Cómo el contubernio entre el macrismo y la Justicia revela que la independencia y la imparcialidad judicial son un mito.
Dos jueces de la Corte puestos a dedo (Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz); uno interviene de facto el Consejo de la Magistratura, el otro declara que dictará sentencia en causas donde haya empresas que él representó (como el Grupo Clarín o Farmacity); decenas de jueces nombrados o trasladados a dedo y defendidos a capa y espada, aun sin concursar; renuncia la procuradora de la Nación (Alejandra Gils Carbó) tras ser apretada hasta con la públicación en Clarín del teléfono de su hija; un falso arrepentido (Leonardo Fariña) entrenado por la AFI para dar un testimonio sin sustento en estrados y pantallas; un espía (Marcelo D’Alessio) asesora a una funcionaria (Patricia Bullrich) y opera codo a codo con un fiscal (Carlos Stornelli) y medios de comunicación para extorsionar a empresarios; un juez recibe y arma masivamente causas (Claudio Bonadío) contra adversarios políticos en sorteos amañados con una improbabilidad superior a sacar el Quini 6; jueces y fiscales de cámara revisora (Gustavo Hornos, Mariano Borinsky, Raúl Plee) visitan al presidente Macri para jugar al paddle, justo antes de tomar resoluciones sobre la vida de su principal adversaria, Cristina Fernández de Kirchner; escuchas judiciales a opositores son liberadas a un periodista (Luis Majul); empresarios de un medio opositor (Cristóbal López y Fabián de Sousa) son encarcelados por causas impositivas, hecho sin antecedentes; pruebas aparecen y desparecen y vuelven a aparecer o se queman (causa cuadernos), con testigos “arrepentidos” apretados con encarcelamiento y sin el registro de video; un arrepentido es premiado con un hotel boutique en un viñedo (Alejandro Vanderbroele); causas son corridas sucesivamente a un mismo tribunal (Comodoro Py) y siempre terminan con el mismo resultado para el mismo bando. En el marco de una imposible causa de traición a la patria, hoy disuelta por inexistencia de delito, prueba o cualquier tipo de sentido, el juez Bonadío le niega al ex canciller Héctor Timerman la posibilidad de viajar a hacerse un tratamiento contra el cáncer, hasta matarlo.
CFK enfrenta la Causa Vialidad. El fiscal Diego Luciani integra un equipo de fútbol con uno de los jueces, Rodrigo Giménez Uriburu, y el camarista Mariano Llorens. Juegan en Los Abrojos, la quinta de Mauricio Macri, el hombre que ya logró demorar por más de 20 años la Causa Correo y que sucesivamente es desprocesado o sobreseído de entrada nomás en sus causas de lo que sea, sobre todo si se trata de sus continuos vínculos con el espionaje, que van desde Ciro James con las víctimas del atentado a la AMIA a los familiares del ARA San Juan, o de vueltos en la obra pública –siendo él contratista del Estado. Macri no corre ningún riesgo judicial pese a haber violado a fuerza de decreto una ley del Congreso para sus familiares blanqueen guita negra fugada, por millones.
Giménez Uriburu se mostró tomando un mate con el logo de su equipo de fútbol, Liverpool, en la sesión judicial. Luego, son descartadas las recusaciones presentadas contra Luciani y Giménez Uriburu. Ese es el último jalón de una serie de obscenas muestras del contubernio entre Juntos por el Cambio y la Justicia. No hay forma, así, de probar la culpabilidad de CFK, pero tampoco de sostener su inocencia sin escarnio en las pantallas. En verdad, no alcanza una mirada estrictamente judicial sobre este proceso, las pruebas o su falta son lo que menos importa, porque lo que está sucediendo es otra cosa y ocurre en otra parte.
El mito de la independencia
Todos los integrantes del Poder Judicial tienen un pensamiento político y partidario propio. Todos los integrantes del Poder Judicial también están expuestos (en verdad: relacionados) con el resto de los poderes. Poderes refiere al Ejecutivo y el Legislativo, también a las iglesias, las empresas o los servicios de seguridad e inteligencia.
El Congreso y las legislaturas provinciales tienen muy en claro de qué palo es cada juez que se nombra y cuáles son sus relaciones. Si realmente no hay influencia del poder partidario –algo imposible–, pues será otro grupo, el económico, el religioso, el que fuere, quien ocupará ese lugar vacante. Porque esa es la naturaleza del poder: es un sistema de relaciones donde no hay vacío.
Ricos y pobres no transitan de la misma manera los palacios de la ley, ni habitan de forma equitativa las cárceles. También las clases sociales –más todavía, las familias tradicionales– esculpen los ingresos y las permanencias en el sistema judicial. Hijos y amigotes ocupan por derecho de sangre o filial desde secretarias y cargos administrativos hasta los sillones donde sus firmas deciden la libertad de los demás. Hay más que unidad de clase ahí. Coto de machos, las hijas se entregan a los nuevos ingresantes al poder, en casamientos. Son la acepción más crasa de una tribu.
Cuando ellos mismos se llaman “la familia judicial”, se describen puntualmente. Si el nene se chupa y mata, ahí está papito está para salvarlo.
Es un lugar común compartido por la decencia republicana la afirmación de que el Poder Judicial ha de ser independiente. Si la defensa de esa virginal independencia obra como un señuelo para mantener dentro de los tribunales y fuera de la vista el manejo de las dependencias reales y concretas, es necesario entonces exponer a este poder ante el único actor que queda por fuera del asunto: el elector.
La sola mención de esta posibilidad resulta urticante para nuestra familia judicial. ¿Cómo exponerse al escrutinio de la plebe, a la demagogia del voto? Peculiar concepción de la democracia: sí podemos votar a quienes ocupan unos poderes que nos pueden mandar a la guerra, encerrarnos en una cuarentena o endeudarnos hasta los bisnietos, pero no podemos siquiera tocar a una banda de tilingos trajeados que se ufanan de expresarse en una jerigonza que ni ellos mismos comprenden, que joden seniles en sus cargos sin fecha de caducidad y que ni siquiera se allanan a pagar sus impuestos como cualquiera.
La democracia no llegó nunca a la Justicia, en lo más mínimo. Y es justamente eso lo que está en juego: la democracia.
No mirar al costado
En 2002 fue en Venezuela, fallido. 2004, Haití, triunfante. 2008, Bolivia, fallido. 2009, Honduras, triunfante. 2010, Ecuador, fallido. 2012, Paraguay, triunfante. 2016, Brasil, triunfante. 2019, Venezuela, fallido. 2019, Bolivia, triunfante. La estela de los golpes de Estado en América Latina es continua desde hace 20 años, todos con rasgos diferentes, todos con un común denominador: el empuje persistente de la Embajada norteamericana contra gobiernos populares o de izquierda.
Parece un léxico vetusto, no lo es. La progresiva pérdida de términos como “colonialismo” o “imperio” ha degradado el lenguaje político y, con esa degradación, la reflexión sobre los procesos continentales ha bajado demasiados escalones.
El macrismo apoyó en forma directa el golpe de Estado en Bolivia
La Embajada de Estados Unidos y el Departamento de Estado, sus organismos internacionales, sus centros de estudios y formación, sus fuentes de financiamiento infinito y sus programas de control por endeudamiento, siempre estuvieron allí. Con los años dejaron de auspiciar genocidas. Bueno, al menos de este lado del mundo.
Generalmente, las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad, a veces escudadas en una firma judicial, dan el toque final. En nombre de la pacificación (Bolivia, 2019) o por acuartelamiento de la policía, como se intentó en Ecuador.
Pero, a veces, los fierros quedan guardados y sólo se exhiben al final, en comparsa. En Brasil, la coordinación de todos los factores para el golpe fue perfecta. Una gambeta de su fútbol. La Embajada auspició, los grandes medios se la pasaron a la Justicia y al Parlamento, el Parlamento destituyó a la presidenta y la Justicia mandó a encarcelar al ex presidente, también candidato, la Policía cumplió, Lula fue preso, la manipulación en redes sociales impuso a Jair Bolsonaro, Bolsonaro hizo desfilar por Río de Janeiro a los militares festejando en enero de 2019. Todos los factores coordinados y todo bien, todo legal. Excepto por un detalle: ni la destitución de Dilma Rousseff estaba justificada –se la culpó de un movimiento de presupuesto que era común en cualquier administración– ni el encarcelamiento del líder popular del cono sur tenía fundamento.
El crack judicial de toda esta movida fue el famoso juez Sergio Moro. Por sus servicios, Moro fue designado ministro de Justicia por Bolsonaro. En 2017 visitó nuestro país y fue recibido con grandes fastos. Dio una conferencia abierta con la titular de la Oficina Anticorrupción, Laura Alonso, en la Universidad Católica Argentina, y se reunió con el titular de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, el fallecido juez Claudio Bonadío, el ex ministro de Justicia Germán Garavano, y jueces como Martín Irurzun (el de la doctrina por la cual corresponde la prisión preventiva a un político sin funciones por su “poder residual”, una justificación para encanar opositores).
La causa contra Lula tuvo renombre mundial: Lava Jato. No tuvieron la misma difusión las sentencias de nulidad del juicio contra el líder del PT, ni de la alianza de Moro con los fiscales que encarcelaron 580 días al dirigente y le cerraron el camino para competir contra Bolsonaro en 2018. Hoy Dilma Rousseff no tiene ninguna imputación, Lula está libre por orden judicial y en camino a triunfar en las elecciones de octubre. Sergio Moro trabaja para empresas norteamericanas.
Pero el mal ya fue hecho. Y eso es lo que está sucediendo.