“Anatomía de un escándalo”: una miniserie que se centra en un poderoso funcionario acusado de violación.
Se pueden cruzar en uno de los pasillos de las oficinas en las que trabajan. O encontrarse en el departamento de cualquiera de los dos. En un hotel, también. Si se pasaron de copas, el desenfreno puede ser mayor. Son amantes y parten del juego de la seducción para no demorar en arrancarse las prendas. La atracción, la pasión y la libertad total para desgarrar camisas, levantar polleras y romper la ropa interior mientras las manos presionan el cuerpo del otro o la otra. En esas circunstancias media el deseo. No hay nada que explicar, todo está justificado. Estas características pueden componer el cuadro de una típica escena de sexo en el cine o la pantalla chica. Es una representación casi clásica que, con algunos matices, sintetiza una semiosis estandarizada en torno a los encuentros sexuales. Ahora bien, ¿qué sucede si ese mismo encuentro es narrado de otra forma?
En términos de construcción de una escena al hilo de una determinada narración, aquella pulsión puede habilitar el erotismo y hasta el placer. Sin embargo, esa situación no equivale a que el sexo sea consentido (y, por favor, dejar de lado el concepto de “hacer el amor”). Entonces, si el mismo acto se cuenta de otra forma, aquello que se naturalizó como apasionado –a fuerza de repeticiones en el registro de la industria audiovisual– puede ser comprendido como una violación. En ese terreno poco firme, casi sutil, se ubica gran parte de la estructura de Anatomía de un escándalo (Anatomy of a Scandal, 2022. Netflix). Esta miniserie británica (seis episodios son más que suficientes) se ubica por estos días entre las más vistas en la gran plataforma del streaming (lo cual no la constituye como una gran obra, sino en un mero éxito). Todo comienza cuando se hace público el affaire que el ministro James Whitehouse (Rupert Friend) mantuvo con una colaboradora, Olivia Lytton (Naomi Scott). Rápidamente, la prensa se hace eco del escándalo político, los operadores comienzan a activar las declaraciones y el primer ministro del gobierno respalda a su funcionario. La esposa Sophie (Sienna Miller) soporta la infidelidad pese a todas las preguntas que le espeta al marido. Para ella, será el comienzo de una etapa de transformación en su vida.
Pero el asunto se agudiza cuando la abogada Kate Woodcroft (Michelle Dockery) lleva a los tribunales al propio James a raíz de la denuncia de violación que realizó la joven Olivia. Para la familia Whitehouse, el poder gubernamental, los medios y el sistema judicial la bomba es más que potente. En esta instancia, el varón proveniente de una familia rica, egresado de una prestigiosa universidad y amoroso esposo y padre podrá haber cometido algún exceso en sus años juveniles, pero violar a una mujer nunca. Tal es el fundamento sobre el que apoya su defensa. ¿Será capaz James de pensar que sí ha violentado a una mujer sin saberlo? O más bien, ¿podrá aceptar que lo que él considera atracción fatal es violencia machista?
En esa senda argumental, las mujeres se vuelven las verdaderas artífices de la trama al promover las preguntas y los cuestionamientos, así como al identificar que las libertades privilegiadas de la alta sociedad supo moldear hombres abusadores. Y que su condición de clase y de género les ofrecía la suficiente protección e impunidad para violentar. A lo largo de los capítulos, la idea del abuso, el acoso y la violencia sexual se apodera de la atmósfera como sospecha, como certeza y como negación.
Sobre la base de la novela escrita por la periodista Sarah Vaughan, Anatomía de un escándalo (esta es la primera entrega de sucesivas temporadas con otras historias independientes) entrelaza las telarañas del poder con las vidas personales de sus personajes, a caballo de la emergencia del pasado en el presente. El relato, a propósito, se nutre de efectos especiales para retratar los años universitarios de los y las protagonistas y, así, poner en crisis las verdades del presente. Las dos décadas que median entre el antes y la actualidad se contraponen de la mano de la fotografía, la iluminación, el sonido y un recurso bien aplicado: exponer el mismo hecho con dos versiones diferentes (no es lo mismo sujetar y penetrar a una mujer si ella aceptó o si no lo hizo). Eso
determina que la serie explote de buen modo el nudo dramático en un ensamble de suspenso e intriga.
A propósito, las actuaciones y la dirección de S.J. Clarkson (también detrás de cámara en la miniserie Collateral) resultan muy efectivas y eficaces a los fines de poner en discusión el consentimiento (decir sí o no) como legitimación de una relación sexual (no la pulsión del deseo). Y lo que no es un detalle: la masculinidad construida sobre la base de la (in)moralidad que supone asumirse el más astuto de la banda gracias al poder que confiere el dinero y llegar al punto de responsabilizar a su víctima.