La inminente tercera guerra mundial puso una vez más en evidencia una de las máximas verdades universales: vivimos en el mejor país del mundo.
Como bien es sabido, los guionistas de este maravilloso mundo han definido que para el cierre de la temporada del siglo XX y el inicio del XXI debían reforzar todas las líneas argumentales de los siglos que nos precedieron y nos dejaron una treintena de años de historia universal signados por el colonialismo, la expansión de las grandes potencias económicas, el surgimientos de nuevas expresiones extremas de derecha, atentados, guerras contra el terrorismo, jeans tiros bajos, un Papa de San Lorenzo, romances faranduleros, crisis económicas y ambientales, una pandemia y una posible tercera guerra mundial. En el medio, la gente comenzó a ponerle ropas a los perritos y Estados Unidos eligió como presidente a un señor surgido del Jet Set de los ochentas, popularizado en un reality show, con el slogan que buscaba devolverle la “grandeza” a su país. Cualidad que, sabemos, no es ni mejor ni peor. Simplemente más grande, y ya. Como una coca de 2 litros y medio. Como agrandar las papas y la gaseosa del combo.
Así que amigues, realmente es un milagro que estemos con vida. Nos mantenemos a flote como podemos, día a día y de a períodos de 24 horas, subsistiendo bajo la temporalidad de una historia de Instagram y a duras penas. Normal, entonces, que a un conflicto bélico entre las principales potencias del mundo lo leamos en formato meme y sin mucho más compromiso. Aprendimos que esto también va a pasar. Todos esos flyers con frases motivacionales no cayeron en saco roto.
Me encuentran ahora escribiéndoles estas líneas epistolares con la firme convicción que ha caracterizado a estos intercambios desde el principio: en medio de esa maraña, Argentina se erige siempre como el mejor país del mundo. En las buenas y en las malas. Y en las malas, mucho más. Nuestras respuestas frente a un mundo en eterno conflicto llegan siempre a tiempo y con la frescura de las mañanas otoñales de Barrio Candioti. Nos sabemos importantes. El mundo en su totalidad depende de que sepamos fabricar a la próxima gran estrella del fútbol o del mundo Pop. Somos la mota de polvo que puede torcer la balanza del destino de la humanidad hacia un lado y hacia el otro.
Y nuestras formas de asumir ese compromiso son de lo más simpáticas. En este momento, por ejemplo, a mis espaldas suena suave el televisor de la casa sintonizado en el canal de noticias del Grupo Clarín. Con la seriedad que los caracteriza, los conductores del matutino muestran en loop una y otra vez a un abrigado Nelson Castro que se encuentra en la frontera entre Ucrania y Rusia cubriendo los últimos acontecimientos. En un rapto de humanidad inesperado proviniendo de un ser reptiliano, Nelson se sienta en un piano que alguien ha ubicado en el medio del paso fronterizo y toca unos compases de una canción que no reconozco. Al finalizar, nadie lo aplaude. Nelson se pone de pie y saluda a refugiados imaginarios, puesto que la cámara muestra que está solo. No importa. El peso simbólico de su gesto acaba de generar una puerta hacia la paz y el alto al fuego que los involucrados todavía no pueden divisar, pero que tarde o temprano tendrán a mano. Lo estamos dando todo. Estamos dando lo mejor de nosotres.
No puedo hablar de la guerra porque no la entiendo. Me da pereza, y todavía no terminé de aprender todo lo que tuve que incorporar desde la irrupción en mi vida del eco-feminismo. Me quedan tres o cuatro cosas pendientes de todo lo referido a la pandemia que también aguardan a ser entendidas. De paso, también, quiero aprender a usar bien el calefón. Así que debo pedirles disculpas si han venido a esta carta con la necesidad de encontrar algún tipo de lectura nueva y refrescante sobre los conflictos y contradicciones que nos genera el mundo de la política internacional. Mi aporte estará en, por supuesto, criticar lo que han hecho otros. Algo que sabemos que tiene un peso importantísimo en un momento de incertidumbre y enfrentamientos bélicos como el que estamos viviendo.
No puedo hablar de la guerra, pero voy a hablar de los dispositivos que hemos sabido construir como Nación para transformarnos prontamente en analistas de política internacional. En los últimos meses, sin ir más lejos, hemos pasado de ser especialistas en pandemias a ser eminencias en todo lo que refiere a control de incendios forestales, para luego otorgarnos la cucarda de "eruditos en toma de deuda y acuerdos con organismos multilaterales" y llegar a este punto: de buenas a primeras somos un pueblo versado en los intrínsecos conflictos territoriales y económicos de ciertas zonas de Europa. Porque es sabido, mientras las invasiones y los conflictos se daban en otras regiones del mundo tanto no nos interesaban. Quizás los refugiados de otras fronteras esperaban con ansias el breve recital privado de Nelson Castro. Perdón. Estábamos ocupados en otras cosas.
En nuestra calidad de expertos en todo, entonces, nos hemos lanzado a proponer campañas de lo más descabelladas. Como colectivo, creo que estamos apuntando a generar un escenario de profunda y completa confusión. Desde el heladero cordobés que sacó de circulación la "Crema Rusa" en adelante todo se transformó en un espiral de espectaculares giros argumentales. Me es inevitable pensar en el pobre e ingenuo Feinmann que confundió las imágenes atroces de un video juego en alta definición con la guerra misma, o en el mismísimo Nelson Castro creyendo al aire, en vivo y en directo, que el meme de Putin montando un oso en cuero en plena estepa nevada era real. En el clima en que vivimos incluso los límites de la ética periodística se desdibujan. Si es que acaso existe aún tal cosa como la “ética periodística”. Desconozco.
De todos modos, nada superará, a mi criterio, la preocupación colectiva que tuvimos por Natalia Oreiro. ¿Qué piensa Natalia de la guerra? ¿Cómo la está viviendo? ¿Qué le pasa por la cabeza a la uruguaya de nacimiento, argentina por adopción, rusa por invitación? Pobre Nati. Qué momento duro para ella.
Los libros de historia no recordarán en un futuro como esas primeras horas de bombardeo e incertidumbre fueron contrarrestadas con una catarata de memes que relacionaban la inminente guerra con la colocación de millones de vacunas Sputnik V en nuestro país. Esos memes, específicamente, son objeto de estudio. Lograron entrecruzar dos de las mayores narrativas de nuestro siglo bajo el signo de Mirta Legrand hablando en ruso.
Como no todo es humor en la vida y también precisamos del apabullante peso de la empatía y la solidaridad, nos lanzamos a confeccionar fotos de perfil con la leyenda "Pray for Ucrania", desconociendo que el inglés no es su idioma natal, pero sabiendo que todos nos entendemos bajo el idioma universal del amor incondicional entre gente blanca. En el mundo analógico, incluso llevamos esos carteles de solidaridad para con el pueblo ucraniano a la calle y los concejos municipales. Casi como si esto se tratara de la tribuna de Pasión de Sábado, y nos asomáramos por la pantalla de canal América desde el estudio central con un cartel de "Saludos al Barrio el Pozo" a la espera de que alguien del otro lado reciba la misiva.
Y seguiremos así, con el firme compromiso de torcer el brazo de la historia. A veces con la tarea de proveer de granos y alimento a un continente diezmado por la guerra. A veces con el aplomo de un Chiche Gelblung comiendo guiso en un campamento de refugiados, a miles de kilómetros de distancia de su Crónica Tv natal, quien frente a los interrogantes de sus compañeros del piso que esperan de él la respuesta definitiva, la frase contundente, la próxima placa roja sobre el inminente fin del mundo como lo conocemos elige responder con el simple y sensato. "Y, es todo un tema, ¿viste?" que nunca, jamás, nos va a dejar a pata.