Por Victoria Stéfano
Estoy cansada. Ofuscada. Harta. Pero ¿quién no lo está a los 30 cuando tiene que sostener un estilo de vida apenas decente con 17 trabajos distintos, poco sexo, mucho drama y encima tener que salvar al mundo?
Es domingo a la noche, estoy comiendo chupetines como si fuera la última vez, sentada sola en la computadora con mi casa totalmente en silencio y las ventanas abiertas por donde se cuela, además de mosquitos, el sonido de los autos de la siempre transitada calle Francia.
No tengo cabeza para pensar en la ley, ni en su cumpleaños. Todo fue tan rápido y poco satisfactorio en estos diez años que no puedo transmitirles en este texto ni alegría, ni fe, ni esperanza, o quizá sí. No lo sé. Hagan el esfuerzo por fingir que sí.
Tengo que empezar diciéndoles que en lo que a mi respecta, y en cuanto a la experiencia internacional disponible, la derecha está siempre al borde de arrancarnos cualquier pequeño ápice de dignidad, así que como la adulta amargada que soy lo único que les puedo decir es disfruten, disfruten mientras puedan mis pequeñes, porque todo lo que conseguimos puede ser borrado y de un plumazo.
Así que sí, es importantísimo celebrarnos, porque ahí reside nuestra enorme diferencia de los sistemas normativos que nos han castigado y marginado históricamente. En que jamás, ni siquiera frente a las más cruentas vejaciones perdimos la fiesta que solamente nosotres sabemos vivir.
Dicho esto, se que esperan el pequeño relato personal sobre que fue la LIG para mi. Asi que ahí voy.
No recuerdo exactamente el día de la aprobación. Mentiría elegantemente diciendo que seguí los debates hasta la madrugada y que tenía la intención de estar en el Congreso para vivir la aprobación. Nada más lejos.
Había terminado el colegio hacía algunos meses y realmente no tenía un futuro visible. Como otras tantas veces me había alejado de la militancia por la saturación, igual que ahora. Diez años después, distintas razones, mismo mood.
Por ese entonces la prostitución ya había llegado a mi vida y yo intentaba encontrar una carrera, un amor, un salvavidas, un norte. Todo eso que se llama pulsión de vida.
Si recuerdo mucho mejor la promulgación de la ley y el acto cuando CeEfeKa, en ese momento presidenta, entregó los primeros ejemplares de documentos rectificados a activistas reconocidas en un acto que se sentía como una enorme reparación.
Siempre se me hizo inseparable la carga emocional implicada de los hechos fácticos. El Estado que nos había perseguido, excluido y diezmado, ahora era encarnado por una mujer, y en ese marco por primera vez comenzaba a llamarnos por nuestro nombre. Nos reconocía.
¿Y qué mierda queremos más que eso? Que nos reconozcan. Que nos validen. Que nos abracen.
Sí me preguntaban hace 10 años si me imaginaba que mi vida iba a ser esta, les hubiera respondido que no. En ninguno de mis futuros posibles existía la posibilidad de convertirme en comunicadora, de trabajar precarizadamente en el Ministerio de Cultura de la provincia, o de estar profundamente enamorada de un pibe trans. Pero ese drama no es para este capítulo.
Si hay algo de la LIG que no se puede medir en números es precisamente esto. El horizonte incalculable de posibilidades que abrió para nosotres. Fue una herramienta de reestatización de los sueños. Una expropiación popular de la esperanza.
Con 20 años me tocó decidir qué era lo que quería para el resto de mi vida. Por primera vez esa decisión era mía. Esa fue una de las enormes posibilidades que nos dio la ley de identidad de género, la autodeterminación, la soberanía.
Fue en ese momento que decidí que quería seguir formándome, que quería seguir una carrera en el nivel superior y qué también quería poner a disposición las herramientas que tenía y las que iba a tener en pos de seguir ampliando derechos para toda mi población.
Empecé lo más pronto que pude la rectificación de mi identidad, y lo más pronto fueron meses, porque una mañana, después de toda una odisea por un poco de atención a la salud, había tirado mi documento por la ventanilla de un colectivo.
Y esto quiero que se entienda: lo había tirado no porque no lo necesitara, sino porque no quería que nadie más lo vea nunca.
Ese documento tenía una foto y un nombre que no me identificaban, y un género que yo tampoco sentía propio. Para mí fue un acto de real libertad deshacerme de ese pedazo de plástico que me parecía tan aborrecible.
El ejemplar de reposición finalmente llegó en octubre, después de mi cumpleaños, y me acerqué al Registro Zonal número cinco y solicité la rectificación de mi partida de nacimiento con los nombres que había elegido.
Esos nombres eran dos. Antonella, que era un nombre que yo ya usaba desde los 15 años, que me habían puesto un grupo de amigas porque estaban hartas de llamarme por el nombre qué me había puesto mi mamá.
Y el otro nombre era Victoria que lo había elegido durante mi último año de escuela mientras aprendía sobre historia reciente, más específicamente sobre la historia del peronismo, y la docente nos había hecho escuchar el discurso de Eva perón a los descamisados el 17 de octubre de 1951, donde ella decía textualmente “Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón, y la bandera de mi pueblo. Y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre, y lo llevarán como bandera a la victoria”.
Discurso que me definiría de muchas maneras, no solamente por la figura de la mujer que lo sacrifica todo en pos de lo colectivo, y se mantiene de pie estoicamente hasta la muerte, sino por lo que representa en la historia afectiva de nuestro país. Y porque soy, como Eva, una fan de mis novios.
En ese nombre se sintetiza toda la tradición peronista familiar, fundada en la pobreza, y a la vez la celebración de una nueva vida, que pensándolo bien empieza hace apenas diez años.
Mantuve el apellido que siempre tuve, mi apellido paterno, Stéfano, que también da cuenta de otro proceso histórico que forma parte de la historia.
En particular tiene que ver con las enormes migraciones producidas durante el siglo XIX y XX y la llegada de europeos empobrecidos a las zonas rurales santafesinas, más específicamente a San Javier, qué es donde tiene origen mi árbol genealógico, en una repartición del pueblo moqoit, mejor conocido como mocoví, qué es básicamente la identidad que me atraviesa el rostro, que me atraviesa la piel, que me atraviesa todo el cuerpo.
Una mañana de diciembre, la mañana del 29 de diciembre de 2012, llegó un muchacho joven a mi casa, en bicicleta, con un bolso grande con las insignias del Correo Argentino y pregunta por Victoria Stéfano, y fue la primera persona en mi vida entera que me llamaba por el nombre que yo había elegido.
Y ya no hubo vuelta atrás. A diez años de eso me pongo a revisar cuál fue mi devenir histórico a partir de ese momento, y puedo decir que no cambiaría absolutamente nada de lo que pasó.
En 2014 empecé a cursar mi primera carrera en el nivel terciario. Me equivoqué dos veces más hasta que encontré la comunicación y decidí que esa iba a ser la profesión que me mantuviera pobre por lo que me reste de vida.
Casi que no volví a renunciar a la militancia desde ese entonces. Llevo poquito más de una década haciendo de cada lugar que habito un espacio político.
Y tan mala decisión no fue, porque con el tiempo, un día, esa incomprensible necesidad de hacer el mundo mejor para gente que no conoces y que no te lo va a agradecer - seguramente cimentada en alguna carencia infantil - me devolvió algo, en forma de ternura, una ternura radical.
Eso que te hace “entender cómo utilizar la fuerza como una caricia” como escriben Dani D’Emilia y Daniel B. Chávez. Entiendo que es una concepción compleja. Pero claro. No se puede definir a la ternura radical. No hasta que un enano trans de cinco años te dice que te ama. Recomiendo, sana al alma.
Nos quedan pendientes muchos saldos. La reparación histórica, plenos derechos a las niñeces trans, la salud, el trabajo, la educación. Pero hoy elijo que nos paremos desde acá a ver el camino recorrido y las posibilidades aquí presentes.