Nuestro país produce soja, carne y chimentos. Uno de esos rubros no está debidamente explotado.
Tengo un conocido que siempre se está peleando con alguien, pero nunca me queda muy en claro con quién. Su enfado es tan constante, permanente, elocuente y público, que a estas alturas me da miedo preguntar. Un día va a estar enojado conmigo y yo no me voy a enterar. Vive ventilando sus rimbombantes frases enigmáticas en sus redes sociales, con la soltura de Morena Rial y los argumentos de quien se defiende de algo aún antes de que lo acusen. Es espectacular. Es como vivir con una especie de Yanina Latorre cercana, una rara raza de caniche toy que desde el interior del patio vecino te mira con desconfianza y bronca siempre a un tarascón de distancia.
Este fenómeno es sólo posible porque desde hace décadas, en la matriz del pensamiento argentino, se instaló un prisma por el cual miramos al mundo (y creemos que el mundo nos mira): todos, todas y todes somos potenciales chimenteros. No sólo consumidores del chimento como tal, si no también productores y reproductores del mismo. Ustedes dirán que el chimento y el cotilleo existen desde que por primera vez dos mujeres se sentaron a coser a la luz de una vela y empezaron a pasarse información en un susurro casi inaudible. Quizás la génesis estuvo más atrás, entre dos compañeros de caza que en las largas horas de caminata en búsqueda de un mamut comenzaron a pasarse información sobre la tribu vecina, a falta de mejores temas para charlar. No discuto en mi historización el momento fundacional del chisme. Digo, con total certeza, que hay un fenómeno que es posterior: desde hace un par de décadas, todo en este país es un gran chisme del que no podemos (y francamente no queremos) salir.
Toda disputa, discusión e intercambio se da en los términos aprendidos durante años de Canal América y Azul Televisión. A mi me cuesta mucho discutir sin largarme a llorar. Y cada vez que debo hacerlo, recurro a pensar “¿Qué haría Moria Casán en mi lugar?”. La respuesta siempre es simple, y está a flor de piel, porque la referencia es eterna. Año tras año Moria ha protagonizado las más candentes y eclécticas discusiones televisivas, con la lengua filosa y la actitud a la defensiva que la transforma en un ícono no ya solamente de las pantallas, sino de la construcción del discurso que nos hermana como país.
Con todo esto quiero decir que aquello que para nosotros es natural, en otros lugares es una rareza. El reciente embrollo de Shakira y Piqué me sirvió para darme cuenta de dos cosas: la primera, que siendo Shakira nunca perdés (ni en un divorcio); la segunda, que el periodismo de chimentos internacional tiene un nivel bajísimo. Una trama que incluía a la mayor cantante de habla hispana del mundo pop y al histórico capitán de la selección de fútbol española apenas si les alcanzaba para llenar dos horas de televisión. Y lo sé porque escuché ese tiempo de un podcast denominado “Mamarazzis” que en teoría se dedica a hacer este tipo de contenido. ¿Saben de qué hablaban? De lo googleable. No hubo esfuerzo de producción.
No tuvieron una Mercedes Ninci que revisara la basura de Shakira en vivo buscando respuestas, más no sea si separa la basura seca de la húmeda, incluso si tomó Activia en las últimas semanas o se hizo una mascarilla en el pelo. No teníamos una Yanina Latorre amenzando con mostrar las nudes de Piqué, un Ventura revoleando un VHS, una Marcela Tauro diciendo con total convicción que su información es verídica porque tiene tres fuentes “que se chequean entre ellas”. El nivel de esas dos horas de radio que escuché eran tan bajo que sentí pena no ya por los hijos de Piqué y Shakira, que la deben estar pasando mal porque tienen un papá bastante pánfilo, sino por el pueblo español todo. Entre las cosas que nos robaron, se ve, no pudieron robarnos la fantasía.
Juzgaremos después si no era preferible quizás que nos hubieran robado eso antes que, no sé, YPF.
Antes de que me salten a la yugular desde las tribunas del buen vivir y las excelentes costumbres: si, el periodismo de chimentos es probablemente una de las peores cosas que le ha pasado al periodismo en general, y puede llegar a arruinar vidas si se lo propone. No quiero aquí decir que estoy a favor de Yanina Latorre. Quienes me conocen saben que esa simple afirmación me ofende. Quiero decir que Yanina Latorre ha perfeccionado sus reprochables formas, al punto de transformarse en la máxima exponente de su periodismo espectáculo. No, no me confundí. El periodismo de espectáculos como tal ya no existe. Existe este híbrido de paneles de televisión que hablan de gente que sólo ellos conocen, pero que te harán conocer, y a quienes le diseccionarán la vida hasta encontrarle sus peores miserias. Es en todo caso un periodismo espectacular, un eterno golpe de efecto con escenografías saturadas de color e información, graphs mal redactados y gente que grita a toda hora agitando celulares y develando sus fuentes al aire, porque total ya fue todo.
En algún momento, entre los recortes de presupuesto y la inesperada pero entendible crisis de nuestro oficio, todo en la tele se transformó en un gran programa de chismes. Ya no importa si hablamos de Tini Stoessel, un trapero que se llama Raid Plantas o el mismísimo Marcos Peña: todo se da en el mismo tono, con la misma seriedad y profundidad. Mentira. De Marcos Peña no hablamos. Nadie sabe dónde está. Probablemente retornará el año que viene con cara de “yo no fui”, más frases hechas y el rostro aún más joven y sexy.
Esto explica, entre otras cosas, porqué tantos personajes mediáticos dan el salto a la política y porqué tantos políticos buscan tener algún que otro affaire mediático. El mismo Milei, que me aburre más que chuparle el bigote a Aníbal Fernández, podría ser un personaje del mítico ZAP! De Polino. Y a nadie le sorprendería.
Incluso las tramas más complejas de la geopolítica internacional se explican con la liviandad y el peligroso reduccionismo de quien lee dos frases que comparte Analía Franchín en sus historias de Instagram y que indican una posible separación con su marido. Nuestra derecha nacional, vieja y vetusta para todo lo demás, no ha tenido problemas para subirse a la LuisVentura-Neta y transformarse en esa mímica de lo que solía ser. A veces pienso que si el pabellón de los Mitre que reposa en el cementerio de La Recoleta se despertara por un segundo, volverían a morirse al ver en qué se ha convertido el diario La Nación.
Y yo sé lo que van a decir: este es buen momento para hablar de Viviana Canosa. El problema es que lo único que me aburre más que Viviana Canosa es la gente que la consume para indignarse. No podemos dejarla estar. Habría que adoptar con ella la postura que yo adopto con todo lo que se me rompe en mi casa: lo ignoro, lo tapo con un calendario con fotos de perritos, y me olvido de eso hasta que años después viene a perseguirme en forma de compromiso ineludible al que debo ponerle plata con urgencia. O, en el caso de Viviana, hasta que se convierta en primera dama o senadora nacional. Creo que ella apuesta más a la primera. Pero como no la miro, no me termino de definir.
Así que esto es lo que hemos aprendido esta semana: chimentos hay en todos lados pero ¿fantasía? Eso sólo sabemos venderlo nosotres. Algo que podríamos exportar junto con soja, maní y maquinaria agrícola para conseguir las divisas que no están haciendo falta. Una propuesta que, creo, al nuevo Ministro de la Producción le va a interesar. Sin ir más lejos, él es desde hace tiempo un poco político y un poco celebridad.