Ya sabemos que los niños no se espantan con la muerte y les fascina aventurarse en espacios laberínticos y llenos de objetos, como las jugueterías y los museos. Mientras hacemos turismo local y curioseamos edificios del casco histórico, voy respondiendo las preguntas de mi hijo sobre quién es Juan de Garay, por qué Jesús está colgado en la cruz, o cómo atacó el tigre a los franciscanos.
Observamos el cuadro del ataque y pasamos la mano sobre la madera hendida por las garras del animal. Desde hace unos años está cubierta por un vidrio. Puedo replicar en mis dedos esa magia rugosa, esa irrupción del pasado que domina y se hunde sobre la carne. El zarpazo domina, se hace cosa, fetiche. Decimos: acá está lo que puede la naturaleza, la que viene del río desbordado, la expulsada de su propia orilla. Entra como si el agua fuera la que entrara, sin permiso. ¿O es la historia, escrita en un pliego y expuesta en la pared, resguardada por otro vidrio, la que afirma la verdad? ¿O es el cuadro colgado frente a la mesa, arriba, que miramos con nuestros cuellos quebrados, abriendo los ojos como los abre el fraile que recibe el zarpazo de la criatura enroscada, deforme y amarilla?
No sé qué habrá evocado Borges cuando escribió sobre el amarillo oro del tigre en su poema, que es al fin y al cabo un poema sobre la pérdida del amor (Oh, un oro más precioso, tu cabello/ que ansían estas manos) más que sobre la imposibilidad de la visión. Yo imagino del animal su sonido y su olor, y los gritos sonando en la noche, y los dos disparos. El primer disparo, dado por un indio. El segundo, por un vecino. Después, nada.
En el final del recorrido en el museo franciscano están los muñecos de cera, las réplicas de los constituyentes de 1853. Ocupada en mirar al detalle los cuadros de los angelitos arcabuceros peruanos, pícaros y llenos de vida, floridos y armados, con infinitos metros de tela por vestidos, y la virgen cuzqueña de la leche, cuya teta rezuma dos gotas blancas frente al rostro del niño, me olvidé de advertirle a mi hijo.
Cuidado, mamá, que parecen de verdad esos señores. Apenas los vimos, se me volvió a meter en el pecho la víbora del susto, como cada vez que veo las réplicas de cera, esa sensación de trencito del horror, que te atrapa y se te instala. Dicen que los curas que limpiaban a los muñecos, les movían los brazos, para asustar a los visitantes. Cuando salimos, hacía menos frío afuera que adentro, mientras el sol se apagaba y entraba a misa la gente del barrio.