La asociación civil Manitos Solidarias hizo estudios nutricionales con niñas y niños que asisten al comedor de La Poderosa en Costa Azul, Santo Tomé. El 33,3% de ellos tiene problemas de malnutrición.
En el noreste de Santo Tomé, a la vera del Río Salado, está el barrio Costa Azul. Para llegar desde la Avenida 7 de marzo, uno tiene que doblar hacia el norte, cruzando la vía. Si uno siguiera derecho por calle Saavedra, pronto se toparía con el country El Paso, y con el resto de los barrios privados que se despliegan sobre la autopista Santa Fe-Rosario. Pero antes está Costa Azul, que, como diría el Diego, también es un barrio privado: privado de luz, de gas, de agua y de comida.
Allí viven aproximadamente 500 personas, la mayor parte de las cuales vive de la pesca, la albañilería y las changas ocasionales. En 2020, el movimiento social La Poderosa abrió un comedor comunitario en la casa de Ramona, vecina y referenta histórica del barrio que ya había creado, años antes, una copa de leche. Hoy en día, 96 familias se alimentan allí. En julio y agosto, la asociación civil santotomesina Manitos Solidarias realizó un estudio nutricional con 81 niñas y niños que asisten al comedor, y los resultados impactan: el 33,3% tiene problemas de malnutrición, la gran mayoría por exceso.
Las trabajadoras del comedor hacen malabares con lo poco que tienen para llenar un poquito más la olla, y darle de comer a la mayor cantidad de gente posible. Pero los recursos son escasos, y la oferta alimentaria resulta muy poco variada. En este contexto, desde La Poderosa denuncian que el gobierno provincial le viene negando la Tarjeta Institucional, una herramienta de asistencia financiera que le permitiría comprar más y mejores alimentos. Mientras tanto, no queda otra que echarle un poco más de agua a la olla.
Cenar mate
La semilla de lo que hoy es Costa Azul brotó en 1959 como parte de un proyecto que comprendía 300 lotes y que incluía la construcción de un balneario, avenidas y edificaciones. Pero esto nunca se concretó, y en su lugar se fueron instalando familias de pescadores que, ante las constantes inundaciones, buscaban un lugar donde vivir. Durante mucho tiempo, residieron allí apenas un puñado de familias. En el siglo XXI, las casillas de chapa se fueron multiplicando lentamente, y hoy viven en el barrio unas 500 personas.
El camino de tierra que es la puerta de entrada a Costa Azul, repleto de pozos, marca una pauta del abandono en el que está sumido el barrio, desconectado por completo de cualquier red de integración urbana. Un territorio por el que no pasa ningún colectivo, en el que ni la ambulancia ni el basurero entran jamás, carente de agua corriente, conexión formal de electricidad y gas natural. En sus irregulares doce manzanas no hay ni una salita de salud, y la escuela más cercana está a más de treinta cuadras; todos los días, las madres llevan a sus hijos caminando bajo el rayo del sol, a la vera de una ruta sin vereda, atravesando peligrosas curvas en las que, por la altura de los yuyos, es imposible ver si viene un auto. “Para los gobiernos no existimos”, sintetiza Vilma Luna, cocinera del comedor comunitario de La Poderosa.
En julio, la asociación civil Manitos Solidarias comenzó a trabajar en conjunto con La Poderosa, entregando 63 viandas tres días a la semana. En este marco, se hicieron estudios nutricionales con 81 niñas y niños que asisten al comedor, cuyos resultados arrojaron que el 33,3% de ellos presenta signos de malnutrición, la mayoría por sobrepeso. Además, el 9,87% tiene talla baja, que es un indicador de detención del crecimiento. “Esto es producto de la falta de acceso a alimentos saludables y variados, principalmente frutas, verduras, legumbres y carnes de buena calidad. Comen monótono, siempre lo mismo”, explica Érica Rodríguez, de Manitos Solidarias.
“Básicamente fideos hervidos, hamburguesas, salchichas, lo más barato”, responde Vilma Luna sobre los platos habituales que se comen en Costa Azul. “Todas cosas de elaboración artificial, que no son nutritivas. Y algunas familias comen una sola vez al día”, agrega. En un contexto inflacionario, en el que la enorme mayoría de vecinas y vecinos no cuentan con un trabajo formal, las cifras de malnutrición infantil, tristemente, no sorprenden. Según Unicef, más de un millón de niñas, niños y adolescentes en Argentina se saltean alguna comida en el día, una situación que también afecta a 3 millones de adultos. La insuficiencia en los ingresos también generó una reducción del 67% en el consumo de carne y del 40% en la ingesta de frutas, verduras y lácteos en relación al año pasado.
“Como está la situación económica, no alcanza: o vestís a los chicos o les das de comer”, dice Guadalupe Molina, que también trabaja en el comedor de La Poderosa, antes de pintar una postal repetida en muchos barrios populares: al terminar el día, muchos padres y madres prefieren quedarse sin cenar para que coman sus hijos. En la oscuridad de la noche, el mate engaña al estómago vacío. Las burbujas en la yerba, ya gastada de tanto cebar, son la última luz que se apaga antes de ir a dormir.
Una olla cada vez más vacía
Vilma empezó a trabajar para el barrio hace doce años, cuando Ramona inauguró la copa de leche en su casa. Hoy es una de las 17 personas que trabajan en el comedor de La Poderosa, nacido en plena pandemia, que entrega más de 400 platos de comida, dos veces por semana. Además, la organización también brinda una copa de leche, que aporta 150 raciones más los martes y jueves. Como en tantos barrios populares, las redes de organización comunitaria se despliegan allí donde el Estado no aparece, y hacen lo que pueden con los pocos recursos que tienen. “Cada vez tenemos menos mercadería. Cuando podemos, juntamos monedas entre nosotras y compramos algo: carne ya no, pero al menos menudos”, narra Vilma. Frente a la falta de recursos, las trabajadoras del comedor se encargan ellas mismas de gestionar donaciones y hasta recurren al trueque para conseguir un poco de puchero de cerdo.
“Acá antes cocinábamos salsas con fideos o arroz, hasta llegamos a hacer pollo con ensalada mixta; pero ahora hacemos guisos, que es lo que más llena y alcanza”, cuenta melancólicamente Guadalupe. Junto a Vilma, ambas trabajan también en la cuadrilla ambiental de La Poderosa, que se encarga de limpiar el barrio y cortar los yuyos: “el basurero no pasa nunca, y si el barrio está un poco limpio es gracias a nosotros”, dice Vilma, acostumbrada desde la cuna a la ausencia del Estado en todas y cada una de las áreas que permiten garantizar unas condiciones de vida dignas.
Desde La Poderosa vienen reclamándole hace meses al gobierno provincial, en particular al Ministerio de Desarrollo Social, la entrega de la Tarjeta Institucional, un programa de asistencia a comedores comunitarios que permitiría comprar más y mejores alimentos para llenar la olla. “La provincia no nos baja nada: desde marzo venimos pidiendo la Tarjeta Institucional y no nos contestan”, comenta Guadalupe. El 17 de agosto la diputada provincial Dámaris Pacchiotti, de Ciudad Futura, elevó un proyecto de comunicación exigiéndole al Poder Ejecutivo que explicite “los motivos por los que no se ha asignado aún la tarjeta institucional al Comedor Solidario La Poderosa”, pero tampoco obtuvo respuesta. El aporte de los otros niveles del Estado también es magro. El gobierno nacional envió mercadería dos veces en el año, y en junio bajó 20 mil pesos en el marco del PROSONU, un convenio con el gobierno provincial. El municipio, por su parte, entrega 27 viandas de almuerzo todos los días, aunque la calidad de las mismas suele dejar bastante que desear.
Antes de empezar a cocinar, Guadalupe enumera las cosas que faltan para que las niñas y los niños del barrio puedan transitar una infancia digna: “acá no hay ni una plaza para que puedan jugar, ni una posta sanitaria”. “Una plaza, juegos, un lugar de integración. Hay muchos chicos que no van a la escuela porque está a más de 30 cuadras y no hay colectivo”, agrega Vilma. Luego van hasta el armario, buscan el delantal y empiezan a husmear en los estantes cada vez más vacíos, pensando qué carajo van a cocinar hoy.