Ante los últimos hechos de violencia, publicamos la reflexión de un voluntario que trabaja junto a una comunidad que se conformó hace más de 30 años en el barrio Santo Domingo de Santa Fe.
Por Andrés Cettour
Cuatro hombres atacaron a escopetazos a once personas (cuatro de ellas, menores), pertenecientes a una familia Qom de barrio Santo Domingo. La agresión ocurrió el lunes 25 de julio a la madrugada, cerca del cruce Espora y Pasaje Vieyra. Tres presuntos atacantes fueron detenidos por la Policía.
Si notamos que a raíz de los hechos de violencia ejercidos hacia la comunidad Qom de barrio Santo Domingo, el 25 de julio pasado, se pusieron en juego las vidas de once personas (tres de ellas niños), debemos pensar que existe, al menos, un orden de discurso y unos argumentos de poder que merecen, por lo menos, ser dilucidados.
Ser dilucidados para comprender un presente social que, con respecto a la idea de inclusión/exclusión, sólo puede verse a través de sus fisuras y hendijas más secretas y naturalizadas. Estamos de frente, quizá, a un intento de “borrón y cuenta nueva” de la idea de diversidad en nuestra ciudad. O a su enraizamiento y fijación definitivos, a través de la integración social. Lo que no puede ni debe hacerse a este respecto, es decir, ingenuamente, que “aquí no ha pasado nada”.
Sí que ha pasado. Lo hemos indagado, pero sobre todo nos lo han dicho, de formas diferentes, las personas violentadas –literal y metafóricamente– por la fuerza gravitacional de lo acontecido. Sí que ha pasado. Se ha vuelto experiencia en el relato que, aún tímido, viene a recordarnos las formas violentas, desmedidas y desmesuradas, bajo las cuales se perciben las identidades originarias en nuestra ciudad. Identidades que deberían ser hospedadas, albergadas, bienvenidas.
La tentación por la búsqueda de un móvil de lo sucedido está al alcance de la mano, pero también se escurre como agua entre los dedos. Esa tentación nos ha hecho caer en la trampa de creer que todo se soluciona con sucesivas formas de nombrar al hecho –caratular el hecho– como un “hecho más de los que suceden en el barrio”, de llamarlo sin “llamarlo”. La trampa, al fin, de pensar que toda experiencia, que todo padecimiento y todo sufrimiento de este colectivo social originario, no es otra cosa que aquello que compone su propia y autorreferida y autoprovocada exclusión.
El camino que ha conducido a ello es, para nosotros, el problema. O la falta de caminos. Y es que el sendero, desde la pandemia, fue y es –¿será?– demasiado estrecho, demasiado abismado y desértico para las comunidades aborígenes de nuestra ciudad, donde se han visto fuertemente segregadas.
Por nombrar algunos hechos puntuales de este 2022: desde hace seis meses el centro de salud (CAPS) se encuentra sin trabajadora social en el territorio. Desde hace años, la Estación Municipal de cuidados de Las Lomas no posee un edificio capaz de brindar servicios de cuidado (no posee baños habilitados, por ejemplo). Desde siempre, el equipo de Salud Intercultural de la Dirección de Salud Sexual Reproductiva y Diversidad de la provincia, está compuesto por sólo dos trabajadoras en toda la provincia.
Ahora, desde esta perspectiva, tengo la sensación de habernos anticipado muy rápidamente al corazón del problema, y me arrepiento por ello. No todo puede leerse tan rápido, no todo puede escribirse tan sencillo, no todo análisis es circunstancial. Es típico de estos tiempos ver cómo las identidades originarias están denostadas, despreciadas y etiquetadas como anacrónicas y a la vera de un relato que, únicamente, las fija a su pasado. Por eso, a muchos les ha resultado tarea por demás fácil intercambiar la historia real; omitiendo por completo una historia crítica, profunda y veraz.
El procedimiento ha sido tan falaz como efectivo: infantilizando el móvil (se ha dicho que todo comenzó en una discusión en un partido de fútbol) se ha infantilizado al hecho y luego mutis por el foro. Sin embargo, habría que tener algo más de sensibilidad y lucidez para hacer exactamente lo contrario: revisar y revisitar institución por institución; discutir integración tras integración, práctica tras práctica, prédica tras más prédica.
Además, se pretende cauterizar esta cuestión por el lugar más ambiguo en los tiempos que corren: el de ese dedo que señala a los pueblos originarios como si ellos fueran los responsables de su marginación. De lo que se trataría, tal vez, es de dejar de mirar hacia lo apuntado, hacia el apuntado y comenzar a sospechar del dedo que apunta. Ese dedo que cree describir una realidad, y no es capaz de percibir las artimañas de su propia exclusión social.