Es sólo un juego, campeón

juego

Juegos on line: todo es diversión y risas hasta que nos topamos con la creciente frustración de aquellos que no saben perder. Reflexiones apuradas con el joystick en la mano.

Durante mucho tiempo uno de mis hobbies principales consistía en mentirle a los taxistas. Esa intimidad a la que nos vemos forzados cada vez que nos sentamos en el interior del taxi me resultaba muy incómoda. Las preguntas del chofer y sus anécdotas no solicitadas no hacían más que aumentar mi ansiedad. Recurrí, entonces, a un mecanismo que ya me había servido en otros momentos de mi historia: controlar la narrativa, inventando un cuento. Ese cuento a veces me llevaba a decir que acababa de volver al país después de haber estado años en el exterior para alguna empresa multinacional. A veces, me hago pasar por una científica con los puños cargados de cierta verdad revelada que el gobierno aún no quiere que el pueblo sepa. A veces soy enfermera de un hospital con historias paranormales. A veces me hago pasar por fiscalizadora de AFIP. Esa es la versión que más miedo da.

Aquí el secreto: cualquier cuento es convincente si se lo sostiene con el tono que infiere que hay algo de información que te estás guardando.

Este recurso me ha servido para un nuevo espacio en el que estoy vinculándome últimamente, mayoritariamente con extraños: el maravilloso mundo de los juegos online.

Para quienes no están al tanto de lo que sucede por esos lares, haré un pequeño resumen: lo que otrora fuera una exclusividad del Counter Strike (mítico juego de guerra de principios de los 2000) es ahora la línea general de la industria de los videojuegos. Casi el 90% de los títulos lanzados al mercado en los últimos años permiten, en alguna que otra versión, el juego online. Sea de tiros, de autos, de manejar una ciudad o de construir tu propia isla, de conducir un camión por las rutas de la antigua URSS o de Spiderman salvando al mundo, más tarde o más temprano aparece la posibilidad de que ese juego pueda jugarse de forma online, en equipos, de forma colaborativa. Si tenés suerte, tus amigos también juegan a lo mismo y el equipo se compone de gente conocida. Si no la tenés, como es mi caso, la gente con la que vas a interactuar es aleatoria, incierta, extranjera y probablemente machirula. Porque por supuesto que el mundo de los videojuegos también es un mar de escrotos de todos los tamaños, edades y colores. Y los mismos no dudarán en insultarte en cuanto noten que vos sos mujer. Esto me ha pasado constantemente. En algunos juegos, de hecho, opto por mantener el micrófono apagado y comunicarme sólo por chat para que no se den cuenta de mi género. Los tipos grandes son infumables, se creen que se las saben todas, y no aceptan perder. Hay una franja de hombres que va de los 20 a los 35 años que no saben convivir con la frustración, incluso con esa fabricada en píxeles y que te da revancha constantemente. ¿Perdiste? Volvés a jugar. ¿Volviste a perder? Volvés a jugar. Yo encuentro incluso cierta amabilidad en ese ciclo que la vida real no tiene. Ellos, sin embargo, no pueden salir del dolor de sus breves fracasos cotidianos.

Pero no son el problema principal. A ellos los acomodo con las historias y desavenencias con las que intimido a los taxistas. El problema, bella tribuna del Pausa, son los más chicos.

No hay nada más hiriente que el insulto de ese niño de 8 años que te acaba de matar a tiros en el Fortnite y prende el micrófono para lanzarte insultos que dejarían al mismísimo Sofovich colorado. Así como es imposible ocultar la feminidad de mi voz, es igual de imposible para ellos ocultar sus lozanos diez años cuando se dignan a hablar. Quizás utilizan para jugar una skin de Keanu Reeves (siendo la “skin” tu personaje dentro del juego, al que podés comprarle cosas para hacerlo parecer más intimidante) sobre la que construirán en un futuro su imágen de masculinidad, pero que se desbaratará en el momento en que prendan el micrófono para insultarte. He recibido de todo en estos años de juego online. Me han mandado a lavarme mis genitales, a prepararles un sánguche, a chupar objetos inanimados con formas fálicas e incluso a morirme por “trabajadora sexual”. Entenderán que he suavizado los términos para que los insultos no le generen un problema a les editores de este periódico. Me sorprende que los niños conozcan siquiera esos improperios. Me sorprende que los usen con tanta soltura.

Me sorprende sobre todo porque aún reina la vieja lógica de que no hay que hablar con extraños que conocés por internet. ¿Y que soy yo, acaso, si no esa extraña sobre la que siempre te advirtieron? Juego sin mostrar la cara, con otro nombre, ocultando mi voz. Juego así para protegerme. Pero no hay manera de saber si ese es realmente el caso o si soy un señor de algún país en decadencia que juega en plataformas dedicadas a las infancias y adolescencias porque quiero hacer un scouting para vaya una a saber qué cosa. Estos niños, aparentemente, no tienen miedo. No sólo que no tienen miedo: lo infunden.

Y quien controla el miedo, a fin de cuentas, controla el mundo.

He vivido muchas escenas que me han incomodado y en las que me he sentido violentada, siendo la peor la que me sucedió hace escasos meses con un changuito presumiblemente peruano, a juzgar por su tonada y modismos, con el que me crucé una tarde. El algoritmo nos puso a jugar en dúo. Los dos debíamos asesinar al resto de los 98 jugadores para ganar la partida. El muchacho en cuestión, que usaba como pseudónimo el adorable apodo “Frijolito2014”, era una máquina de matar. Hacia la mitad de la partida ya habíamos recorrido más del 60% del mapa y él llevaba asesinados unos 18 jugadores con distintas metodologías. Mi cuenta de “kills”, como se le dice en la jerga, apenas rozaba los 3 jugadores ultimados. A Frijolito además le gustaban los métodos masoquistas: prender fuego un auto con los jugadores adentro, tirar granadas por las ventanas de las casas, rociar con nafta a los contrincantes. La cosa sana, ¿no? Yo soy más del tiro certero con arma de fuego. Este juego no muestra sangre. La gente a la que asesinás desaparece en el aire. Lo que a mi me parece un plus, una sutileza que me hace volver siempre a esa propuesta, a él le parecía “de lentejas”. Googleando después encontré que eso significa, básicamente, que tanto el juego como yo no estábamos a su nivel.

Su delirio de grandeza napoleónica lo llevó a morir tempranamente. Se trepó a un árbol del que no pudo bajar, y su pequeño personaje virtual no soportó la caída. Lo que a él le resultó una tragedia, y una oportunidad para continuar dentro de la partida dándome directivas que yo no seguí en ningún momento. Ahí fue cuando comenzó a insultarme. Yo no puedo siquiera explicarles la cantidad de barrabasadas que ese nene me profirió. Me lo imaginaba en su casa con el pelo pegado a la cabeza de la transpiración, la vena de la frente marcada y los ojos rojos gritándome que “shooteara” para la derecha o que “cuidara las rotaciones” y un montón de cosas más que francamente no entendí. El pandemonium mayor se desató cuando perdí la partida porque alguien saltó de entre los arbustos y me asestó un tiro de escopeta en la cabeza. Frijolito no pudo soportarlo. Lo escuché claramente azotar la mesa, y romper algo de vidrio que asumiremos que fue un vaso con gaseosa cargada de azúcar y resentimiento.

Sólo entonces, frente a la inminente destrucción de la propiedad, se hizo presente la adulta a cargo. Sin apagar el micrófono y sin desconectarse, Frijolito me dejó de fondo para atestiguar a la distancia la reprimenda histórica que la señora le propinó. Él no se quedó atrás. Con la misma furia respondió con insultos, cargados de ese tono lacrimoso que sólo puede provenir de un orgullo partido. Estuvieron discutiendo unos cinco minutos sin recordar mi existencia.

“Lo que pasa es que ella es una manca que no sirve para nada” dijo él en un momento, haciendo alusión a mi persona. La madre se paró en seco, entendiendo de pronto que yo todavía formaba parte de la escena.

“Si no le pides perdón a la señora te quito la play por dos semanas” sentenció la adulta a cargo.

“Perdón, señora” fue lo último que se escuchó antes de que Frijolito se desconectara.

El peor insulto en todos estos años de vida gamer vino ahí, en el tono cansino y frustrado con el que un pibito de quién sabe dónde me llamó por lo que no soy. Boba, quizás. Pero, ¿señora? Nunca.

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