¿Existe tal cosa como el “aliado feminista”? Y, sobre todo, ¿se puede serlo sin sobreactuarlo?
¿Qué tienen en común un aliade feminista, un Montaner y un fanático de las criptomonedas? Que ninguno puede ser lo que es sin mostrárselo todo el tiempo al mundo. Bienvenides. Mi nombre es Belén Degrossi. Quizás me conozcan de otros éxitos como “El Chaquito se llenó de chetos” y “No traigas tu hije a mi fiesta”. Elijo comenzar esta columna con un chiste malo porque ese también es un privilegio que quiero darme: me apropio, en términos políticos, de la posibilidad de trazar una humorada que no te provoque siquiera una sonrisa. Durante siglos los hombres hicieron chistes malos y nosotras estuvimos obligadas a celebrarlos para que sus frágiles masculinidades no se vean resquebrajadas. Por una vez quiero saber qué se siente que todo el mundo te celebre incluso en la mediocridad.
Lo espectacular de esta intro es que podría usarla para hablarles de los tres temas que consumen mi tiempo: los aliados feministas, los Montaner y los fanáticos de las criptomonedas (a los que me gusta llamar “criptobros”). En mi mente, todas las categorías previamente dichas se solapan y quizás conviven en una sola persona: una suerte de hombre que se autodefine como “hipersensible y emocional” y que te quiere encajar una moneda llamada Jesucripto o Cristomoneda. En algún lugar del mundo existe. Y disfruta de comer papas con cheddar.
Hoy vengo a proponerles un falso debate en torno a una sola de las categorías, sencillamente porque prefiero exprimir el tema al máximo para producir así lo menos posible. Todos, todas, todes tenemos al alcance de la mano a un señor que se cree más feminista que la mismísima Rita Segato (aunque jamás la haya leído). Más feminista que sus compañeras, que su pareja, que su madre, sus docentes, las personas con las que trabaja o milita. Tan feminista que decide dar batalla en los lugares usualmente más visibles y más inservibles. Tan feminista que no soporta que nosotras y nosotres no seamos sorores con él. Tan feminista que, si pudiera, abortaría. Por solidaridad y por conciencia histórica. Porque sabe, en su fuero feminista más íntimo, que las cosas que importan son las que los hombres protagonizan y motorizan.
Siento que debo definir con precisión a qué me refiero cuando hablo de “hombre” porque no tengo ganas de comerme una doble o triple cancelada. Lo único doble o triple que me gustaría comerme es una hamburguesa ultraprocesada de esas que están salteadas en sudor humano de algún trabajador precarizado. Son mi debilidad, como todo lo que haya sido tocado por el capitalismo más salvaje. Pero vuelvo al tema que nos convoca: los hombres. De aquí en adelante, entiéndase por hombre a toda persona masculina de clase media, media-alta, cisgénero y heterosexual, blanco y probablemente académico (aunque no haya concluido los estudios y sea, como bien sabemos, un eterno diletante que haría llorar a Pierre Bourdieu). Sumaré dos detalles a mi entender determinantes: juega a la play y/o milita en algún espacio político partidario que se cree por encima del resto. Él era especial, único y sensible. Él no tenía problema de abrazar a sus amigos, porque su sensibilidad le permitía estar por encima de los comentarios y miradas que pudieran lastimar su masculinidad. Incluso, en algún cumpleaños o fiesta de guardar, podía llegar a vestirse de mujer para cosechar algunas risas porque eso no le parecía ofensivo ni, de nuevo, una amenaza para su masculinidad. Nunca le había pegado a una mujer. No tenía ningún problema ni con los homosexuales ni con las personas trans, ni con los pobres ni con las personas pertenecientes a los pueblos originarios. Jamás, sin embargo, iba a entablar amistad con ningune de elles. Eso probablemente no tuviera que ver con él, si no con circunstancias de la vida.
Frente a la potente avanzada de los feminismos populares de los últimos años, ese hombre se vio posiblemente amenazado. No en términos físicos, lo sabemos. Pero sí en términos simbólicos. Y es que nadie quiere renunciar a sus privilegios, ni consciente ni inconscientemente. Pero si hasta acá, además, se había conformado siempre con no ser parte del problema, probablemente no le gustaba ni medio que de pronto a priori tampoco lo consideráramos parte de la solución.
De esas primeras horas de la cuarta ola feminista recuerdo incontables conversaciones con mis compañeros cercanos que giraban en torno a las preguntas: “Y yo… ¿qué lugar ocupo?, ¿qué tengo que hacer?”. Lo que podía ser leído en términos de diligencia y humildad frente a un presente que no terminaban de comprender, también podía entenderse en términos más simples: no concebían movimientos que no los incluyeran, puesto que jamás se habían sentido excluidos. Y, sobre todo, deseaban ser maternados. Bien se sabe que el hombre blanco, heterosexual, clasemediero y académico disfruta de ser acompañado para realizar todas aquellas tareas tediosas que al resto del universo se nos imponen sin que se nos de la posibilidad de chistar. Ahora no sólo recaía sobre los hombros de las mujeres, las lesbianas, las personas trans y el sinfín de identidades el debate acerca de qué mundo queríamos y cuándo, cómo, dónde, con qué alianzas… también teníamos que buscarles a los chicos algo para hacer. Pienso en voz alta que quizás podrían haber tomado como ejemplo el camino de muches de nosotres y ponerse a leer, mirar documentales, asistir a charlas y capacitaciones, cuestionarse sus formas y charlarlo con amigos. Aparentemente, era más fácil ponerse a empujar todos los 8 de Marzo el debate acerca de por qué ellos no pueden ir a la plaza o la importancia de que nos sostengan las banderas porque ellos también las sienten como propias. Bueno chicos, lo vamos viendo.
Qué difícil es sentirse excluido, ¿no? Y qué raro que esas son las historias que a veces ellos más aman: las historias de superación. La del Joker, que termina vengándose de todo el mundo, como una suerte de metáfora del tendal de pibes que sufren ese mix de patriarcado y capitalismo en su adolescencia pero que después logran vengarse de quienes se rieron de ellos transformándose en versiones más perfectas de hombres patriarcales y capitalistas.
En algún punto, aquellas consignas que el feminismo nos entregaba sobre violadores, abusadores y femicidas les resultaron tranquilizadoras: allá salió el ejército de aliades a jurarnos que ellos nunca habían abusado de nadie (como si alguien los hubiera acusado), que los indignaban los Juan Darthes y Cacho Castañas de la vida (como si eso no tuviera que ver con ser, en definitiva, buena persona) y que ellos respetaban a sus madres, sus hermanas, sus compañeras. Aguardaban, creo, una cucarda. Algún tipo de conmemoración. La celebración de su valentía al sentirse buenos hombres, no sólo hombres. Sin pensar en que esas madres hace veinte o treinta años que son oprimidas, no ya por sus maridos, si no por sus propios hijos, condenadas a plancharles las camisas y cocinarles tuppers con milanesas por el resto de la eternidad. Sin entender que no alcanza con que no les peguen a sus novias, o que se coloquen un pañuelo celebrando la “revolución de las pibas”, a la que han aportado tan sólo algún que otro posteo y no mucho más.
Yo no puedo decirles qué hace falta de ustedes para que las cosas cambien. Pero aventuro una sola cosa: poner energía en gritar lo mismo que gritamos nosotras no parece estar funcionando. Si, en cambio, esa energía fuera puesta en… no sé, no compartir más fotos privadas en grupos de Whatsapp, no encubrir a amigos violentos, no hacer bromas sobre las personas trans o cuestionarse sus formas incluso a la hora de militar, probablemente los resultados serían otros.
Jamás vamos a decirles, y de esto estoy segura, que algo los hace “menos hombres”. Nunca nos va a parecer un escándalo que amen a Messi y se obsesionen con su pene. No es disruptivo, no es divertido, simplemente es. Y sus pinturas de uña, sus poemas estilo Bukowski y sus discursos sobre lo mucho que nos admiran no los alejan de Juan Darthes. A lo sumo, como mucho, los transforman cada vez más en una versión más aburrida de la masculinidad más frágil.