Una reseña con spoilers de la experiencia propuesta por “Las Entenadas. Invocación de danza y paisaje”, un recorrido performático por la ciudad dirigido por Eugenia Roces, bailarina, coreógrafa y docente.
A la mañana del domingo pasado, tuve una experiencia nueva como espectadora, en la que compartí, en silencio, con el resto del público, el disfrute de la belleza de los cuerpos en movimiento. También la risa y el asombro y un relato visual efímero, creado entre cuerpo, naturaleza y paisaje.
Las Entenadas hizo el domingo su segunda función de estreno. La obra, inspirada en la novela El entenado de Juan José Saer y en las memorias de las bailarinas -Brenda Guidetti, Natalí Faloni y Gabriela Lavagnino-, reúne tres performances en tres puntos distintos de la ciudad que se recorren en colectivo. Como en las vacaciones, quienes fuimos público compartimos el viaje y nos volvimos parte de los escenarios.
El colectivo es El chumbito, que está acondicionado con olores −¿a yuyo?− y grabaciones de fragmentos de la novela y textos que forman parte del proceso creativo de la obra. La primera performance es en la Plataforma El Faro, el mirador donde alguna vez estuvo la confitería Puerto de palos, que hoy se usa más para pescar que para mirar. Desde ahí se ven los pilares que alguna vez sirvieron para la aerosilla que cruzaba la Laguna Setúbal hasta Piedras Blancas.
“Cuando comenzamos los ensayos de esta obra en el 2020 todavía se vislumbraba un río caudaloso y ancho, hoy pueden observar hacia el norte la unión de ambas costas y un pequeño hilo de agua que aún persiste e insiste en pasar”, describe el programa de la obra. El trabajo comenzó hace dos años y reúne a un entramado de artistas que residen entre Santa Fe, San José del Rincón y Buenos Aires. Nos piden que no hagamos registros con celulares, para no interrumpir, pero sobre todo para concentrarnos en las intervenciones, sus ritmos y sus silencios.
La primera bailarina es Brenda. La vemos −con una belleza de cine argentino, vestida con zapatillas y pantalón y camisa en colores tierra− desde arriba. Baila cargando un manojo de cañas. Por momentos lucha con las cañas, que se caen y ruedan unas arriba de las otras. Seguimos todo en silencio, cortado cada tanto por la gente que se saluda o pasa charlando por la Costanera, y por los ruidos de las cañas. Brenda sube al mirador.
Aparecen las primeras imágenes: una balsa, una carpa, un palo de agua, un fuego encendido. Empieza a sonar un canto, un sonido casi de lluvia, como si viniera desde adentro de las cañas o del fondo de la Laguna. Tensionadas entre sus pies y su cadera, las piernas de Brenda son flechas hacia el cielo, hacia la otra orilla. Abajo, en la costa, un señor acaba de aparecer, espontáneamente, en la escena. Se nota que viene de pescar, porque acomoda su caña arriba del canasto de la bicicleta. Mira para arriba, extrañado, del canto de sirena que llega desde el mirador. La voz nos atrae a todos por igual, y en ese instante lo performático se expande.
El recorrido sigue a través de la costanera hacia el dique II del Puerto, para entrar al Liceo Municipal. “Donde hasta hace poco tiempo convivía la vegetación nativa con restos de grandes embarcaciones e iguanas, lagartijas, cuises, serpientes, lechuzas. Hoy desplazadas por edificios que crecen hacia arriba borrando el horizonte o guardándolo para pocos”, indica el programa. “Ese lugar y el mundo eran la misma cosa, donde quiera que fuesen, lo llevaban adentro”, escuchamos, reproducido en loop, en el colectivo.
En la Nave del Liceo nos recibe una tela dorada que está viva. Se mueve por la sala, nos va corriendo y nos reímos, sabemos que hay alguien ahí abajo, aunque pareciera que no. Finalmente, se desenvuelve Natalí, de transparencias y verde metalizado que contrasta con su burbuja dorada. El misterio continúa cuando la bailarina pone en escena unas ramas de palmera secas, enormes, que eleva hacia el techo y estampa contra el piso. Su performance vuelve a traernos imágenes, de lucha, de juego, de construcción y de velas al viento.
La misma tela dorada se abre en el piso y Natalí invita: “Pueden acercarse, si se animan”. Nos lleva a todos de viaje, a algún rito ancestral o doméstico, que termina cuando Natalí se va, nada menos que en ascensor -¿hacia el futuro? ¿nuestro presente?- en ascensor, revestido también de dorado.
La tercera performance es en el Museo de la Constitución, en Caleta Sur. Vamos para allá bordeando el agua y cuando llegamos, Gabriela Lavagnino baila entre las columnas de metal y nos llama, usándolas para percusión. Su presencia nos pone en silencio otra vez. Con su camisa verde oliva, que ondea como una capa, cuando salta parece flotar.
Después de recibirnos, Gabriela se sienta a un costado, en una instalación de tazas y jarras de cerámica, blancas y estampadas, sobre un mantel plateado. Todo es muy bello, brilla al sol del mediodía y nos trae un picnic en un jardín de abuela. Gabriela baila y juega al carnaval de agua, nos moja y reparte tacitas. Después nos lleva hacia el Museo y entramos al Auditorio del Museo.
Gabriela, Brenda y Natalí bailan entre las butacas hasta llegar al escenario, solas, de a dos y en trío, cada una en su mundo de movimientos propios. La música es electrónica y se agita cada vez más, se oscurece. Es la primera y única vez en la obra en que están arriba de un escenario y todo el recorrido se condensa en sus movimientos. La danza es increíble, si hay palabras para describirla creo que no tiene sentido buscarlas, hay que verlas, sentirla.
Entre el público, repartido entre los asientos y pasillos, contenemos la respiración, me pregunto, ¿por qué no veo danza más seguido? Después, varias personas comentan que no sabían que había un lugar así en la ciudad. Las bailarinas bajan del escenario y se abre el telón, que deja ver el ventanal del Auditorio. Nos quedamos en vilo, con la vista fija en el paisaje, de nuevo envueltos por la luz.
“El paisaje es peligroso, es amable, es un quilombo, es suave, tiene todos los estados, que son los nuestros. Es él el protagonista de la obra”, me dirá luego Eugenia, la directora. Cuenta que para componer las performances indagó en el paisaje personal de cada bailarina, a partir de un lugar elegido por cada una, al que se sienten cercanas en el recuerdo.
“También está mi preocupación personal y política por el paisaje, por la que elegí generar una experiencia que nos vuelva a activar los sensores de vínculo con el paisaje, una práctica de poner el cuerpo de todes, tal vez más optimista que hacer una obra de denuncia”, completa Eugenia. “Podría bajar un cartel diciendo que el Puerto se vendió de modo completamente ilegal y que hay construcciones que no deberían estar ahí, pero elegí generar una experiencia corpórea en la que nos metamos y dar pequeñas ironías y opiniones como directora sobre ese lugar”.
En relación a la novela que la inspira, la obra dispara muchas líneas de pensamiento hacia la identidad, la memoria y el saberse parte de un lugar, de una comunidad. Hay también otra poética, otra búsqueda que se lee en relación al presente. Entre la bajante histórica y las quemas, Las entenadas es al menos la tercera experiencia artística en la ciudad que toma como disparador creativo a la Laguna. El año pasado, Colectiva Rodante estrenó Espejo de agua, y en el marco de Bienal Sur se hizo Museo Ocasional de un Paisaje Increíble. Todas intervenciones que parten de entender a la Laguna, sus mitos y leyendas y las historias de las poblaciones que vivieron y viven en sus costas como un patrimonio invaluable. Pareciera que poco a poco va muriendo, pero cuando pasa por el cuerpo y la sensación es compartida, cobra vida de nuevo.
El grupo
El diseño sonoro es Matías Coulasso y Eugenia Roces; la composición sonora y recopilación de sonidos de Matías Coulasso; el asistente es Antonio Rocha; la asesoría en dramaturgia y textos es de JuanFra Lopez Búbica. El texto, “El entenado”, fue trabajado por Natalí Faloni, Gabriela Lavagnino, Brenda Guidetti, Sofia Esper y Eugenia Roces.
La escenografía y vestuario son de Federico Toobe y Lucas Ruscitti; la fotografía es de Aimé Luna; el diseño gráfico de Cami Mallozzi; video y trailers de Victoria Campana y registro de función de Pedro Bootz. El chofer del recorrido es Enzo Omar Ricca con transporte El Chumbito. La gestión de recursos fue realizada por Poppy Murray, Eugenia Roces y Alejandro Banchero y la producción es de Gastón Onetto -quien también está a cargo de la asistencia de dirección-, Natalí Faloni y Eugenia Roces. El equipo artístico se completa con Antonio Rocha, Sofia Esper, Pedro Bootz, Victoria Campana, Camila Mallozi y Juanfra Lopez Bubica. La fotografía es de Aimé Luna.
La obra cuenta con el reconocimiento y apoyo del Fondo Nacional de las Artes, el Instituto Nacional del Teatro y la Municipalidad de la ciudad de Santa Fe.
Para contribuciones: https://cafecito.app/lasentenadasobra