Por Mercedes Bisordi
Siempre vivimos en planta baja. Teníamos una terraza, pero no daba al frente. Ahí comíamos asado los sábados a la noche. Apagábamos las luces y nos quedábamos mirando las ventanas iluminadas de los edificios, como si fuesen estrellas. Miren todos esos cuadraditos encendidos, decía mi viejo. Seguro que en alguno hay alguien cagando.
Los balcones me daban un poco de vértigo, pero me fascinaban.
María, mi amiga, vivía a la vuelta de casa en un piso once. El balcón era como un patio, tenía macetas, sillones y una bicicleta fija. No habían vivido siempre ahí. Antes tenían un departamento interno y había que caminar varios metros por el pasillo que daba a otras casas para llegar a la calle, o a la puerta del suyo, según de donde se viniera.
En el camino había una banderola que no pertenecía a ninguno de los departamentos del pasillo.
Cada vez que pasábamos pegábamos un salto y hacíamos caer el jabón que apoyaban en el alféizar. Parecía no molestarles porque siempre volvían a ponerlo en el mismo lugar.
Íbamos de mi casa a la suya, siempre en la planicie, hasta que se mudó a ese edificio y ahí sí, nuestra vida cambió.
Cuando viviste siempre en planta baja, un piso once es un piso muy alto. El once es la duplicidad, dos veces uno. Olmedo se había caído o tirado de un piso once. Las cosas que tires desde ahí pueden romperse, a no ser que lo que arrojes sea el manojo grande de llaves, grande como la mala suerte del portero, con su pelada intacta y, segundos después, atravesada por un tajo. Siempre hay que avisar cuando uno tira llaves. En todo caso, algo se rompe, lo uno o lo otro.
Un edificio con once pisos hace que casi no necesites bajar a la calle para jugar al ring raje, o espiar al resto del barrio. Con los ascensores principales y de servicio -como en las novelas-podíamos organizar las escondidas más sofisticadas, que incluían la cochera, el subsuelo y la casa del portero en la terraza. Podías pasarte hasta un par de horas en busca del escondite ajeno. El adentro era también un afuera.
Pero lo mejor de esa época fue conseguir el larga vistas, el google map de los incipientes noventa. Era grande y pesado, lo calibrábamos para pasar de la imagen doble y borrosa, a la nítida y profunda. Los patios de los vecinos se abrían ante nuestro ojo biónico como flores exóticas. La única pileta de natación de la cuadra nos enceguecía en las siestas con su promesa de chapuzón, siempre incumplida. Podíamos ir a la pileta del club, sí, pero después de media hora en colectivo y el calor, y los preparativos y la vuelta antes de que oscureciera. Esa pileta estaba ahí, a una pared y once pisos de distancia. Una injusticia.
Veíamos los dormitorios de vecinos que no conocíamos. Los edificios nuevos eran un misterio, estaban llenos de estudiantes, gente que ni siquiera era de la ciudad. Gente lejana, que estaba cerca. Los veíamos hablar por teléfono, cambiarse. Un día vimos a una chica desnuda untándose crema Hinds desde el cuello hasta la punta del pie, pero nunca llegamos a ver a alguien cagando.