Si Evita hubo, hay y habrá una sola, entonces... ¿Por qué la vemos en todos lados?

Es muy difícil escribir sobre Evita sin caer en el inevitable relato lacrimógeno que nos ha perseguido durante las últimas siete décadas. Sobre Eva, sobre su cuerpo, su figura, su voz, sus palabras, se cierne siempre el manto de la entrega y el sacrificio, de su prematura muerte, de las vejaciones, del “Viva el cáncer”. No sorprende que en un país que elige recordar a sus próceres en el día de sus fallecimientos y no en las fechas relativas a sus más grandes victorias, a Eva Perón la recuperemos siempre en los aniversarios de su muerte. Pienso en la mediocridad mental, en la nula capacidad de análisis de los miles de insulsos que celebraron la muerte de Eva como si acaso su partida física hubiera sido suficiente para enterrarla, también, políticamente. Pienso en Eva, muriendo a los 33 años. Pienso en que tengo 31. Entonces elijo no pensar más.

De Evita podría decir muchas cosas y todas estarán teñidas por el relato dulce intergeneracional, por esos cuentos de abuelas a nietas, por las fotos devenidas en estampitas a las que se les prenden velas y se les reza. Evita reposa, en las casas peronistas, en heladeras y termos, en remeras y tatuajes, en un portarretratos que la ubica entre Jesús, María y algún santo pagano. Eva es, a fin de cuentas, la abanderada de los humildes. Si a San Cayetano se le pide laburo, así en abstracto y sin muchos detalles, a Evita se le piden aquellas cosas mundanas pero necesarias a las que aspira todo el pueblo descamisado. Zapatillas para los pibes, el pase a planta de alguna nieta, el resultado favorable en alguna elección, que desaparezca la mancha de humedad de la pared, que a un hermano le salga el PROCREAR, que no se termine nunca la fiesta de la Democracia. A Eva, terrenal y santa, pulcra y entre la gente, le pedimos lo que no nos atrevemos a pedirle al resto. Ni siquiera, a veces, a nuestros propios dirigentes, a quienes tememos incomodar con nuestros reclamos. Se le susurra el rezo, a Eva, como si acaso la proscripción no se hubiera terminado nunca. Se le susurra y se traza así un diálogo inédito, cercano a la amistad. El grito, el aplauso, el estruendo viene después, en alguna plaza repleta, cuando la marea compañera la nombra. Pero en la intimidad, a Eva se la trata con dulzura y con respeto. Como nunca la tratarán los que la odian.

Vestida de Dior o en pantalones de entrecasa, en misión diplomática o de paseo, siempre se la ve disfrutando. Es la cara de alguien que encontró en la marea su lugar en el mundo.

 

Me costó mucho encontrarme con mi propia Eva. Creo que a todas nos pasa. Y uso el femenino genérico porque es innegable que a las muchachas peronistas la figura de Evita nos interpela distinto. Creo que no entendí a Eva hasta que no vi a Cristina. Hasta entonces, la primera se me representaba como un cúmulo de historias de Ciudades de los Niños y trenes que repartían juguetes, más parecida a Grecia Colmenares protagonizando Chiquititas que a una mujer trabajadora que llegó a protagonizar el momento fundacional de la historia argentina del siglo XX. Eva llegó y abrió la puerta para todas. Militó el derecho al voto, a la participación política, a la organización de las mujeres trabajadoras domésticas, a la valorización de esas tareas. Fue mucho más que la mujer que renunció a una candidatura. Mucho más que la señorita que se peleaba con las feministas de la época y las damas de beneficencia. Mucho más, sobre todo, que la figura santa y descarnada en la que la convirtieron después de su muerte.

Entendí a Eva cuando Cristina llegó porque en ese diálogo entre ellas existe otro horizonte posible: el nuestro. La historia que coloca a Eva en un pedestal, que la santifica y la considera única e irrepetible, que la aleja de las cabecitas negras y las muchachas de su Patria no es otra cosa más que una forma disimulada de disciplinarnos. A Eva se le reza con amor y devoción y se le devuelve con trabajo y militancia. Si Eva es santa, si es Santa Evita, es irrepetible. Se torna inadmisible para el resto, para las nuevas muchachas peronistas, aspirar a convertirse en ella. Si Eva, si Santa Evita, hubo una sola… nos condena a mirarla desde lejos.

El problema no es que Eva haya muerto: para propios y ajenos, el problema es que Evita todavía vive. No hace falta siquiera trazar conjeturas o escenarios contrafácticos. No hablo del eterno intento de quienes dicen amarla, de pensarla y proyectarla en nuestro presente, su futuro. ¿Por qué preguntarnos “qué haría Eva si viviera”? Rompería las pelotas. Eso haría Eva. Su lugar no se ha movido ni un ápice. Reposa y sobrevuela en todas las discusiones, se mantiene vigente, respira y se anida en la cabecita de cada piba que de pronto un día, en silencio y en secreto, siente el fueguito de la militancia calentándole el pecho. Jugamos a ser Evita cuando se nos da un poco de poder. Jugamos también a ser Cristina. Impostamos la voz, movemos las manos, nos inflamos el pecho como se lo inflaron antes esas mujeres que quisieron imponerse por sobre los modos, los prejuicios, lo establecido.

Encontrarse con la Eva propia es un camino de ida. Camino que en lo personal me llevó a encontrarme en ella, a verme en esa foto en blanco y negro que a veces nos resulta esquiva para usarla de espejo. La Eva doliente del final, la Eva enojada con todos los medios, esconden a la Eva con la que más podemos empatizar: la que disfrutaba de la política, del rosqueo, del trabajo militante. Si Favio nos hizo entender que no se puede ser feliz en soledad, Evita nos mostró que se puede ser feliz en ese barro confuso y trabajoso de la militancia. Que nos podemos apropiar de ese terreno. Que en la organización reside la magia de todo proyecto: la de encontrarnos dentro de un espacio colectivo sin perdernos a nosotros mismos. Eva hizo todo lo que hizo en poco tiempo, sin experiencia, a fuerza de convicciones y voluntad y con una sonrisa en el rostro. No hay foto que así no lo demuestre. Eva con unos mineros, Eva entregando autitos, Eva en una reunión de la CGT, Eva entre las enfermeras, Eva frente a un micrófono, Eva bajando de un avión, Eva junto a Perón. Vestida de Dior o en pantalones de entrecasa, en misión diplomática o de paseo, siempre se la ve disfrutando. Es la cara de alguien que encontró en la marea su lugar en el mundo. Es el rostro del placer. Contagia, convoca, propaga. Te dan ganas de ir a cualquier lugar al que Eva va. Te da ganas de correr a la par de su tren. Te da ganas de hacer de tu voz una propaladora, de tu cocina una unidad básica.

Eva es más fácil de leer que los pensadores académicos y los filósofos contemporáneos a su tiempo. Más fácil de escuchar, de entender, que el mismísimo General. Más fácil de interpretar que un TikTok de un minuto que quiere explicarte la próxima gran verdad del universo. Evita comparte sus grandes verdades con el lenguaje amable del pueblo trabajador y la severidad de esa maestra de la escuela a la que siempre recordás con cariño. Y Evita jamás, nunca, trató a sus cabecitas negras de idiotas. Nunca les bajó el mensaje. Jamás les acomodó el tono.

Todo eso pasó años antes de que nacieran los gurús y vendehumos, nutridos a focus groups, que le enseñan ahora a la clase política de turno algo que ellos creen que inventaron.

Siete décadas después Evita lastima porque no se muere más. No la matan ni los ríos de tinta gorilas ni una película de Madonna. No la matan ni los que se robaron su cadáver ni los que agitaron las teorías conspirativas más irrisorias. No la matan los que se dicen, se dijeron y se dirán peronistas e intentarán igual minimizarla, transformarla en el perro faldero de Perón, quitarle peso a su nombre. No la matan los que la llevan en una bandera, en un bombo o en una canción para dejarla ahí, inerte, sin hacer de ella otra cosa que no sea una figurita para coleccionar.

No la matan porque cada vez que una piba se acomoda en la silla en una escuela y levanta una mano para preguntar algo, para ser irreverente, para plantarse frente lo que cree injusto, la revive. Y no se puede matar algo que nunca ha de morir.

Un solo comentario

  1. Alicia Moreu de Justo, impulsora del voto femenino y encarcelada para no ser electa diputada en 1951.

    Eva, otro diente en el engranaje fascista que nos sigue saqueando década tras década, por más cambio en el ejecutivo de turno.

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