La última novela de Miguel Ángel Gavilán, “La inocencia”, retrata cómo las redes de trata de personas y prostitución operaron en ciudades de la provincia, al calor de las olas inmigratorias de principios del siglo XX.
Junto a sus dos hijos, Raquel Liberman llegó a Argentina en 1922 proveniente de Polonia. Ya en estas tierras, se encontró con su esposo. Poco después él murió de tuberculosis. Para sobrevivir y, sin más opciones, Raquel ingresó en la red de trata Zwi Migdal, en Buenos Aires. Pudo ahorrar dinero suficiente para comprar su libertad y lo hizo, aunque los rufianes de la prostitución no la dejaron en paz y la capturaron nuevamente. Al final, esta mujer nacida en Ucrania logró realizar una denuncia ante la Justicia y romper sus cadenas. En su vida quedaron las marcas de las vejaciones padecidas durante largos años. La historia de Raquel se asemeja a la de muchas adolescentes que, engañadas con una promesa de matrimonio, cayeron en manos de proxenetas en una época atravesada por inmigraciones, hipocresías sociales, conservadurismo moral y político, corrupción, hambre, violencias y penurias. Las vidas de aquellas chicas se entrecruzan con una actualidad no menos hostil en un pueblo de la provincia de Santa Fe, entre el pasado y el presente, para construir una narración realista, cruda, necesaria y no menos piadosa. Lleva por nombre La inocencia (Tauro, 2021) y es la última novela de Miguel Ángel Gavilán. Es el propio escritor quien desmembró las líneas temáticas de su obra.
–En su novela, la mayoría de los personajes se definen por el dolor y la crueldad. A su vez, el pueblo es su ámbito de sociabilización. ¿Por qué eligió retratar ese aspecto tan duro de la vida rural o pueblerina?
–Recuperé historias que viví cuando era chico en San Francisco, Córdoba. Muchos de los ingredientes que componen La inocencia pasaron allí. Son historias que se veían. La crueldad estaba muy cercana porque la crianza de esa gente era muy dura: gringos que habían vivido situaciones de extrema pobreza y de la nada habían hecho fortunas, trabajando a lo bruto en lugares de mucho sacrificio y de mucha entrega física. En la novela se mezclan dos inmigraciones. Una fue la del centro norte de la provincia: inmigrantes que llegaban a las colonias con la fe de la tierra para trabajarla y hacerla productiva. La otra inmigración se ubicó en Rosario y en el sur provincial; fue totalmente distinta porque la eclosión inmigratoria allí se produjo en un polo industrial muy importante. Por eso surgieron grandes empresas, movimientos obreros y, también, el avance de las mafias.
–¿Cómo llegó a la historia de los prostíbulos de Rosario y de qué manera se pudo entrecruzar con la inmigración?
–Llegué por una charla que tuvimos con una abogada sobre la trata de personas. Ella hizo un muy buen trabajo de reconstrucción de cómo evolucionó el tema legal. En esa reconstrucción aparece la Zwi Migdal y la trata de mujeres en Rosario. Me gustó mucho el tema, me parece que está poco explotado. Viví un tiempo en Rosario y me acerqué a los mojones que quedaron del paso de la mafia. Son mojones que la historia no pudo tapar. La Migdal reaparece como un fantasma que se reformula. Cuando Raquel Liberman hizo la denuncia, la Migdal la obligó a retirarla, pero ya había tomado estado público. La Migdal cayó cuando llegó al poder (José Félix) Uriburu con el golpe de Estado (1930).
–En el argumento de la obra, el sexo y el cuerpo de la mujer aparecen como lo que se compra, se vende o es lo prohibido. ¿Qué pasa con el deseo?
–El deseo femenino no se tenía en cuenta. Muchas de estas mujeres eran elementos de intercambio, teñidas por una cuestión capitalista que no solo hacía que se transformen en animales de uso, sino que las llevaba a anular su propia condición humana. Las chicas que bajaban de los barcos venían engañadas con la idea de un marido que no existía, no sabían el idioma, las metían en una pieza y las hacían atender tipos. No había opción. Porque si optaban se morían de hambre. Por más que quisieran irse, el sistema prostibulario las volvía a incorporar. Es una situación de enorme desprotección y de enorme desigualdad.
–Todos los personajes se quedaron sin la inocencia de la infancia. ¿La forma de crecer no pudo ser otra que la crueldad y el abuso?
–Más allá del maltrato a las mujeres y a los niños, lo que quise mostrar es el momento en que uno deja de confiar y pierde la inocencia ante algo. Es un momento irremediable y que todos lo tenemos que vivir. Todos los seres humanos dejamos de ser inocentes todos los días. Pero lo que quería plasmar es ese momento en que dejamos de creer en el otro. Y peor, el momento en que dejamos de creer en nosotros mismos. Ese momento en que uno se transforma en un monstruo.
Sin libertad ni esperanza
Huérfano, Gregorio Martínez, llegó siendo niño a la chacra de Amador. Allí tuvo que trabajar con cerdos y no hizo otra cosa que recibir cintazos y golpes. Estaba enamorado de Patricia, una chica del pueblo que terminó en un prostíbulo de Rosario. Selma fue quien la recibió cuando Pedro Salas –quien fue juez y ordenador de los negocios de su suegro Edgar Carrièrre, hombre de la alta sociedad santafesina– la sacó de su casa y la depositó en el burdel. Muchos años atrás, Selma también fue adolescente y se embarcó ilusionada desde Polonia hasta una ciudad de Argentina. Ahora Martínez es el empresario del pueblo y está casado con una mujer atractiva, Nora. No pueden tener hijos. Y eso lo frustra. Ese matrimonio se viene abajo y Nora tiene como amante a un joven que quizás no alcance la mayoría de edad.
Como piezas que se ensamblan en el devenir de la lectura, las historias de estos personajes desnudan el sentido de la inocencia, cuando la infancia careció de juegos y cariño, cuando la tierra prometida se convirtió en un suplicio, cuando no hubo más remedio que someterse a la violencia, cuando las mujeres y sus cuerpos fueron mercancías. Esas líneas argumentales –que la ficción escrita por el santafesino Gavilán se fundamenta en una sólida investigación histórica– se ligan en una trama atrayente, bien dotada de realismo, con un tono crudo y descripciones de imágenes que traslucen ternura. En el cometido del autor, las criaturas de su obra son presas de sus demonios, los propios y los que los sometieron en un mundo machista, desafortunado y doloroso.
Es así que la novela de Galván honra el drama, mediante el suspenso que se dosifica en los saltos temporales, entre el ayer y el hoy, y las travesías que alcanzan distintos finales. Las inmigraciones, el campo, el pueblo, la ciudad y el barrio rosarino Pichincha no son meros escenarios, sino actores centrales totalmente desprovistos de romanticismos. Bajo esa atmósfera, Gavilán no juzga ni condena, sino que construye varias humanidades (en un ensamble polifónico) a veces miserables, a veces sobrevivientes, a veces prepotentes, a veces pasionales. Una prosa de hilo fino y certero construye, en suma, una narrativa sobre la imposibilidad de ser libre. Y ante esa negativa, lo que queda es rebelarse, buscar lo prohibido, cobrar, pagar y soportar las duras consecuencias. Eso es la vida cuando la inocencia se perdió.