Por Alicia Barberis
Llegué al sanatorio lo más rápido que pude, agobiada, con fastidio, aunque me avergüence decirlo. La situación se repetía exactamente igual a la semana anterior y me negaba a aceptarlo. Otra vez mi padre estaba ahí: resistiendo, cada vez más débil, con el miedo opacando sus ojos. Pregunté por él en recepción y me dijeron que estaba en el shock room. Me indigné otra vez ante ese nombre ridículo. Una pretensión absurda de dar prestigio con un vocablo inglés al cuchitril en el que los pacientes esperan resignados una de las dos únicas opciones: pasar a una habitación descascarada o a la morgue. La vez anterior había percibido la confusión de la gente ante las palabras que el empleado pronunciaba con tono sobrador: Yok rum, sin agregar explicaciones. Me permitieron pasar a la antesala, aunque nombrarla así resulta exagerado. Apenas si es un pasillo estrecho, inhóspito, con olor a lavandina y sin ninguna silla. Solo hay una camilla en la que no permiten siquiera que alguien se apoye, y una mucama con ojeras que va y viene hasta al cubículo de escobas que está en un rincón, arrastrando los pies como un personaje de Gasalla.
Después de esperar casi una hora, me acerqué a la puerta doble, y golpeé. La luz blanca se filtraba por los vidrios. Podía oír las voces y risas que venían desde dentro, pero demoraron un siglo en asomar la nariz. Me permitieron ingresar unos minutos.
Estaba cansada. Quería seguir con mi vida, pero tenía que estar ahí. Le tomé la mano. Ese anciano que me miraba aterrado no podía ser mi padre. De golpe aparecieron las imágenes: él y yo reciclando las ventanas de mi futura casa, pintando los perfiles usados de hierro que sostendrían el techo, y un poco antes, cuando me acompañó a comprarlos a aquella fábrica en ruinas. Miré su cara, su piel cubierta de manchas, descamada y amarilla. No pude evitar compararlo con aquel padre más joven que me acompañó a la entrevista de trabajo que saqué de los clasificados más de dos décadas atrás. Se metió detrás de mí sin pedir permiso en la oficina mugrienta y se sentó a mi lado ante los ojos asombrados del hombre que, al verlo, se puso a balbucear. Apenas salimos me aseguró que él me había salvado, y para cerrar el tema, soltó: ¿No viste los zapatos de fiolo que tenía? Era una de sus anécdotas preferidas.
Suspiré con tristeza, tomé su mano y le hablé al oído, sin entender cómo era posible sentir tantas contradicciones. Acaricié su cara. Tenía los labios resecos, partidos. Los cabellos eran una mata algodonosa y sus manos, siempre tan cuidadas, tenían las uñas largas y sucias.
Me apareció su imagen subiendo aquella montaña en Fiambalá para ver desde dónde brotaba el agua termal que caía en los piletones, en aquel paseo al que quise ir pensando que tal vez fuese el último. Hacía tan poco de eso.
Me hicieron salir a la sala de espera del ingreso y me senté haciendo un esfuerzo para tragarme las lágrimas.
En ese instante entró una mujer y escuché que pronunciaba nuestro apellido. Alcé la vista y le hice una seña. Era la cuidadora que pedimos para que acompañara a nuestro padre. Me dijo que podía irme, que ella se quedaría, pero quise esperar hasta que lo llevaran a la habitación. Me llamo Paola, dijo. Tenía aspecto de guerrera y una tristeza infinita en el fondo de los ojos. A los pocos minutos me soltó: No sé usted, pero yo nací adentro de un balde. Era evidente que necesitaba hablar. Las dos lo necesitábamos. Nos quedamos sentadas una junto a la otra, mirando sin ver a la gente que entraba y salía del sanatorio. Mirando sin ver el piso gastado, las caras de angustia, la ira contenida de los empleados, el hartazgo de todos.
Eran los primeros días del invierno. El cielo, de un gris de plomo, se veía a través de los vidrios enormes y sucios de la sala. Un viento helado desnudaba los árboles.
Ahí, sentadas las dos, sin mirarnos siquiera, Paola comenzó a contarme su historia.