Almudena Grandes fue una reconocida escritora. Dejó una obra marcada por historias personales de luchas cotidianas.
Ya empieza a pesar el lunes. Frente al monitor escribo un nombre propio, Almudena. Cavilo, silenciosa. Así repaso esa suerte de desolación que me invade desde el sábado, cuando supe que había muerto. ¿Cómo es posible? Sucede que los artistas y las artistas que acompañan los distintos momentos de nuestras vidas, en algún momento, se nos vuelven familiares y perderlos, claro, duele y enoja. Y la literatura en especial viene de la mano de ese acontecimiento único, intransferible y personal que supone el acto de leer. En la lectura, entramos en un rito de comunión con las vidas de los personajes, sus épocas, sus emociones, sus personalidades, sus mundos. Nos interpelan. El universo se agiganta y resulta que solo estamos frente a un libro. ¿No es maravilloso?
No creo que estas palabras puedan unificarse en una necrológica, ni en una nota que reconoce una obra y los lauros de su autora. No podrá ser otra cosa que la expresión del significado y el valor de los textos de Almudena Grandes para las letras y los libros que busco y me encuentran. Esta madrileña nació en 1960 y se graduó como Licenciada en Geografía e Historia. Hija y nieta de poetas. Esos datos explican algunas cuestiones: la capital española como el lugar físico de sus ficciones, su crecimiento durante los últimos años de la dictadura de Franco, la juventud en los 80 y ser escritora.
Su primera novela, Las edades de Lulú, movió el tablero con el erotismo desplegado en las vivencias de una adolescente que se hace mujer. Una narrativa particular ya se podía ver, realista y hábil para construir la psicología de los protagonistas. Le siguieron varias otras novelas y un libro de cuentos, Modelos de mujer. Pero ¿cuándo, cómo y por qué me sobrevino el encanto? Podría decir que cuando leí Los besos en el pan, una novela coral en la que Madrid está rota por la crisis y los vecinos de un barrio venido a menos fraternizan, dándose la mano sin más. Almudena, además, ilustra con ternura la cotidianeidad y se apoya en ella, en el costumbrismo, en el menudo carácter que tienen las personas que salen para adelante. Nunca para atrás. En esos hombres y mujeres que ya no pueden más, pero siguen. Como si al narrarlos, les diera cobijo. Y así sucede con El corazón helado y todas las entregas de Episodios de una guerra interminable, la serie de seis novelas (la última aún no fue publicada) que tienen a los finales de la Guerra Civil y al franquismo como las causas de tanta resistencia interna, chiquita, grande, conjunta, desafiante, clandestina. De otra forma no podía ser. El miedo estaba metido en el cuerpo, los seres queridos presos, muertos o exiliados. Todo era pecado. Ser diferente era una condena. A las lágrimas había que acallarlas. Mucho más las mujeres y los homosexuales. El que mandaba era el nacionalismo católico. Los nazis podían esconderse en la casa de una señora de bien. Un fusilamiento o la cárcel estaban a la vuelta de la esquina. Ser rojo costaba la vida. Había que sobrevivir como fuese. Y además, torcerle el pulso al opresor.
Entonces lo que Almudena hizo fue rescatar sucesos reales para tejer ese largo derrotero de casi 40 años a través de ficciones agudas, dramáticas, crudas, cálidas y cercanas que son la historia de su país. Y fundamentalmente, marcar el imperativo de cuidar la memoria. Para que no haya olvido ante tanta violencia y tanto dolor tragado con saliva. Si la literatura es capaz de semejante cometido, esa madrileña que partió el sábado ha sido mucho más que una escritora. Y ahora, cuando miro las portadas de dos de sus libros, empiezo a pensar que quizás no se haya ido.