Para Carina Radilov
¡Hay que ir al comedor, hay que ir al comedor! Se arremolinan como perros, nos arremolinamos, yo sigo el remolino ¡hay que ir al comedor, al comedor! Sigo a los que gritan. Desde afuera voy oliendo un aroma que no conozco, pero me encanta: mate cocido hirviendo. Nos sirven una taza llena del líquido verde oscuro, dulce y áspero, riquísimo, y un plato de pan cortado en rodajas. Las rodajas rebalsan de mermelada de zapallo, los pedazos son gruesos y blandos por dentro, crocantes por fuera, todavía están tibios.
Me tomo toda la taza, y como mucho pan con dulce. La mermelada está pegajosa y algo ácida, pero los tres sabores (pan blando adentro, crocante afuera, mermelada roja y mate cocido) son lo mejor que he comido hasta el momento, dejando de lado el pan con manteca y azúcar que me prepara mi abuela. Como tanto que me atraganto, diría. Estar en la escuela da hambre, pensar da hambre, todo lo nuevo es para ser comido, no me entra en los ojos, en el cuerpo, lo devoro. El péndulo de salir de casa para entrar en el mundo escuela me genera una alteración de felicidad, una suba de energía sentimental, de magia corporal, la necesidad de explorarlo todo.
En algún momento hay que volver a las aulas. Salgo al patio, pero me pierdo, no sé cómo llegar al aula. Me encuentra el Chino, el chico que me gusta y gusta de mí. Me lleva de vuelta al aula, me dice que la seño lo mandó a buscarme. Me dejo guiar. Me toma de la mano y me lleva; qué hermoso es, pienso. Aparecemos de la mano en la puerta del aula. La señorita nos reta, pero el Chino me guiña un ojo. Yo me pongo colorada y me enamoro forever and ever, hago de esos ojos una radiografía o un collage en mi corazón, que voy armando y desarmando al trasluz de todos los chicos de los que me seguiré enamorando mientras viva. A mi madre la llaman y tiene que ir a hablar con la directora por mi escapada al comedor. En casa después me explican que el comedor es para los chicos pobres, y que yo no soy pobre, que no tengo que ir más ahí. Al finalizar el año, me cambian a otra escuela para empezar segundo grado.
No recuerdo bien cuándo, pero ése fue el año en que empecé a escribir literatura. Poemas de amor, en el pizarrón de mi casa. Algo de la voracidad con la que el mundo se nos presenta en la infancia, y el modo de hacer preguntas, sin respuesta en el mundo adulto, preguntas como si algunos cuerpos van en ciertos lugares y otros no, si lo vedado institucional y social de los cuerpos, y lo experimentado individual, acontece igual en la escritura, pero en un código paralelo, en las emociones, en la belleza, en lo incomprensible, en la regla, en la ley, en la sanción, también. Me dicen: la literatura es ficción. Sí. Acordamos. Pero tiene sus orígenes en un cuerpo que toma una decisión de asombro, de desconcierto, de arrojo, de amor, una falla que busca reeditarse una vez y otra, con diferentes nombres. Escribir es un trabajo y también es estar en el lugar equivocado, quemarse la boca sabiendo que vas a estar ahí, que no debés estar, pero estás igual porque el lenguaje es lo que recubre al mundo y hay que escarbar en él, escribir de todas las formas posibles el collage que guiña y ama y estalla en tu corazón.