*Por Marta Coutaz
Mi abuela Rosa Josefa era una católica devota. Menuda y de paso ligero, vestía casi siempre de negro. Las tardes de domingo nos llevaba de paseo, a mi hermano y a mí, al cementerio de la pequeña ciudad. Bajo el sol de la siesta, caminábamos más de veinte cuadras. Por entonces, yo tenía unos cinco años y para molestarla empezaba a renguear. Eso la enojaba, porque sabía que mi renguera era falsa. Pero yo insistía. Pensaba que la gente me miraría con lástima al cruzarnos. Tal sentimiento me alentaba, con malicia infantil. Al llegar a destino, la dolencia inventada se desvanecía. Correteaba entre las tumbas, espiando alegremente las fotografías amarillentas de las lápidas. Los panteones, en cambio, no me gustaban. Los veía tan grandes como una casa. Y me intimidaban los altos ángeles que los coronaban. Sobre todo, si tenían trompetas. Temía que alguna vez sonaran, aunque fuesen de piedra.
Un día doña Zulema, vecina de mi abuela, le dijo que tenía un regalo para mí. Alcancé a escuchar la conversación que sostenían en la vereda y me inquieté. ¿Qué sería? La casa de doña Zulema estaba repleta de adornos. Las pesadas cortinas remataban en borlas de seda color dorado. Las alfombras ostentaban grandes flores peludas. La tetera era de porcelana celeste. Había fuentes y cucharitas de plata brillante. Las estatuas coloridas de su jardín tenían formas distintas. Algunas eran duendes, patos o cisnes. Había también unos honguitos pintados, que servirían de paraguas a las hormigas creía yo.
Esa misma tarde recibí el regalo, envuelto en papel de diario.
—Esta es tu santa, Martita –dijo Zulema.
—Guardála siempre –dijo mi abuela. Y me hizo la señal de la cruz sobre la frente.
Era una imagen de Santa Marta. Pensé que podría ser una ofensa traer una virgen envuelta en papel de diario, tan ordinario. Traté de desenvolverla con respeto. Traía un bracito averiado. A sus pies dormitaba un dragón, manso.
—Yo también voy a vencer al dragón –decidí en aquel momento.
Pasaron varias décadas y todavía la conservo. En una caja, porque no creo en los altares. Hace ya un tiempo, un buen amigo me regaló un libro. “Autobiografía de Irene”, se llama. De Silvina Ocampo. La protagonista es Irene Andrade. Veinticinco años y cree que está muriendo. En su agonía (imaginaria, como mi antigua renguera) recuerda algunos objetos que fueron claves durante su infancia. Entre ellos, una pequeña virgen que su madre le regaló. “Recuerdo que se quejó del precio, porque estaba averiada. La trajo envuelta en un papel de diario”. Cuando leí ese párrafo, el libro (que resultó extraordinario) se me cayó de las manos.