Por Beatriz Actis
El relojero, muy joven, heredó el oficio de su padre y atiende en un local diminuto de la galería. Hace largo tiempo tiene en arreglo un despertador que le dejó la vecina; lo arma y lo desarma. Ella lo llevó porque se había roto la perilla de atrás, que se corre al marcar la hora en que uno quiere que suene la alarma. Pero él le fue encontrando defectos. Parece que cambió la perilla pero después el reloj atrasaba y después adelantaba. Así, desde hacía meses. La vecina aclaró que podía acostumbrase a una diferencia de cinco minutos más o cinco minutos menos en relación con la realidad. El joven relojero no lo aceptó. Entonces ella pasa cada dos o tres días por la galería, se asoma y le pregunta: ¿Cómo anda el reloj? "Está afuera", dice él (y quiere decir que está desarmado). En general lo está probando, o eso parece. Al principio le decía que pasara "la semana próxima"; después, la fecha de entrega se convirtió en un vago "un día de estos". Igual, la vecina pasa siempre.
Una mañana, el relojero dice: "No, es que me quedé dormido". La vecina hace una exégesis: quiere decir que lo probó y el despertador no sonó. El joven añade: "No quiero que eso le pase al cliente". Antes de irse, la vecina cree que su obligación es preguntar: ¿En qué horario fue? "A la tarde", dice el joven. Ella comprende que es un reloj que falla a la hora de la siesta.
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Hoy le tocó en el centro un taxista poético: mostró a la pasajera, entusiasmado, el arco iris y también hizo un recuento de los últimos que habían aparecido, incluso uno doble, después de las temibles lluvias del verano. La pasajera se contorsionó en el asiento trasero del taxi para verlo, grácil y a la vez escurridizo entre la copa de los árboles.
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La tardecita. Cine en recóndito espacio de arte, un clásico de fines de los 70. Piensa con cierta sorpresa: Volver a verlo en la sala, en la pantalla gigante. ¿Y quiénes pueden estar ahí, qué otros, en medio de la soledad urbana?: dos señoras que, cuando aparece una joven Meryl Streep, preguntan (de la duda al paroxismo): “¿Es ella, es ella?”.
También, sorpresivamente, dos chicos que dejan las tablas de longboard o skate en el asiento de al lado y callan.
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Esa mañana salió temprano y en la vereda, yendo para el río, encontró pintada, con aerosol blanco, esta frase: "Por tener". La intrigó. Al mediodía, volviendo por la misma vereda pero desde el centro, fue leyendo sobre las baldosas lo que faltaba: cerca de la esquina, "No hace falta que te diga". De modo previsible, a mitad de cuadra: "Que me muero". Siguió caminando, en vez de volver a su casa, pero no encontró: "Algo contigo".
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Alguien, al mediodía, le envió un mensaje a través de las redes diciendo que había comprado en una librería de usados un viejo Lobo estepario y que adentro había un recorte de un diario (un reportaje o la crítica de un libro) sobre ella. Entonces la googleó y le escribió para contárselo. Esa tarde, ella salió por el barrio desierto y encontró abandonado en una ventana un libro con una dedicatoria del año 97, cuyo autor era un amigo de Buenos Aires que no veía desde hacía largo tiempo. De inmediato quiso saber qué iba a pasar esa noche.