La salida de Martín Guzmán y una máxima que se cumple a rajatabla: para todo hay una letra de Shakira.
En 1998 Shakira lanzó al mercado su disco ¿Dónde están los ladrones? Fue el primer cassette original que me compraron para mi walkman. Tenía siete años y los 11 temas me parecían espectaculares. Hablaban de cosas de gente grande. Y como es sabido, cuando tenés siete años no hay nada que te resulte más interesante que creer que entendés a la gente grande. El álbum se erigió como el material obligatorio para la educación emocional de toda una generación. Sus letras, tan potentes como las caderas de Shakira, poseían mil frases que hoy podrían usarse para tirarle indirectas a tus ex en Instagram. Hay una en particular que yo utilizo para la vida y los vínculos, desde los laborales a los afectivos: “Siempre supe que es mejor / Cuando hay que hablar de dos / Empezar por uno mismo”. El tema se llama Inevitable. Como los años de terapia que todes les millennials tenemos que afrontar para aprender a poner en palabras eso que infiere el empezar por uno mismo.
Toda esta vuelta para decir que las cosas en el mundo serían más simples si Alberto Fernández hubiera escuchado más a Shakira y menos a, no sé, Lito Nebbia.
Ya los siento suspirando, casi con hastío. Si, vamos a hablar de esto. Si, vamos a analizar los sucesos de las últimas semanas. Si, ya lo sé, han sido editorializados hasta el hartazgo. A veces pienso que ni los propios editorialistas se leen o se escuchan. Me encuentro leyendo las columnas matutinas de ciertos medios que riman con Ninfobae con la certeza de que ni siquiera Luis Novaresio le pegó una leída a ese texto antes de mandarlo por mail. Está bien que estemos cansados. Y ¿saben qué está mejor? No saber qué opinar. Deberíamos reservarnos el derecho a no tener nada para decir. Pero ¡ay, cómo se nos interpela! Qué espectacular la vida de las redes sociales y los mitines constantes en donde todo el tiempo y a todo momento hay que saber qué decir.
Qué maravillosa gestión de la angustia.
Sé que todo lo dicho con antelación suena contradictorio en este contexto donde voy a proceder a explayarme en seis mil caracteres sobre este mismo tema. Lo lamento por ustedes, pero como sabrán entender mi forma de plantarme frente al desconcierto es el humor. Soy la persona que hace el chiste fácil con los “fiambres” de los sánguches de miga que suelen ofrecerte en los velorios. Como si ese vínculo entre la paleta de baja calidad y la inevitable muerte que habrá de llegarnos me ayudara a entender mejor la futilidad de la existencia.
Ante todo diré que entiendo poco de economía pero vaya si entiendo de novelas. Ah, cómo las entiendo. De chica soñaba con escribir para Polka. Jugaba a las Barbies y destruía familias. Ken siempre tenía un amorío con la niñera. Barbie terminaba enamorándose del Ken de Ricky Martin que cantaba Living la vida loca si le tocabas un botón en el pecho. Por lo que sabrán entender, en estos días opté por abstraerme de lo que realmente estaba pasando en el país para quedarme con los detalles pintorescos.
Y qué pintoresca es la política argentina.
“El destino de un país depende de un llamado telefónico. ¿Quién se atreverá a marcar primero?”... Si la vida fuera una peli de Netflix, esa podría ser la descripción que te invite a mirar la saga de Guzmán. Un tipo que renuncia por carta. Una carta extensísima. Una carta de siete hojas. Guzmán es ese amigo que te invita a un jam de poesía a la que no querés ir porque ya sabés que se va a pasar media hora haciendo una perfo sobre la soda de sifón. Es ese ex que flasheó amor intenso cuando sólo habían salido dos veces a tomar lisos a la cortada Falucho. Guzmán, es obvio, aprendió de Shakira. Arrancó él a hablar. Lo que no hizo fue invitar a sus interlocutores a la charla. O quedarse a escuchar la respuesta.
Un tóxico, diríamos ahora. Completamente carente de responsabilidad afectiva. Cancelado por bobi.
El tipo renuncia por carta, con una publicación en Twitter, al cargo más importante del gabinete nacional… y yo no puedo ni dejar el pico dulce. A veces me da vergüenza incluso dejar un trabajo mal pago, o lo que en otros términos eligen nombrar como “militancia”. Y él sí, él deja el Ministerio de Economía mientras Cristina habla prácticamente por cadena nacional.
¡Y ustedes dicen que se divierten con Borgen! No les creo nada. No hay ni por asomo estas tramas. Menos aún los lookazos que se rompe Cristina.
Lo cierto es que después, como siempre, la política termina siendo un capítulo de la serie 24. Con menos explosiones, eso es seguro. Pero con la certeza de que en algún momento las cosas se van a solucionar. O no. También, como en 24, todo dependerá de cuánto intervenga la CIA en la trama.
Me quedé todo un domingo pegada al borde de mi asiento, con C5N a todo pedo, esperando el momento en el que Alberto y Cristina por fin decidieran charlar. Me la imagino ahora a Silvina Batakis en su casa pretendiendo tener una vida normal. ¿Cómo hace esa gente? En la tele todos parecen personitas pequeñas, diminutas, con ojitos de led. Después pienso que una mina como Batakis se pasó todo el domingo con la misma ansiedad que nosotres, pero con la creciente posibilidad de que de un momento para otro la historia llame a su puerta. La historia o Santi Cafiero, que a los fines es lo mismo. Me la imagino esperando su propio llamado. La imagino exaltándose frente a cualquier sonido del teléfono. Imaginen que están en su situación, a la espera de que alguien le diga “venite para Olivos” y de pronto empiezan a mandar mensajes en el grupo del consorcio del edificio, de las madres y padres del colegio, de los compañeros de la primaria. Cada sonido es un mini paro cardíaco.
¿Ven eso? Ese párrafo de ahí, completo: novela. Todo novela. La ponés a Paola Barrientos en el papel de Batakis y la serie se arma sola. Un largo capítulo de miradas que se cruzan y de silencios interminables con el ritmo de Supercampeones, que te tiraba 40 minutos con una escena de un señor pegándole a una pelota para descubrir en los segundos finales que no había sido gol.
Me cuesta un poco imaginarme a Alberto y Cristina. Eso sí que es complejo. Me cuesta porque los veo lejanos, inalcanzables. Después me acuerdo que bastó una llamada de una Abuela para destrabar el conflicto y me digo a mí misma que en el fondo todos somos un poquito iguales. Chiquitos frente a Estela. Que mujer maravillosa. Hizo lo que nadie hace. Resolvió el conflicto en silencio. En lugar de hablar, de opinar, de generar más drama, actuó.
Si todos fuéramos Estela, no existirían las novelas. Probablemente el mundo sería mejor. Adrián Suar no sería relevante. La posibilidad, debo admitir, me entusiasma.
La vida, la política, las novelas, los juegos de la play, todo lo que nos interesa en este país deviene siempre en la misma dualidad: hay buenos muy buenos que a veces se encuentran conflictuados y malos muy malos que son eternos generadores de conflictos. Y en esas andamos: tirándonos verdades, cambiando de doctrinas cada vez que alguien nos trae una más simple que nos encaja mejor y que entra en una placa de Crónica.
Es la concesión que hacemos para poder procesar la angustia.
La vida no dependería, entonces, de un Jack Bauer que nos venga a rescatar. Sería tan simple como levantar el teléfono para retomar un diálogo. Dirán ustedes que es poco poético, poco novelístico, insensato incluso, probablemente hasta inmaduro. Pero… qué maravillosos memes al respecto. Que fantástica condición la del pueblo argentino de reírse y regodearse en las minucias de sus propias miserias. Dos cosas hacemos bien: memes y novelas. Incluso las que transcurren en los lugares equivocados.
Por lo demás, me guardo mi análisis para futuras columnas. Si hay algo que disfruto de este intercambio casi epistolar que tengo con ustedes, lectores y minions, es que mis palabras pueden ser de todo menos urgentes. Se habrán sorprendido por la falta de referencia a Sergio Tomás Massa. La respuesta, también, la bajó Shakira: ¿Tú no lo ves? El tango no es de a tres.