No nos engañemos más: no hay nada más hermoso que discutir, por el simple placer de hacerlo.
Un meme que se ha popularizado mucho en el último tiempo es el que se construyó sobre la imagen de un señor sentado en una plaza con un cartel que dice “discutiré con quien sea sobre lo que sea”. Es hermoso. Se advierte un poder de síntesis en esas breves palabras que es envidiable, y probablemente el motivo de su éxito y su circulación. Discutir, por el puro arte de hacerlo, sin querer llegar a ningún lado, es una de las cosas más bonitas y maravillosas que pueden pasarnos. Quizás sólo pueda superarse por el acto de chapar y el de comer una milanesa perfectamente ejecutada a la salida del colegio. El problema, queridos lectores, es que no sabemos discutir.
De seguro les resulta familiar lo que les voy a decir: ¿conocen ese hormigueo, esa inquietud, esa ansiedad que nos envuelve cuando avizoramos que en breves instantes vamos a tener que discutir con alguien? Nos agarra desprevenidos, a veces. Es como un sentido arácnido desarrollado en asambleas y asados familiares. Es la energía que nos embarga en el momento previo a decidir si vamos o no vamos a meternos en una discusión. Es casi como tantear el agua de la orilla para saber si el mar está lo suficientemente fresco como para disfrutarlo y que no se nos congele la pezonera.
A veces es cuestión de conocer los bueyes con los que se ara. En medio de una reunión familiar, cuando apenas hemos terminado de digerir el almuerzo y el vino está empezando a hacer efecto, sabemos que es de esperar que ese tío al que nadie quiere pero que por culpa todos seguimos invitando suelte su característico “esto, con los milicos, no pasaba”. Saliendo de su boca, el “esto” en cuestión es una categoría que engloba cualquier verdura que a él se le ocurra y que por esos días lo tenga ofuscado. La crisis de la selección mayor de futbol, la inflación, algo que las feministas rompieron esa semana, una película en la que Robert de Niro actuó mal o el nuevo corte de pelo de su sobrino que incluye un rapado furioso y un mechón lila similar al viejo matizador que usaba la nona. “Esto con los milicos no pasaba” es un viaje hacia el negacionismo revisionista que invita, entre otras cosas, a otros grandes debates de sobremesa que se termina configurando en una avanzada de reproches y golpes bajos personalísimos. Subyace la probabilidad (a la que miramos con esperanza) de que el tío no quiera venir más a almorzar. Esto nunca sucede.
Estas discusiones son estériles, y por lo tanto aburridas. Lo único que puede salir de ahí es una diputada que proponga la vuelta del servicio militar obligatorio que, como ya vimos, se sostiene menos que un conogol de chocolate y maní guardado en la guantera de un Fiat Duna, estacionado en Salvador del Carril un domingo de enero a las 3 de la tarde. O sea, nada.
Pero, qué difícil no discutir, especialmente cuando sabemos que tenemos la razón. Y que hermoso es quedarse en silencio, sin intervenir, sin gastar energía, con la sensación inequívoca de que lo que están diciendo a nuestro alrededor son puras patrañas. Ah, el aire de superioridad que nos envuelve cuando nos corremos de una discusión que en nuestra mente hemos ganado. Nos mejora la piel, el tracto intestinal, el autoestima, la economía. Creernos ganadores de una discusión es, en términos millennials, todo lo que está bien. Que cómodo, que conveniente, que fresco es tener siempre alguien a mano que sea peor que nosotros, más tonto, más facho, más oscuro, más todo. ¿O no que nos hace sentir mejores personas?
Así que probablemente a ese tío lo sigamos invitando a almorzar porque él es nuestro faro moral. Él nos marca siempre la cancha, los lados correctos e incorrectos, lo progre y lo rancio. Nos dejará por siempre la sensación de que nosotros estamos viendo algo que él no ve. Y que natural es sentirse a gusto siendo superiores.
El problema reside en discutir con alguien a quien no le tenemos contados los tiempos ni desglosadas las ideas. Esa es la disputa que más suele interpelarnos. Es meternos, incluso, donde no nos llaman. Es hacer de la cola del cajero automático un panel de televisión, del cumpleaños de tu sobrina una sesión de la cámara de diputados. Ahí es donde tenemos que poner en práctica todo lo aprendido durante los eternos años de canal América. Que es mucho, porque si hay algo que este país produce (además de soja polémica y opiniones a troche y moche) son peleas teatrales e inolvidables.
Nuestra actitud ante la vida parece ser un eterno ponerse a la defensiva preventivo. Siempre, sin dudar, partimos de la base no sólo de que el otro no opina como nosotros, si no que además está dispuesto a hacer de esa opinión una disputa. Podríamos andar por la calle con una cucarda que diga “lo voy a discutir todo”, y nadie podría alarmarse. Por algo la autora de la frase es, después de todo, una de las personas más amadas de la Argentina. Entre otras cosas, claro.
Así, dispuestos cual boy scouts de las discusiones a saltarle a la yugular a quien sea, donde sea y cuando sea, recorremos la vida en búsqueda del vértigo que nos provoca como pueblo y como colectivo el poner todo en riesgo por un par de comentarios fuera de lugar, y le llamamos a eso “libertad de expresión”. Y decimos las sandeces más estrafalarias en pos de alcanzar lo que consideramos que son las verdades máximas y que, además, son las nuestras. De vez en cuando la vida nos pone en frente, sin embargo, a alguien que está a nuestro nivel. Incluso por encima. Y ahí, con hidalguía, nos aferramos a otra de las máximas que la televisión nos ha heredado: la de apelar al arrepentimiento. “Usted se tiene que arrepentir de lo que dijo” es probablemente la frase más perfecta que alguna vez se esbozó desde las pantallas de esta nación. No alcanza con entender la existencia de posturas antagónicas. No alcanza con que el contrincante nos respete. No alcanza siquiera con que nos pida perdón: necesitamos humillarlo. Precisamos que se arrastre por el piso, al borde del llanto y el delirio, arrepentido.
Si el conflicto escala y no queremos llevarlo al plano físico (aunque la televisión nos haya llenado de movimientos que podríamos aplicar en tal caso) es importante que recordemos algo: los golpes bajos están permitidos, aún cuando estos solo se den en el plano retórico. Es decir, no nos sintamos culpables por expresar todos los prejuicios que tenemos de nuestro contrincante. Recordemos que él o ella o elle se subió al ring con los mismos recursos a disposición que tenemos nosotros. Tanto para causar dolor como para provocar en el otro cierta pena o lástima que le haga bajar la guardia, debemos utilizar todo lo que se nos ocurra. Es sabido, en el 99% de los casos todo lo que se dice en el fragor de la discusión se pierde en el aire. Un 1% deriva en demandas o cartas documentos. Me gustan esos números.
Es importante también tener aliados. En todo grupo social debe haber al menos una persona que esté dispuesta a reírse de todos nuestros comentarios irónicos y a asentir desde un rincón, dándonos coraje, erigiéndonos como la persona que porta todas las verdades en esa disputa. Usualmente se trata de ese amigue o hermane sacacueros que vive y se alimenta del puterío. Las Macerlas Tauros y Luises Venturas que todos y todas tenemos en nuestras familias, nuestros trabajos, nuestros grupos de amigos. Es la persona que, además, nos escuchará horas después repetir una y otra vez hasta el hartazgo las frases “ya fue, ni me caliento, si siempre fue así, es al pedo abrir la boca” seguida de un contundente “pero igual, ¿sabés que es lo que más me molestó?”. No, no son incompatibles. Ambas posturas son necesarias. ¿Para qué soltar una discusión cuando podemos vivir en ella eternamente?
Y llegado el caso, a muchos nos motiva una sola cosa: ganar, por el placer de robarnos la victoria. Recurrir a los peores métodos y estrategias, porque la contienda lo vale. Convertirnos por unos minutos en las peores versiones de nosotros mismos. Y asegurarnos, en ese momento, que nos evitaremos la peor escena que puede vivir un ser humano: la de encontrarnos días después, desnudos en la ducha, en situación de baño y vulnerabilidad, teniendo una epifanía sobre las mil maneras en las que podríamos haber respondido para ganar de una vez y para siempre esa discusión.