Relato de Leo Cherri, 13 años en abril del 2003, residente entonces de Villa Hipódromo.
Me llamo Leo Cherri, tengo 32 años. Soy de Santa Fe. Actualmente vivo en Buenos Aires, en el barrio de Villa del Parque. Soy profesor e investigador de literatura latinoamericana, trabajo en la Universidad de Tres de Febrero.
En el 2003 tenía 13 años, estaba en octavo grado, estudiaba en la escuela Industrial y vivía en Villa Hipódromo con mis padres y mi sobrino que entonces tenía unos 5 años. Mis papás trabajaban en un almacén que todavía tienen en el frente de casa. En esa época, iba al Liceo a estudiar guitarra, no me acuerdo si seguía jugando a la pelota en Colón o si ya había dejado, pero fue más o menos por ahí. Pasaba mucho tiempo jugando a la pelota en la canchita del barrio y, sobre todo, en la vecinal que en aquella época siempre estaba siempre abierta.
Ese año me inundé. Me acuerdo mucho del día de la inundación porque fui a la escuela. Mis viejos me mandaron a la escuela y al rato me fueron a buscar. Solo éramos cinco en el aula, creo que ni algunos docentes habían ido.
Como era chico no me puedo acordar exactamente hasta dónde llegó el agua, pero seguro fue alrededor de un metro y medio. La casa de mis viejos tiene distintos niveles, entonces, en la parte interna había cuarenta centímetros más que en el patio, porque toda la parte de adelante es más baja y hacia atrás la casa se eleva. Incluso, después de esa experiencia, mis viejos levantaron como cincuenta centímetros la parte del frente donde tienen el negocio.
Retomando, a lo largo de ese día, tuvimos que ir abandonando la casa y subir al altillo, que es donde mis papás guardan las mercaderías del almacén. Ese altillo es como un segundo piso en el primer piso, es decir, un entrepiso construido con madera. Subimos los colchones a ese sector, hicimos toda una mudanza. Nos convertimos en una suerte de gitanos. Vivíamos todos ahí, amuchados en ese espacio.
No me acuerdo cuánto tiempo estuvimos en ese lugar. Mis viejos se quedaron todo el tiempo que estuvo el agua viviendo ahí, un tiempo que duró un montón, no me acuerdo si tres semanas o un mes, pero fue un montón. Por otro lado, mi sobrino y yo nos mudamos a Guadalupe, a lo de la hermana mayor de mi mamá, que en realidad en ese momento ya había fallecido. La única opción de refugio era esa casa porque el resto de mis familiares que viven en el norte, en los barrios Scarafía y Los Ángeles, también se habían inundado. Así que pasé unos dos o tres días en la casa inundada, conviviendo con el agua, porque me acuerdo de tener que bajar a buscar cosas y mojarme, y después estuve conviviendo con mis primas y con mi abuela materna que fue a cuidarnos a mi sobrino y a mí.
Durante el tiempo que estuve en lo de mi tía, como estaba con mi sobrino, me la pasaba cuidándolo y jugando con él. A mis amigos del barrio, a los que tenían teléfono, los llamaba. Me acuerdo que me sabía de memoria los números de algunos. Obviamente la primera semana no me pude comunicar porque estaba todo inundado, pero con el correr del tiempo ya me pude contactar, por ejemplo, con Koqui, aunque no me acuerdo cómo se fue dando paso a paso ese momento. Lo que sé es que en algún momento volvieron a funcionar los teléfonos, me logré comunicar y le dije “si querés venite acá, está todo bien” y Koqui venía y capaz que se quedaba uno o dos días. Nos la pasábamos jugando y rancheando en lo de mi prima. A mis compañeros de la escuela, por otro lado, recién los vi cuando volví a tener clases porque como era el primer año no tenía todavía sus números telefónicos.
Por el hecho de que mi vieja me aisló, me mandó a otro lugar, es como que estuve muy despegado de todo lo que eran mis vínculos. Sin embargo, conocí a mis primas con las que no tenía mucho trato hasta entonces porque eran muy grandes, tenían entre 30 y 40 años, así que no las registraba de chico. En mi familia todos tienen diferentes edades, mis primas, mis tíos, mis hermanas. Yo y mi sobrino éramos los más chiquitos de toda una familia muy grande. Así que creo que lo interesante por ahí fue conocerlas y entablar algún tipo de relación con ellas. Pero, más allá de eso, era estar aisladísimo de todo lo que eran mis vínculos cotidianos, sin saber muy bien qué era lo que pasaba con cada uno.
Como nos fuimos del barrio, estuve bastante desconectado de la situación de la inundación visualmente. Eso sí, recuerdo que mi mamá me llamaba todos los días y me contaba por teléfono que había bajado el agua un poco, que ya habían recuperado una heladera o cosas así. Esos comentarios eran sus partes diarios. Me iba contando, poniéndome al día. Me acuerdo que en un momento en que ya se había ido el agua nosotros queríamos volver y ella me decía “no, aguantá, que hay mucha humedad, que se recomienda no volver a habitar la vivienda por tanto tiempo”. Me acuerdo que mi mamá me decía eso y nosotros ya queríamos volver, teníamos esa ansiedad, pero todavía había que seguir esperando un tiempo más para volver a la casa.
La imagen que tengo grabada es de cuando volvimos a mi casa. Recuerdo volver al barrio y ver la mugre. Todo eso que siempre está abajo de la zanja y uno nunca ve, todo ese barro radioactivo estaba expuesto, se desbordó y quedó a la vista en las calles de tierra. Incluso, me acuerdo que muchos de mis amigos tuvieron leptospirosis. Llegar y decir “ok, ya se secó la canchita, vamos a jugar a la pelota” y que alguien diga “no, Mariano tiene leptospirosis”, ese tipo de situaciones. Eso es lo que más recuerdo, volver al barrio que estaba destruido, volver a una casa que tenía olor a humedad, que tenía todos los muebles húmedos y en que la mitad de las cosas ya no funcionaban.
Obviamente, se produjo la suspensión de toda actividad como por un mes y pico. O sea, las instituciones fueron lo último que volvió a abrir. Sin duda, algunas funcionaban como espacio para que la gente se instale ahí y ese tipo de cosas. Creo que el Industrial funcionó como centro de evacuados, no recuerdo si la vecinal del barrio también, aunque no creo porque era muy abierta. Así que recuerdo llegar a casa y que todavía no tenía que ir a la escuela, todavía no podía jugar a la pelota. No había más nada que hacer que solamente contemplar la destrucción. Me acuerdo mucho de esa imagen. Estaba contento porque llegaba a casa y para mí era como volver a la normalidad y en verdad no lo era. Era más bien seguir en otra etapa de toda esa instancia de excepción.
Yo creo que todo lo que serían objetos personales y cosas así lo rescatamos todo, justamente, por tener la suerte de tener esa especie de altillo. Así que en ese sentido, de ese tipo de objetos de valor sentimental no perdimos nada. Lo que sí perdimos fueron todas las cosas materiales del negocio, las heladeras, los roperos, todo lo que es grande y no podía moverse. Eso fue lo que más se estropeó. Los motores de la heladera se arruinaron y mis viejos tuvieron que cambiarlas. Pero después, un montón de muebles de la casa quedaron a pesar de la inundación, con esa huella material, de la humedad, de la hinchazón. Por ejemplo, el escritorio, que fue con el que después hice toda la carrera, quedó con la madera hinchada, incluso ahora que lo tiene mi sobrino seguramente sigue estando así. Claro que esto de poder resguardar algunas cosas era una situación excepcional de mi familia, porque como el negocio había crecido mucho hubo que hacer lugar en la casa para meter mercadería y teníamos ese altillo. En el barrio había algunas casas de dos pisos, pero la mayoría de la gente subía cosas al techo. Supongo que un montón de gente perdió muchísimas más cosas que nosotros.
Villa Hipódromo es un barrio que históricamente se inunda, llueve un poquito y se inunda. Ahora no sé porque ya no vivo ahí, pero se inundaba siempre. Claro, me refiero a una inundación de diez, de quince, de veinte centímetros en el interior de las casas. Inundarse era para mí una normalidad. Era común decir “ok, está lloviendo, bueno, fenómeno, qué hay que hacer, hay que tapar las rejillas del baño”. Cada vez que llovía había que tapar dos o tres rejillas estratégicas, porque la casa de mis viejos fue construida por partes, todo a la marchanta, de manera que no tiene un nivel estable. De modo que toda la parte de adelante donde está el negocio y el baño principal de la casa es muy bajo, así que había un par de rejillas que había que tapar en ese sector y donde están las puertas del negocio había que llenar de trapos de piso. Es decir, existía ya todo un procedimiento que nosotros teníamos incorporado, que funcionaba para cuando llovía mucho, pero no tanto, para los días en que solo se inundaba esa parte de la casa. Me acuerdo que cuando era chico era frecuente ir al baño y encontrarlo inundado. Por eso le habían hecho como un divisorio, un escaloncito para que el agua se quede de ese lado, aunque a veces se pasaba y se inundaba un poquito el negocio. Entonces, las heladeras tenían además taquitos de madera. La casa estaba preparada para inundarse hasta cierto punto. Esto les pasa a todas las personas que viven en determinados barrios, que no tienen las obras necesarias para contener el agua, que tienen zanjas, que no están asfaltadas. Entonces depende de si las zanjas están tapadas o no. Si las zanjas están tapadas, ese día te inundaste. Si vos con algún vecino las destapaste porque te copaste, bueno, entonces no te inundaste. Todo depende de uno mismo. Resumiendo, para mí, inundarme me inundaba siempre.
Por eso, en el 2003, mi mamá, mi familia en general, yo mismo, nadie pensó que nos íbamos a inundar así. El 2003 fue como una excepción por la dimensión de la inundación y en el 2007 de vuelta nos inundamos un montón. Esa vez, ya tenía unos dieciséis años más o menos y me inundé hasta un poco menos de la cintura. Lo diferente de esa inundación es que el agua se fue rapidísimo, al menos en mi barrio. En dos días creo que ya se había ido. Y ahí sí me acuerdo de un montón de cosas. Primero, de hacer todo este ritual de contención del agua en la casa. Cuando ya se inundó fue “bueno, ok, ya está, no hay nada más que hacer que volver a subir algunas cosas al altillo”. Algunas cosas las levantamos. Me acuerdo de poner las heladeras arriba de la mesa de la cocina y cosas por el estilo. Después de que hice todo eso, con Koqui nos fuimos por el barrio a hacer lo mismo en otras casas. Nos fuimos a la casa de Koqui, a la casa del vecino de Koqui, a la casa de los amigos. Fuimos recorriendo todo el barrio. Hay gente que tenía arena, así que poníamos bolsas de arena en las puertas de las casas. Y una vez que hicimos todo eso, como a las cuatro de la tarde, nos fuimos junto con otros vecinos a Blas Parera y cortamos la avenida para que venga vialidad, para que venga alguien a ayudarnos, porque nunca se había presentado directamente nadie del Estado ni de ningún tipo de institución a hacer nada. Entonces, hicimos un corte ese día y otro al día siguiente cuando bajó el agua para pedir que vuelva la luz, para que alguien venga a verificar si ya se podía conectar, fuimos y cortamos la calle.
Me acuerdo de una escena desopilante de cuando estábamos cortando Blas Parera. Pasó un tipo en una camioneta por la avenida y como no se quería comer el corte pasó por arriba de la vereda, por una parte donde ahora hay una seccional de policía, se metió por lo que sería una gran vereda y entonces el Koqui le tiró dos ruedas para que paré. El chabón se bajó con un fierro y le dijo “vos me vas a correr las ruedas”. “Sí sí sí”, dijimos todos rápidamente, le corrimos las ruedas y el chabón siguió. Creo que ilustra el nivel de no legalidad, de paraestatalidad y de desesperación que tenía la gente en ese momento. Fue terrible, pero ahora me río, me da gracia.
Para mí la inundación es comparable a la pandemia en cierta medida, es algo externo a tu vida que te hace cambiar todos tus hábitos, de una manera drástica. Te separa de tus vínculos, te separa de la comunicación, te obliga a vivir una vida precaria en alguna medida. Yo lo asocio mucho a las experiencias que tiene una persona por vivir en un determinado lugar. Si bien la pandemia parece que nivela, parece que todos estuviéramos afectados por la misma experiencia, aunque obviamente no es así. Es lo mismo con la inundación. Todo depende de si tenés un entrepiso, si tenés dos o tres pisos, si tenés otra casa a la que te podés ir, si vivís en un lugar en el que no te inundás o si te podés ir de la ciudad. O sea, si te ponés a pensar, según el tipo de bienes, de clase social y de vivienda que tengas; la experiencia de la inundación va a ser más o menos terrible individualmente. Y en la pandemia ocurre lo mismo. Es como que es una experiencia externa que te acentúa la marginalidad y la precarización que tiene tu vida por el contexto en el que vivís y de lo cual a veces no te das cuenta.
Cuando yo era chico yo no sabía que era pobre, no sabía que vivía en una villa, no tenía ningún tipo de rasgo para mí, era mi vida. La inundación me dio una consciencia mucho más grande de la diferencia social, por vivir ahí y ese tipo de cosas. Pero no tuvo, para mí, una cosa traumática que sí vivió mucha gente que se quedó en su casa o que perdió absolutamente todo. Si bien mis viejos perdieron un montón de cosas, también algo pudieron recuperar, algo el Estado subsidió, claro que no fue la totalidad pero mal que mal se pudieron recuperar, sobre todo en su trabajo, pudieron volver a hacer funcionar el negocio que era nuestro sustento. Sí quedó una marca de precarización estética en la casa, digamos, como un afeamiento de la casa que hasta el día hoy no se pudo borrar. Está ahí, es como algo que subraya la precarización en la que vivís y la incapacidad económica de poder reformar tu hogar. Tanto te cuesta tener tu hogar más o menos lindo y esos fenómenos te dicen, te hacen decir “ya está, dejémoslo así, por las dudas, no invirtamos en tener una casa linda porque ya veo que nos volvemos a inundar y ya está”. Es como una amargura. Yo creo que es como todo ese conjunto de emociones.
Me acuerdo que hablábamos mucho con mis compañeros de la escuela sobre este tema. Ahora no me acuerdo exactamente con cuáles pero me acuerdo que al llegar a la escuela entendías ese tipo de cosas. Para mí nos habíamos inundado todos. Entonces “ok, ¿vos te inundaste?”, “no”, “ah, y ¿dónde vivís?”, “en el centro”. Entonces yo pensaba “ah, ok, entonces el centro no se inunda”. “¿Y vos a dónde vivís?”, “en Pompeya”, “¿y vos te inundaste?”, “sí, ¡me re inundé!”. Así ibas armando el mapita mental de la inundación y ahí entendías que por algún motivo, salvo escasas excepciones, que las había, la gente que se inundó era la gente pobre. Entonces ibas entendiendo. En ese momento, con 13 años, no era algo evidente para mí, es algo que terminé de descubrir a partir de esa vivencia. Te dabas cuenta de que la clase social no solamente está relacionada con el tipo de trabajo, sino también con el lugar donde vivís. Es como que hay una relación, por lo menos acá en Santa Fe, pues en otros lugares no es tan determinante. Vas a un barrio como Cabal o Villa Hipódromo y es gente de clase media baja, pobre e indigente. No vas a encontrar gente de clase media alta ahí. Vas a un barrio como Yapeyú y es todavía más fuerte. Y así sucesivamente.
Lo interesante del Industrial es que es una escuela que, si bien tiene examen de ingreso, hay un montón de chicos de barrios más humildes que tienen la aspiración de estudiar en una escuela técnica. Entonces, a pesar de parecer bastante restricta, reúne una población bastante variada. Tenés gente de todos los sectores, clase alta, clase media, gente pobre, así que fue muy loco darse cuenta de eso. Uno no sabe, no le anda pidiendo el carnet de clase social a sus compañeros, pero de repente al hablar de la inundación te dabas cuenta, porque según dónde vivías la experiencia que habías tenido del “fenómeno natural”, entre comillas, era totalmente distinta. O sea, no era un fenómeno natural en absoluto, tenía un montón de otras implicancias sociales.
Si tuviera que describir la inundación con una sensación sería la de la angustia. La angustia que te genera perder cosas y estar marginado. Es esa angustia y, por otro lado, la impotencia. De chiquito siempre fui un niño muy metido en todo y no estar ahí con mis padres me daba como una impotencia, una especie de bronca al decir “yo quiero ayudar” y recibir como respuesta “no, nadie puede ayudar, no podés hacer nada”. Ayudar en todo caso era ayudar a las personas a que no pierdan las cosas, que es lo que entendí en la inundación siguiente y es lo que intentamos hacer con Koqui. Era un poco filantrópico, pero también era una aventura para nosotros. Estar ahí rescatando cosas nos parecía divertido a la vez que ayudábamos a la gente. Pero, creo que es esa angustia de perder cosas, de no poder hacer absolutamente nada y de no poder ayudar a nadie, porque no hay mucho para hacer más que observar la destrucción, es re duro.
Entrevistas y edición: Larisa Cumin y Emilia Spahn.
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