Ir al podólogo es un regalo que me hago una vez al año, generalmente en diciembre, porque pienso que mis pies deben empezar suaves y pisar con placer el año que empieza.
Éste es un profesional con experiencia, al que llego por primera vez. Tengo el turno de inicio en la mañana. Toco el timbre, me hace pasar y me ofrece un asiento en la sala de espera, una habitación mínima abarrotada de objetos. La puerta del consultorio está abierta, alcanzo a ver una señora grande, que respira dificultosamente y se queja. Levanta una mano y refiere una emergencia, un dolor insoportable, una uña encarnada. A pesar de que llego a horario, no me queda otra que esperar. La señora me ha ganado de mano.
Me dispongo a acomodarme a la situación de espera. Hay vitrinas pequeñas que apenas dejan lugar para el silloncito apoltronado en el que me siento. Huelo a encierro y a humedad y escucho un rechinar de resortes bajo mi cuerpo.
—¡Dejo abierta la puerta para que el aire le llegue! –se asoma el profesional. Es cierto, viene cada tanto una leve caricia, un vaho que se agarra de mi cuerpo, pero se deshace y se retira antes de refrescarme. Me paro y observo las cuatro vitrinas y los objetos adentro y fuera de ellas, en exhibición impúdica, desordenada. Mis ojos no dan abasto. No reconozco casi ningún objeto, aunque de algunos puedo entender lo que son. Las herramientas y elementos se intercalan sin orden ni gracia. Quien haya puesto todo eso así, quiere causar un efecto de lectura sobre quienes esperan. Me acuerdo de la escenografía despojada de la obra de Griselda Gambaro donde el barbero le abre el cogote al cliente después de hacerle un servicio de barbería minucioso. Me doy a mí misma un escalofrío. Cada tanto se escucha un “¿duele?” estridente, y como respuesta un “nada, nada”, bajito.
—¡Si le gustan las cosas antiguas, le puedo contar la historia de cada una! –oigo apenas me vuelvo a sentar. Se me cruzan dos posibilidades de estar en la consulta: si digo sí, como en la obra de Gambaro, corro el riesgo de quedar atrapada en un diálogo que será casi un monólogo; si digo no, seré una maleducada.
—Tiene algo de la Editorial Castelví, donde trabajaba un tío abuelo –digo, con la esperanza de hablar sólo de libros. Me quiero ir, pero saco el celular y tomo nota de corrido. Elementos quirúrgicos y de podología de hace más de ¿cien años?; un tarro imitación campo de un dulce de leche marca Príncipe Humberto; Campanita, libro de lectura Inicial; Radiolandia 2000: Candy Vera, la seducción a dos ruedas; noticia enmarcada y colgada: “Hace 60 años se inauguraba el Cementerio de los Elefantes”; colgante tallado de San Benito, el santo de la cruz sagrada; un Ranser 550 A, y arriba de él, un cenicero; una plancha a carbón; una picadora de carne tamaño mini, con mecanismo de manivela; una pelela minúscula y un papagallo también diminuto; radios diversas de los años ’40 en adelante, muchas y de muchos modelos; dos “El alma que canta”; un papiro egipcio encuadrado y, a su lado, una foto recortada de un diario que dice al pie “El árbol de la fundación de Santa Fe en Cayastá”. Abanicos, uno japonés, y otro que tiene dibujado el lenguaje del pañuelo, con sus posiciones y sus significados. Cámaras fotográficas. Una libreta de anotaciones de Editorial Castelví. Una caja de café marca Colcafé. Un cassette del “Dynamo” de Soda, me pregunto quién lo habrá escuchado. Una pistola de cartera, pesada y oxidada. Me pregunto si habrá funcionado.
Ahora me toca, la señora se levanta con esfuerzo de la camilla. Al cruzar la puerta del consultorio me mira y me dice “estás con el mejor”, y le acaricia una mejilla al podólogo. Pienso que tendré que charlar de algo mientras estoy a merced del profesional. Tendré, como suele suceder con peluqueras o dentistas, una relación de intimidad circunstancial, consciente. Las manos sobre los pies, sobre las cabezas, sobre nuestras bocas. Imposible escaparse.