Por Diego Kofman
Le decíamos “Loqui” y era el más chiquito del grupo de amigos. Era petiso y flaquito, pero no le tenía miedo a nadie y se agarraba a piñas con cualquiera. Siempre cobraba, claro, pero alguna piña también metía y eso le bastaba. Por su culpa varias veces nos molieron a palos los más grandes del barrio. Armaba peleas y no le importaba salir con la jeta rota.
Nos juntábamos en los terrenos del ferrocarril. Ahí había un paraíso enorme que algunas veces hacía de casa, otras de palo de uno de los arcos, y otras servía para contar en la escondida.
Una tarde llegó con una bolsa grande, de esas blancas que en las verdulerías usan para las papas, que tenía una soga anudada en cada punta. Con la bolsa detrás de su espalda, se ató una soga a cada muñeca y una a cada tobillo. Cuando estiró las piernas y los brazos, quedó igual a un barrilete. Su idea era tirarse así desde el árbol. Y lo hizo. De todas las veces que se rompió o le rompieron la cara, nunca lo vi sangrar de esa manera. Además de la boca rota, tenía un corte en el mentón y otro en la rodilla. Nadie se rió. Entre varios lo llevamos hasta su casa. Tocamos timbre y rajamos, antes que apareciera su madre y nos cagara a pedos. A la tarde siguiente ya estaba de nuevo en el campito, con la boca hinchada, una venda en la rodilla y otra en la pera. Le habían hecho cinco puntos, nos contó, mostrando orgulloso la costura.
Unos días después apareció con zapatillas nuevas, blancas, de marca. Son rápidas, dijo. Se le ocurrió que corrían más rápido que el tren.