¿Qué pasa en nuestra experiencia práctica diaria para que hoy abunden los desangelados que hablan con el lenguaje de Javier Milei, Amalia Granata o Patricia Bullrich? ¿Por qué los derechos sociales y económicos ganados son repudiados como si fueran privilegios?
Hay un punto donde, en el sistema democrático, la construcción de un adversario o antagonista toma otro cariz. Si la existencia del adversario pone en amenaza el sistema mismo como un todo –o algo más profundo y trascendente aún, la Nación, el futuro, el pueblo, u otra entelequia–, cualquier cosa puede efectuarse sobre ese adversario, incluso aquellas que suspendan al sistema. Como mínimo, se puede esperar el ninguneo, la estigmatización pública, el encarcelamiento voraz. Si el adversario es excepcional, las medidas para enfrentarlo son excepcionales: salen de la regla.
En un proceso revolucionario o de emancipación, la excepcionalidad cesa en la constitución de un nuevo orden. En una democracia constituida, erradicar al adversario supone, a la vez, una fantasía fundacional y restauradora y la práctica real de una continua persecución de opositores, por todos los medios disponibles, sobre todo si son minorías o están socialmente en desventaja.
Independientemente de su objeto, desde esta lógica se construyen los discursos de odio, tal como hoy se los denomina. La dificultad central para desafiarlos es no salirse de las reglas democráticas, que ellos sí fuerzan y retuercen. Esta paradoja es conocida. Las razones para que los discursos de odio proliferen, también.
Lo que puede la angustia
En febrero de 2016, cuando apenas arrancaban las internas republicanas, Noam Chomsky advirtió: ojo que Donald Trump puede ganar. Su vaticinio, certero y compartido en sus razones con el del cineasta Michael Moore, se fundamentaba en los estudios de dos economistas de primer nivel, Anne Case y Angus Deaton, que les sacaron el jugo a las estadísticas de salud de Estados Unidos, hallando que los blancos más pobres habían aumentado de forma muy acelerada su tasa de mortalidad. El electorado de base de Trump era un segmento de personas que se estaba muriendo más que cualquier otro y por causas desesperadas: suicidios, alcoholismo, abuso de heroína y de opiáceos. “Apela directamente a sentimientos profundos de ira, miedo, frustración, desesperanza, probablemente en sectores como los que están viendo un incremento en la mortalidad, algo de lo que no teníamos noticia excepto en guerras o catástrofes”, dijo Chomsky sobre la estrategia de Trump.
El suicidio masivo de los blancos pobres en la pesadilla americana
El desguace del Estado de Bienestar con Reagan terminó con el desastre que fue en Estados Unidos la gestión de Trump, el epítome global del discurso del odio. Más cerca, Jair Bolsonaro llegó al poder en Brasil con una línea similar: armamentismo, machismo rancio, desdén por la ciencia, desprecio por los más mínimos cuidados. También venía de una crisis, el modelo de ajuste de Dilma Rousseff que hasta hizo imposible que se pudiera tomar el colectivo. La gestión de Bolsonaro pasa ahora sus últimos meses, desmoronándose.
El neoliberalismo no es necesariamente neofascismo. Tampoco se puede negar que su tradición se fundó en las dictaduras sangrientas de Chile y Argentina. Hoy, en nuestro país, el viejo combo setentista de Dios, Patria, Hogar y renta financiera se exhibe orondo y sin bozal. Privatizaciones, aborto ilegal, ajuste al mango, fierros libres y mano dura, repulsión hacia los pobres, liberalización absurda del mercado, ataque a las organizaciones sociales y obreras, negacionismo frente al genocidio dictatorial, son sólo algunos elementos que se articulan sin empacho en el prime time de la TV y en las redes sociales.
Como en Trump y Bolsonaro, la catarata de mierda se presenta a sí misma como incorrección política, disrupción, rebeldía. Irreverencia que desafía el orden establecido. El cambio. ¿Y por qué ese cambio puede llegar a ser popular? Porque sobra angustia y, si no sordera, ineficacia.
Qué es privilegio, qué es derecho
Para proliferar, una idea tiene que entremezclarse con la vida diaria e ir pregnando las cosas y las acciones. La dinámica cotidiana por sí misma puede rechazar ciertos discursos. Hubo un momento en el que sólo Cecilia Pando hedía como la cloaca que hoy se ventila a diario. Hubo un momento en el que Mauricio Macri, como Carlos Menem, tuvo que mentir su programa real de gobierno. Pero, así como en un tiempo al tranco lo supo imponer Elisa Carrió, ahora la derecha va por detrás del camino que marca el neofascismo que se hace llamar libertario.
¿Qué pasa en nuestra experiencia práctica diaria para que hoy abunden los desangelados que hablan con el lenguaje de Javier Milei, Amalia Granata o Patricia Bullrich? ¿Por qué los derechos sociales y económicos ganados son repudiados como si fueran privilegios?
Esta no es una cuestión de mayor o menor pobreza o mayor o menor caída del poder adquisitivo o mayor o menor desocupación (aunque lo tres puntos incidan y mucho). Esta es una cuestión de desigualdad. Y no de la desigualdad más primaria y constitutiva del capitalismo, entre quienes tienen la manija y quienes tienen que vender su tiempo de vida para sobrevivir, sino de una fractura gigante dentro de la propia clase trabajadora.
En alguien que hace 20 años sobrevive sin tener aseguradas las vacaciones, menos que menos el aguinaldo, puede llegar a echar raíces un discurso que prometa bajarle los impuestos para “dejar de subvencionar a los parásitos”. Una persona que careció siempre de soporte para hacer una huelga o negociar un Convenio Colectivo de Trabajo puede llegar a percibir que hay una “casta” que no sólo es la “política”, sino también la de todos los que sí detentan sus derechos laborales.
Como nunca, tras casi una década de estancamiento, el odio tiene espacio para abrirse camino sobre la experiencia recelosa de quienes vivimos en esa fractura.
No es foto, es película
En promedio, desde 2003 a 2021 el 36,8% de los trabajadores estuvieron no registrados, según el Indec. En diciembre de 2021, esa cifra era de 33,1%. Si se suma a los monotributristes –el invento menemista de precarización infinita–, casi el 45% de todos los trabajadores están fuera del amparo de un Convenio Colectivo de Trabajo y lejos de la cobertura de las organizaciones sindicales.
Ese es el trazo más grueso de la fractura. En 18 años, prácticamente, esa brecha no varió. En la experiencia cotidiana de esa brecha se abonan los discursos de odio. Apuntan tanto a quienes sufren esa desigualdad no sólo en su presente, sino en toda su historia laboral.
Más duro es cuanto mayor es la pobreza. En los trabajos de menor calificación la fractura se agranda. En el promedio de los últimos 18 años, el 82,4% del servicio doméstico estuvo en negro, el 67,6% de la construcción, el 47,2% en hoteles y restaurantes, el 41,8% en el comercio. Esas cifras se modifican demasiado poco si se observa el promedio entre 2016 y 2021: 73,4% en servicio doméstico, 67,9% en construcción, 46% en hotelería y restaurantes, 40,5% en comercio.
Para las clases más empobrecidas, los derechos sociales y económicos que vienen con el empleo registrado –y que siguen siendo los ordenadores principales de la vida social– difícilmente puedan ser percibidos, mucho menos experimentados, como derechos. Hace casi 20 años que no los tienen. Esas cifras no son una imagen estática, son las narraciones de las vidas de casi la mitad de los trabajadores del país.
Esta realidad parece estar fuera del campo de visión del Estado. En plena pandemia, cuando se anunció el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) en abril de 2020, el gobierno nacional esperaba que se inscribieran tres millones de personas. Se anotaron diez millones y terminaron recibiéndolo cerca de nueve millones. Hubo gestos de sorpresa públicos. Upa, mirá toda esa gente cómo estaba.
El discurso de odio abreva en esa fractura. La prédica en contra de los impuestos tiene más correlato en la vida de un monotributista que la defensa de una paritaria nacional. El rechazo a las leyes de cupo laboral para cualquier minoría puede crecer en quien pasó la mitad de su vida laboral en la intemperie sin derechos. Hoy, para las clases populares, el odio es un suicidio colectivo, pero puede individualmente sonar mucho más razonable, y sobre todo cercano, que los últimos intríngulis de la interna oficialista.