Por Eduardo D’Anna
Las paredes son de tablas ajustadas, dando la impresión de una casa de veraneo, pero el mobiliario desmiente esa impresión: cama señorial con dosel, altas y severas cómodas de roble, lámparas de kerosén de delicadas tulipas de cristal, alfombras mullidas. Puede que haya también un espejo. Cuadros y fotos colgados de las paredes y sobre los trinchantes completan la escena.
Es el anochecer, y la atmósfera es cargada, como si en la habitación hubiera humo. Sin embargo, existe un ventanal que, debido a la hora, no arroja prácticamente luz. Lo que ilumina la habitación realmente son dos lámparas.
El viejo no está en la cama, sino en una silla de ruedas. Va tapado con una manta que no lo cubre mayormente, pero bajo la manta está vestido; a la usanza del momento: 1888.
Llaman a la puerta. El viejo se sobresalta. Parece tener miedo. Dice ‘¿quién es?’ Sin levantarse de la silla.
—¿Puedo pasar, entonces?
—¡Pase de una buena vez! – Entra un joven, vestido también la moda, elegantemente. ‘¿Quién demonios es usted?’, dice el viejo.
—Discúlpeme por no haberle avisado que venía – dice el joven.
‘En realidad, no sabía cómo hacerlo. No conozco a nadie en la ciudad… Nadie que lo frecuente a usted, por lo menos. Y no tiene usted ningún secretario, señor.’
—No tengo ningún secretario, es cierto. Y no lo tendré, tampoco. Ya no vale la pena.
El joven se pasea nervioso por el cuarto: ‘No crea que ando buscando un puesto. Estoy aquí, porque quisiera algunas declaraciones suyas. Usted es una figura pública. Mi deseo es muy natural. Usted es un referente de la Argentina de hoy. Se podría decir que usted construyó la Argentina de hoy’.
—Se podría decir.
—Yo sé que deben ser legión los que buscan declaraciones suyas, pero...
—No hago declaraciones sobre la actualidad política.
—Usted sigue siendo la actualidad política.
—No me adule, que no va a conseguir nada.
—Sólo digo la verdad.
El viejo suspira: ‘Eso nadie lo hace. ¿Qué pretende de mí? ¿Un reportaje?’
—Digamos que un reportaje. Que me hable de su vida…
—He hablado hasta por los codos de mi vida.
—Precisamente, lo que yo busco son nuevos datos, revelaciones, algo que usted todavía...
—No dejo que nadie hable de mi vida privada, como no sea yo. Bueno… ¿Qué diablos quiere preguntarme?
—Hábleme de la hija de Vélez Sarfield.
—Pero, ¿qué puede usted saber de eso?
—Aurelia ¿Por qué no se quedó con usted?
—Bueno… – el viejo balbucea, molesto – Posiblemente porque no quería verme morir.
—Pero, entonces ella no lo quería.
—Es que a las mujeres las seduce la fuerza. Y cuando uno decae…
—Sin embargo, amar es aceptar cómo es el otro, ¿no es verdad? Cómo es, no sólo cómo fue.
—¿Y qué hace uno cuando no acepta lo que tiene que amar? Se va. Se va, o lo cambia.
-Bueno, si realmente lo ama, yo creo que no. Amar es amar lo que uno tiene.
—¿Y si lo que tiene no le deja amar, si lo que tiene no le gusta? Vamos, Aurelia se fue. Y fijesé que yo amé a mi país. Lo amo. Y, sin embargo, la prueba de lo que le estoy diciendo es que no acepté nada. Quise cambiarlo. Y, vaya, lo cambié. Por cierto, está irreconocible.
—¿Y no puede pasarle con su país… lo que le pasó con Aurelia?
Por primera vez, el viejo mira con atención al joven. Se le ve en la cara lo que está pensando:
—No, usted no es un periodista. Yo a los periodistas los conozco. Si usted fuera uno, ya estaría anotando las frases que digo. Por supuesto, paraguayo no es… Mitrista, a lo mejor… No, a Mitre yo ya no le intereso. Lógico, ya soy una estatua, las estatuas no hacen política.
—No, sabe...
—Espere. A ver si todavía… sí, ¿por qué no? Aunque está bien vestido, habla bien... A ver: un hijo, un sobrino… pero, ¿de quién?
El joven, por fin, entiende: ‘¡Ha hecho matar a tantos!’ le dice.
—Pero eran gauchos. ¿Dónde se crió usted?
—No puedo decírselo. Nací mucho más tarde para ser un hijo o un sobrino. Ni siquiera un nieto.
—Pero por su edad, en cualquier caso, usted habla demasiado bien.
—Los hijos y los nietos de esos gauchos que usted hizo matar, han aprendido a hablar bien en sus escuelas, don Domingo.
—Ojalá, para eso las hice. ¿Usted estudió en…?
—En una escuela que usted creó.
—Será de las primeras promociones.
—No. Usted no creería en qué año nací.
—Bueno, ahora no interesa, ¿Está aquí por una venganza? ¿Vino a matarme?
—No quiero matarlo. Usted se morirá, ése no es la cuestión con usted. ¿Qué me mira?
—Honestamente, no entiendo eso de que morirme no es la cuestión.
—Para el país, usted seguirá siendo un problema, aunque esté muerto.
—Yo no seré ningún problema. Yo fundé este país.
El viejo pasea la mirada por la habitación. En un primer momento, parece que buscara admiradores que aprueben lo que acaba de decir, pero a poco puede advertirse que su mirada es temerosa. Que siente que en esa pieza existe una amenaza. ¿El joven? Sin embargo, el joven ha dicho que no ha venido a matarlo. Sería muy estúpido, por lo demás; todos saben que se está muriendo.
Por eso, aunque por lo general no le guste escuchar, y sí que lo escuchen, presta atención. El joven se ha callado, y reina un gran silencio. Pero el viejo sabe que allí está la amenaza: en lo que el joven le va a decir, antes de irse. De irse para dejarlo que se muera.
Y el joven, finalmente, lo dice:
—Sí. Nosotros le creímos. Le creímos, y ahora estamos en problemas.