Por Susana Ibáñez
El ómnibus trepa la avenida para entrar a Paraná y el río se abre a mi derecha. Cuando se detiene en un semáforo veo, en la pared interna de un refugio en una parada de colectivos, un grafiti de tamaño desesperado: Maite, te esperé en la fuente. Debajo, en letra más pequeña, llamame, y un número de celular.
El mensaje me persigue. Lo veo cada semana y ya no sé si me ubico a la derecha para ver el río o para leerlo. Puede que sea prejuicio, pero imagino que alguien que lleva consigo un aerosol es un chico joven. Pienso también que han de conocerse poco, porque si el mensaje queda en un refugio es porque él no sabe dónde vive ella. Se vieron por primera vez en el colectivo, entonces, en ese refugio. Compartieron algunos viajes. La regularidad de los encuentros hizo innecesario el intercambio de números de teléfono: pensaban que ella iba a estar ahí, que él iba a estar siempre ahí.
Quedaron en verse más allá del viaje, en una fuente, acaso la más cercana a esa parada y en un fin de semana. Pero ella no fue. ¿Cuánto la esperó? Él caminó hasta el refugio, porque ella pudo haberse confundido, pudo haber pensado que se verían ahí. Pero no estaba. Nunca llegó. ¿Llovía? Él supuso que la iba a encontrar en unos días en la parada, como siempre, pero Maite nunca más tomó ese colectivo a esa hora. El grafiti fue el mensaje más directo, entonces: si pasaba por ahí, si alguna vez volvía a tomar un colectivo, si le quedaba un resto de interés en el compañero ocasional de asiento, entonces lo llamaría.
Vivió esa espera como quien se asoma a un abismo. De a poco el ahogo se fue disolviendo junto con la esperanza de volver a verla y el miedo a que nunca más nadie llegue a su vida. Unos meses después apareció otra chica y el celular siguió ahí, expuesto, impúdico, para cualquiera que quiera hacer llamadas de broma. El número dice mucho: que él no se resigna, que no le importa lo que digan, que la espera. Pero Maite cambió su rutina a propósito. Pasa en otro horario por ese lugar, en un colectivo de otra línea, ve el mensaje y aparta la vista. Ruega no volver a encontrarlo. ¿Cómo le explicaría el plantón, el desprecio súbito?
Puede que haga años que el grafiti revela su número en el refugio. ¿Cada cuánto se pintan los refugios en Paraná? Él tendría que haberla olvidado ya. A lo mejor ella se mudó a otra ciudad junto a otro río y otras fuentes. Él nunca usó el fondo de su aerosol para tachar el mensaje. Lo dejó en la mochila que ocultó en el fondo del placard. Lo lee a veces, cuando pasa en la moto —que se compró hace poco— o cuando toma un helado con su flamante novia en las mesas pringosas de la vereda de enfrente. Su chica no sabe de Maite y él no piensa contarle.
A veces se pregunta si no será mejor tachar ese número, porque su novia algún día puede darse cuenta de que es su celular, pero no lo hace. Lo echa a la suerte: si ella se enoja y lo deja, habrá sido por algo mucho más grande que lo que tiene hoy con ella, por una conversación interrumpida antes del primer beso, la única relación perfecta que tendrá en su vida.
También puede que Maite haya estado en cama por unos días y que se hayan encontrado al poco tiempo para reírse juntos del desencuentro y del mal rato que, sin querer, ella le hizo pasar. Se habrán abrazado. Todo habrá estado bien por un tiempo. Pero no, no creo que haya pasado así. Por alguna razón siento más cercano al mundo de las posibilidades que él lleve a su novia a esa heladería, que después se suban a la moto —se ríen, se besan—, y que al pasar frente al refugio él siempre piense que con Maite todo, todo habría sido mejor.