizonte
El miércoles al mediodía, refugiados del diciembre insoportable, estábamos comiendo en casa con Corina. Dos circunstancias fortuitas hicieron que estemos un mediodía en casa. Ella salió antes del trabajo y yo suspendí una actividad en Santa Fe para cuidarme del coronavirus, ya que en un par de días, para año nuevo, la veo a mi vieja que es grupo de riesgo.
No habíamos terminado de comer cuando empezamos a escuchar explosiones. Por un momento pensamos en disparos, pero no, era un sonido distinto. Lo habíamos escuchado antes, el verano pasado, cuando alguien quemó unas cañas. Nos asomamos a una especie de balcón de la casa y vimos humo cerca del riacho. Un humo espeso y negro que, a diferencias de las otras tantas veces que vemos incendios en el horizonte, ahora se veía metiéndose en una arboleda cerca del río.
Dudábamos. ¿Sería algo controlado? ¿Tendríamos que ir a ver? Indecisos salimos y entramos un par de veces de la casa, ya sin apetito. La tercera vez que miramos nos asustamos, ahora lo que se veía en el horizonte no era humo sino fuego. Llamas que, calculamos, habrán tenido al menos seis metros de altura.
Mandamos mensaje al grupo de WhatsApp del barrio. Un vecino ya había mandado un mensaje sobre el incendio, que estaba arrasando en una calle paralela a la nuestra, del otro lado del campito. Ingenuamente, agarramos baldes y nos fuimos a esa otra calle en el auto. Cuando llegamos a la zona del incendio vimos la Policía y algunas personas dando vueltas. Pero el incendio no era ahí, era mucho más hacia adentro del montecito que crece pegado al riacho.
Me acerqué caminando para ver si podía hacer algo. Me metí en la zona del fuego, que parecía, de lejos, estar apagado. Pero no, entre la negrura y la ceniza había llamas, árboles todavía prendidos. Le pregunto a uno de los vecinos si se podía sacar agua de algún lado, para apagar algunos focos chicos, y me dijo que no. Parecía tranquilo. "Esto pasa siempre", dijo. "Ahora vienen los bomberos y ya lo apagan". No pude evitar preguntarme cuántos bomberos harían falta para tanto terreno quemado. Me pareció inverosímil. El vecino me dijo que estaba llamando a la gente de una casa donde llegó el fuego.
Intenté acercarme más a lo que yo pensé que era "el frente" del fuego, pero solamente alcancé a ver una casa a lo lejos, con un par de policías merodeando. No pude ver más porque una nube de humo negro se nos vino encima. El vecino me dijo que nos vayamos, que era tóxico quedarse ahí. Alcancé a ver que el fuego seguía marchando, no sólo hacia el río, sino también cruzando el campito hacia nuestra calle. Ahí, en ese otro frente, un muchacho estaba pegándole al fuego con una pala, sin ningún efecto.
"Se está prendiendo fuego Santa Fe"
Volví con Corina, que estaba esperando cerca del auto, y llegó una camioneta de los bomberos. Eran apenas dos o tres para tamaño incendio.
Le preguntamos a algunos policías de la guardia rural si se podía hacer algo, pero nos dijeron que no era conveniente acercarse, porque como el fuego se extendía tanto, podíamos quedar encerrados. Unas vecinas venían caminando desde el fuego, que recién ahí entendí, había arrasado con bastante terreno hacia el norte. Venían cansadas cruzando el campo de ceniza y comentaban que no lo habían visto arder, recién se dieron cuenta del incendio cuando explotaron algunas cañas.
Mandamos mensaje al grupo de WhatsApp: llegó una camioneta de los bomberos. Varios vecinos se tranquilizaron.
Decidimos volver a nuestra calle e ir al otro lado del fuego, a ver si le podíamos dar una mano al muchacho que estaba pegándole palazos a las llamas. En el camino cruzamos a varios vecinos que decían que habían llamado o que había que llamar a los bomberos. Corina ya los había llamado pero la respuesta fue para todos lo mismo: "se está prendiendo fuego Santa Fe, no damos abasto".
Nos metimos al terreno del campito, cerca de la casa de su dueño, y vimos al mismo pobre muchacho tirándole agua con una manguera angostita. Uno de los vecinos del barrio estaba corriendo de un lado al otro tratando de alargar la manguera o conseguir agua por algún lado. Pero bastante rápido nos dimos cuenta de que no había mucho que hacer. El fuego estaba trepando por los árboles, pinos altísimos que hicieron que las llamas se levantaran un par de metros sobre el suelo.
¿Qué se hace con el fuego?
Mientras veo el hambre del fuego avanzando paso a paso, metro a metro, mucho más rápido de lo que hubiera esperado, me acuerdo de Martín, un amigo que está en la Asamblea de Vecinxs de Rincón. Me invitó tantas veces a las reuniones para combatir los incendios el año pasado y no fui a ninguna. En una entrevista que le hicieron le preguntaron por la "quema de pastizales", y él aclaró que ese denominación es equivocada. "Lo que se prende fuego es el monte, se prende fuego toda la biodiversidad que hay en las islas, que es muy rica, y que no es pasto". Ahora también la equivocada "quema de pastizales" amenaza con ser quema de casas, de barrios en la costa.
Con Corina nos quedamos paralizados frente a las llamas. ¿Qué se hace con el fuego? No tenemos ni una mínima alfabetización contra incendios. Salimos del campo y mandamos al WhatsApp del barrio avisando que quienes no estén vengan lo antes posible, que la situación es muy grave. En pocos minutos el fuego pasó de quemar en el fondo de una calle paralela a quemar a unos pocos metros de nuestra calle.
Muchos vecinos y vecinas estaban parados, como nosotros, sin saber qué hacer, cómo encarar. Más tarde una amiga que estuvo el día anterior tratando de parar el fuego en el Chaquito, me diría que a estos tipos de incendios no se los apaga, sino que se le trata de cortar el paso para que no sigan avanzando.
En un lapso de tiempo que no sabría definir cuánto duró fuimos y vinimos varias veces, hablamos con varios vecinos, buscamos baldes, buscamos trapos, no sabíamos qué hacer ni cómo hacerlo. El fuego empezó a ir para el lado de la ruta, bordeando nuestra calle.
En una de esas idas y venidas decidimos armarnos la mochila y unas bolsas con las cosas indispensables. En mi caso, una cajita con fotos y algunos recuerdos, la compu y los papeles de mi currículum.
Si el fuego llega cerca, dijimos, cargábamos las mascotas en el auto y Corina se iba a la ruta. Nuestras mascotas: Bolten, una gatita que encontramos en la calle en Santa Fe hace dos años, y un perro, Hueso, cuya biografía merecería un capítulo aparte en la historia del barrio. Con decir que casi todos los vecinos lo adoptaron en algún momento de su vida, después de que alguien lo tirara en la calle cuando era cachorro, hace aproximadamente doce años. Por eso mismo cada vecino tiene un nombre distinto para el mismo personaje: Hueso, Sábalo, Rubio o Fuego. Fuego, como el que ahora se lleva puesta una arboleda de pinos y álamos.
Un vecino dijo que mojemos las calles, que reguemos las canaletas que están pegadas al campito, para que las llamas no crucen. En unos minutos estábamos en casa haciendo exactamente eso y ya había otros que estaban haciendo lo mismo.
Todo esto pasó a la hora de la siesta: nosotros, expuestos a un sol que después nos pasaría factura en forma de piel ardida. Desde el lugar en el que estábamos, con una manguera que no llegaba a la calle, intentamos mojar todo lo que pudimos. Otros vecinos empezaron a llegar y a dar una mano en la tarea. Al rato la calle completa estaba llena de autos y de gente tirando agua. Los bomberos llegaron cuando el fuego estaba a una cuadra de nuestra casa. Por suerte ahí paró de avanzar.
Como despertándonos de una especie de automatismo, dejamos las mangueras y fuimos hacia el lado del fuego. Vimos que arrasó con mucho terreno. Me metí en una casa donde unas señoras cargaban baldes desde una pileta y me sumé a tirarle agua a los pedazos de aromito que todavía humeaban.
No pasaron más de quince minutos y otra vez, los ruidos de árboles y cañas ardiendo. El fuego cruzó por la costa hacia el monte del otro lado de nuestra calle, y empezó a avanzar. La camioneta de los bomberos se fue para allá.
Una vecina nos dijo que empecemos a hacer lo mismo que antes, mojar la calle, pero ahora mirando no hacia el noreste, sino al sur. El vecino de nuestra cortada que vive en la casa más al sur llegó justo. Varios otros se sumaron a darle una mano con regar el patio en la zona lindera al monte.
Nos quedamos un rato regando con una vecina, y después volví hacia el lado del fuego sobre la calle, en teoría ya apagado. Con una vecina vimos un aromito que empezaba a arder otra vez. Ya no había tantas mangueras, manos y baldes a mano. Justo una mujer que guardaba la manguera nos escuchó y prendió de nuevo, y entre la manguera y una olla lo apagamos.
Me quedé un rato regando los humos, mientras charlábamos con los vecinos. Un par venían de pelear con el fuego y sentenciaron la necesidad imperiosa de hidratarse con un vasito de cerveza. O capaz más de un vasito. Una vecina dice que quizás haya que organizar una "guardia de ceniza" durante la noche. A ella ya le había tocado esa experiencia una vez en Córdoba.
Me acerqué a una de las cortadas, y escuché las máquinas retroexcavadoras de la Comuna apagando el fuego en el monte. Volví para el lado de mi casa. Corina y otro vecino estaban ayudando todavía en la esquina. Ella estaba regando el pasto, con un cansancio de esos que se afirman sin que haga falta hablar.
Después volvimos. Hueso y Bolten estaban con calor, ya bastante inquietos en su encierro.
Nos bañamos y volvimos a salir. Afuera alguien nos dejó uno de los baldes que en algún momento llevamos para el lado del riacho. El fuego estaba controlado a lo largo de la calle. Varios vecinos estaban sentados en las veredas. Un bombero tiraba agua con un manguera entre los árboles quemados. El fuego no llegó a las copas de los árboles. Gran parte del campito ahora es negro.
Un barrio de bomberos involuntarios
Un medio de Santa Fe sacó la noticia, que nos sirvió para contextualizar lo que hasta entonces fue la experiencia personal y fragmentada del incendio. El titular dice "Vecinos de Arroyo Leyes se organizan para combatir los incendios". Por la noticia nos enteramos que en algún momento se incendiaron dos casas. En el grupo de WhatsApp un vecino mandó fotos de su quincho incendiado. Primero, una foto del techo de paja prendido fuego. Después, una foto de lo que quedó del incendio. Un cascarón gris y negro que alguna vez reunió a familiares y amigos alrededor de un asado.
De vuelta en casa nos dimos cuenta de que estábamos flechados: nos pesaban las piernas, teníamos sed y hambre. Apenas unas horas de pelea con el fuego nos dejaron derrotados. No hicimos demasiado, no estuvimos siquiera en la zona más complicada, pero así y todo el cuerpo nos pedía descansar.
El actor que protagonizó la lucha contra el fuego fue el barrio, como colectivo y como suma de personas haciendo cada una cosas diferentes. Estuvo quien llamó a la radio y movió contactos, estuvo quien se metió al fuego a tirar agua, o en las propiedades incendiadas a rescatar lo que se pueda, y estuvo quien hizo lo que pudo, regó su parte de la calle, prestó una manguera, un balde, un trapo. Un barrio de "bomberos involuntarios" dice Corina.
En el WhatsApp los vecinos agradecen la solidaridad. Después nos cae la ficha de que hubo gente de otras calles, paralelas a la nuestra, que vinieron a ayudar.
¿Cuándo será el próximo incendio?
Yo releo un libro que terminé hace unos días, Los Desposeídos, de Úrsula K. Le Guin. La novela de ciencia ficción habla de otros planetas, de otras civilizaciones, en el futuro. En un momento el protagonista tiene un diálogo con una embajadora de los terranos, es decir, una embajadora del planeta Tierra. Kang, la embajadora, cuenta su pasado, nuestro posible futuro:
“Mi mundo, mi Tierra, es una ruina. Un planeta arruinado por la especie humana. Nos multiplicamos y nos devoramos unos a otros y peleamos hasta que no quedó nada en pie y entonces perecimos. No dominábamos ni nuestros apetitos ni nuestra violencia; no nos adaptamos. Nos destruimos a nosotros mismos. Pero primero destruimos el mundo. Ya no quedan bosques en mi Tierra. El aire es gris, el cielo es gris, siempre hace calor. Es habitable, todavía es habitable, pero no como este mundo…”
Me pregunto si es inevitable hacer realidad esa profecía. Y si se puede evitar, cómo hacerlo. Qué tenemos que hacer, qué nos toca a cada una y cada uno, individual y colectivamente.
De noche no dormimos mucho. Nos despertamos varias veces a mirar por la ventana, tenemos miedo de que el fuego vuelva a encenderse. Cada vez que me duermo sueño algo relacionado al incendio. O que viene el fuego, o que se escapó el Hueso y hay un incendio cerca. Cada sueño es cortito. Me levanto, miro por la ventana, todo está tranquilo, ¿pero hasta cuándo? ¿Cuándo será el próximo incendio? ¿Hasta dónde va a llegar la próxima vez?
Pasamos la tarde del día siguiente apagando pequeños focos de incendio con los vecinos. Uno en el patio de una casa, otros muchos a lo largo de la costa. La única esperanza, lo único que no nos hace sentir desolados, son nuestras vecinas y vecinos. Ahí, en esa cooperación desinteresada, donde los baldes se vuelven propiedad colectiva y todos nos organizamos espontáneamente para apagar el fuego, siento que está el secreto de un futuro mejor. Pero también puede ser que esté cansado y la bondad de tantos vecinos y vecinas me ponga contento.
Terminamos con las piernas negras y tajeadas. Nota mental: la próxima ir con pantalón largo. En un momento de la tarde, entre las tantas idas y venidas, nos visitó un Hocó colorado. Pasó volando encima nuestro y se paró en un cable de la luz.
Cuando volvíamos a casa –y antes de comprarnos unas merecidas latas de cerveza– vimos que la arboleda que ayer ardía, hoy había cubierto de hojas el suelo negro. Era una imagen casi de herida que sana, a pesar de que esas mismas hojas pueden hacer que todo arda otra vez.
¿Cuándo será el próximo incendio? ¿Hasta dónde va a llegar la próxima vez? No puedo evitar repetirme esas preguntas. Mientras escribo esto va cayendo la noche. En estos días "el aire es gris, el cielo es gris, siempre hace calor", diría la embajadora Kang. Le agregaría a su descripción que el aire duele en la garganta de tanto humo.
Excelente escrito que describe lo que vivimos con la simpleza de los grandes.
Acabo de leer toda esta crónica, que si no fuese un relato de una tragedia, sería una perla literaria. Que crudeza la vivida y sin embargo, el autor, humano, optimista, nos da aún la esperanza de encontrar la salida en lo colectivo. Ojalá podamos verlo. Los vecinos de Leyes nos dan una lección.
Quiero felicitar a Federico Ternavasio
Excelente relato, sale desde su corazón es su propia vivencia, esos vecinos, su comunidad, todos unidos casi en silencio luchando en lo mismo.
Que lindo mensaje dejas Federico .
Noemi Gladys Gorriz Directora Revista MUTUALISMO HOY, Capital Federal
En tiempos de pandemias (que no són únicamente sanitarias) y de distancias tan impuestas, este relato es un auténtico abrazo y el recuerdo de que somos las dos cosas: la enfermedad del planeta, pero también su remedio.
Con descripciones sumamente visuales quienes estamos lejos de la ciudad incendiada, pudimos nuevamente caminar el monte, reencontrarnos con el jacaranda, el irupe y el ritmo de la cumbia que se asomaba de la ventana de un vecino. De un vecino, un desconocido o un amigo que se olvidaba por un momento de las distancias reglamentarias, del barbijo y de los riesgos, para sumergirse en una lucha colectiva.
Las referencias a la ciencia ficción nos recuerdan que hay libros sin tiempo y realidades que nos superan ampliamente. Adhiero al comentario de otra lectora, entre tanto humo negro y gases tóxicos, está escritura trajo aire fresco. Gracias por compartirla.