Para salir del actual clima de angustia y odio, necesitamos crear dos, tres, muchas “vecinas de Cristina”.
El país es otro después del intento de asesinato a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Más bien: ahora sí se nota, a la vista de todos, que el país ya era otro desde mucho antes.
Por eso preocupa y angustia, pero no asombra, que el acontecimiento del jueves 1º de septiembre esté siendo eficazmente reducido a ser un momento más de una dinámica implacable. Los guiones se repiten, la gramática del lenguaje político de los últimos 14 años no altera sus reglas. Los actores principales –de la oposición y del oficialismo– están diciendo más o menos lo mismo que siempre, más o menos de la misma manera, más o menos a las mismas personas.
La política reducida a la batalla cultural y la batalla cultural reducida a la palabrería que se dice en las pantallas de la TV y el celular son el peor marco explicativo para recuperar la paz democrática. El problema no está en el tono de lo que se dice y en lo que se dice. El problema es que no estamos habitando en un mismo lugar y que, por tanto, no hay conversación. Hay monólogos para las propias tribus.
Una dificultad central para enfrentar los discursos de odio, tal como hoy se los denomina, es que se hace imprescindible salir de la tribu propia y, al mismo tiempo, no ceder en lo básico. Por dar un solo ejemplo, que los genocidas tienen que estar presos. La dificultad para desafiar el odio es no salirse de las reglas democráticas. Conversar y tener un conflicto ordenado, a la vez. Una democracia robusta es siempre una paradoja disparada hacia adelante.
Qué pasó
Ni siquiera el jueves del intento de asesinato a Cristina Fernández de Kirchner el repudio fue generalizado. Los líderes de la ultraderecha –Patricia Bullrich, Javier Milei– nunca expresaron debidamente su rechazo y los irresponsables sueltos –cono Amalia Granata– aprovecharon la oportunidad para hacerse ver.
El viernes, Juntos por el Cambio ya había dejado atrás el magnicidio y había pasado en bloque a cuestionar el feriado. Hemos visto feriados puente de último momento, pura celebración del descanso y el turismo, que se decidieron sin que nadie trinara tanto. Pero el hecho de violencia más conmovedor desde el retorno de la democracia no merecía ninguna pausa. Para la oposición, la clave era que al otro día todo retomara su ritmo como si nada hubiera pasado.
Desde Bolivia, Jeanine Áñez, la presidenta de facto que sucedió a Evo Morales tras el golpe de Estado de 2019, rápidamente devolvió los favores diplomáticos y militares que Juntos por el Cambio le dio en su momento: “Achacar a la oposición de intento de asesinato a la acusada CFK, sin investigación e imponer feriado político para aleccionar a la Justicia, repite el modelo de autovictimizarse y promover el odio y la violencia que ya vimos tras el fraude en Bolivia”, expresó vía Twitter.
El sábado, el problema pasó a ser que el oficialismo estaba politizando el intento de magnicidio. Un paso más. Fue triste el escenario en la Cámara de Diputados de la Nación, a diferencia de lo sucedido en nuestra Legislatura provincial, que fue ejemplar. El oficialismo prefirió arreglar con Juntos con el Cambio un documento en el que el tema principal es “buscar todos los caminos que conduzcan a la paz social” y ni siquiera pudo evitar que el PRO descalificara la sesión, retirándose del recinto. La izquierda se abstuvo, repudió sin peros, aportó sus discursos y reclamó lo obvio: en el documento no hay ninguna mención a los discursos de odio. La izquierda quería dialogar con el oficialismo en un mismo plano, el oficialismo eligió firmar un documento con Juntos por el Cambio que, para la otra fuerza, fue apenas un acto de compromiso, una cáscara vacía.
“No es inocente ni gratuita la legitimación de discursos extremos, de llamados a la agresión, de planteos que niegan legitimidad democrática del adversario político. Nadie es individualmente responsable por las acciones de otros, pero quienes cedieron minutos de aire a los discursos de odio deberán reflexionar sobre cómo han colaborado para que lleguemos hasta esta situación” se dijo en la Plaza de Mayo el viernes por la tarde. “Unidad nacional pero no a cualquier precio: el odio, afuera”, cerraba el documento ante una masiva concurrencia, replicada en todo el país, con picos históricos de asistencia como el de Córdoba. Las palabras leídas en el acto en defensa de la democracia del viernes aguantaron así menos de 24 horas.
El domingo se cerró el círculo. El ex presidente Mauricio Macri invirtió la taba en una carta pública y salió a decir que es el discurso del kirchnerismo el que pone en riesgo la vida de las personas y la democracia y que no tiene “ninguna racionalidad” y es “irracional” la “furia” del kirchnerismo contra los medios de comunicación y el Poder Judicial. Hay palabras que sí ponen en riesgo la vida de otros, las del kirchnerismo, y palabras que no, pese a que sí hubo un intento de magnicidio. Hay víctimas imaginarias que son más reales que las víctimas concretas. Con esta contradicción psicotizante, se recuperó la normalidad violenta en la que estamos hundidos hace rato.
Fernando Sabag Montiel
¿Qué pasa en nuestra experiencia práctica diaria para que hoy abunden los desangelados que hablan con el lenguaje de Javier Milei, Amalia Granata o Patricia Bullrich? ¿Por qué los derechos sociales y económicos ganados son repudiados como si fueran privilegios?
El discurso de odio abreva en una desigualdad económica que fue creciendo desde 1976 a la fecha y que está en sus puntos más extremos, después de que en 2015 se abortara el único proceso político democrático que supo reducirla: el kirchnerismo. Una desigualdad económica que se transformó en una desintegración social. Sobre ese sustento el odio neofascista se puede volver popular.
La desigualdad deviene en desintegración social, en una fractura gigante dentro de la propia clase trabajadora. En alguien que hace 20 años sobrevive sin tener asegurado el laburo, menos las vacaciones o el aguinaldo, puede llegar a echar raíces un discurso que prometa bajarle los impuestos para “dejar de subvencionar a los parásitos”. La prédica en contra de los impuestos tiene más correlato en la vida de un monotributista que la defensa de una paritaria nacional. Una persona que careció siempre de soporte para hacer una huelga puede llegar a percibir que hay una “casta” que no sólo es la “política”, sino también la de todos los que sí detentan sus derechos laborales.
Como nunca, tras casi una década de estancamiento, el odio tiene espacio para abrirse camino sobre esa experiencia recelosa. El odio germina en esa fractura, donde vivió toda su vida laboral Fernando Sabag Montiel, su novia, acasos sus amigos. Para las clases populares, el odio es un suicidio colectivo, pero puede individualmente sonar muy razonable, más si sus usinas están en el corazón del mundo de los más exitosos.
Ximena Tezanos
Las declaraciones de odio son los borbotones que explotan públicamente a partir de una experiencia vital activa mucho más profunda, que resulta de la descomposición y pérdida casi total de espacios reales de encuentro y conflicto entre clases sociales.
Ximena Tezanos es la “vecina de Cristina”. Durante las últimas semanas, convivió con la militancia, con la cual se cruzó en más de una vez y a la cual le prestó el baño en alguna ocasión. Las crónicas registran el desconcierto de los vecinos de Recoleta, que vieron en el acampe que los negros peronistas están más bien educados, mucho más de lo que imaginaban. No se puede odiar lo que tiene rasgos humanos. Y los rasgos humanos se conocen con el cuerpo, no con el celular.
No hay puntos de encuentro entre clases en prácticamente ningún espacio y tiempo de la vida social. Porque, antes que nada, el gran odio que enmarca lo sucedido el jueves es un odio de clase, que luego es un odio racial y que luego es un odio al peronismo. Cualquiera lo puede entender: es el odio a los negros peronistas.
Doña Ximena sigue pensando todo lo que pensaba antes respecto del peronismo, seguirá haciéndolo. Y está perfecto. Pero ahora pasó una semanita rodeada de negros peronistas y los humanizó. Es el primer paso del larguísimo camino para que ella y otras tantas Ximenas dejen de destilar que hay que matarlos a todos, negros y peronistas, empezando por la Yegua.