El primer frío del año es sorpresivo e intempestivo. Entre fines de abril y mayo, el bajón de temperatura acompañado de viento sur llega sin mucho aviso. Para asistir a una función de teatro durante la noche con sus amigas y amigos, la señora busca entre las cajas de zapatos las botitas negras de cuero. El clima lo amerita. Y la ocasión también. Son esas que tienen un poco de taco y a la señora la elevan un tanto de su metro cincuenta y siete centímetros a partir del suelo. La dejan ver con más elegancia. Sencilla pero no menos coqueta, como corresponde (con zapatillas al teatro iba cuando era adolescente, ahora, cuando ya le dicen señora, no). Una vez puestos sus calzados elegidos, ya vestida y maquillada para la velada, advierte que uno de los tacos está roto. “¡¿Pero cómo puede ser…?!” Otras botas, más bajas entran como reemplazantes. La función de teatro resulta encantadora y la cena posterior es un sano disfrute pospandémico. Pero claro, aquel desperfecto que le impidió lucirse con sus botitas negras sigue pendiente.
Una tarde de la semana siguiente, la señora busca un taller de calzado para la debida reparación. El del barrio, en el sur, está cerrado. Solo atiende por la mañana y parte de la siesta. Con gesto de insatisfacción, la señora comienza a caminar por San Jerónimo hacia el norte. En cada cuadra consulta en varios negocios si saben de algún taller de zapatos. “No… el único el del sur, por acá ninguno”. La señora, empecinada, sigue su cometido sin buena fortuna. Hasta que recuerda que había un taller en Hipólito Yrigoyen y 1° de Mayo. Con las botitas en una bolsa que disimula el contenido, llega hasta esa esquina. No reconoce el lugar. Se cruza de vereda, observa hacia 4 de Enero, pero no halla el local. Con curiosidad y decepción, ingresa a la farmacia de la esquina y relata brevemente que busca el taller que estaba cruzando la calle. Detrás del mostrador, otra señora responde “el señor murió y el hijo trabaja particular, te puedo dar su teléfono”. “¿Y el taller?”. “Hecho escombros, debajo de ese edificio”, ironiza la farmacéutica y señala con la vista.
La señora sale de la farmacia y comprende que donde ahora se alza la construcción de uno de esos edificios carenciados de dotes estéticos, con más de una decena de pisos, hechos con premura y eficacia, allí mismo, estaba aquel taller en la que supo ser atendida varias veces. Porque las suelas se gastan, los tacos se rompen y no son tiempos para andar comprando cosas nuevas. Taciturna, la señora regresa a su hogar sin más que esperar la mañana del día siguiente para ir al taller del sur.
Así lo hace. Al llegar, saluda y comenta amable, con tono anecdótico (le encanta entablar charla) que no podía encontrar un taller en toda la zona. Delante de una pila de zapatos superpuestos en una estantería, la señora que atiende enseguida lanza quejosa “no se puede tener aprendices por las cargas sociales”. La señora de las botitas esconde detrás del barbijo su semblante fastidioso tras el comentario escuchado. “Van a estar para dentro de 20 días, le ponemos un taco de goma. Son 700, ¿podés dejar una seña?”. La señora clienta deja una seña, agradece y se va con el recibo para retirar el trabajo, mientras piensa “por no contratar a una persona te recargás de trabajo, sos el único taller en 20 cuadras a la redonda y como tenés a tu esposo haciendo los trabajos solo, atendés solo de mañana y la siesta”.
Llega el día del retiro del trabajo, pero la hija de la dueña del taller no encuentra el trabajo finalizado y comenta con un dejo de angustia “mi papá se quedó ayer hasta las siete de la tarde terminando, por favor vení mañana”. La señora clienta atina a conservar el prudente silencio. Y sí, regresa al día siguiente. Es mediodía de sábado y hay cola en la puerta del taller. Como en toda fila de personas que esperan lo mismo, se arma conversación. “Demoran, pero no hay otro en el barrio”. “Son buenos, trabajan bien”. “Hay otro en Suipacha y San Jerónimo, me parece…”. Cuando la señora clienta logra ingresar y hacerse de sus botitas, luego de pagar el saldo pendiente, oye a la dueña sentenciar que no se reciben más trabajos, que solo se entrega. La pequeña comunidad reunida en la vereda empieza a desarmarse porque ya no se pueden dejar calzados para reparar. Al menos, hasta nuevo aviso.
La señora regresa a su hogar con sus botitas reparadas –contenta, por cierto– y reflexiona en los entuertos que cruzan las calles de la ciudad: los talleres que ya no están, los oficios que aún son necesarios, los aprendices que no pueden aprender, los comercios familiares, los gigantes habitacionales que pisan fuerte y se multiplican desmedidos en una ciudad que crece. Crece, tal vez torcida, tal vez injusta, tal vez paradójica, tal vez moderna, tal vez sin olor a barrio, tal vez sin dejar huellas ni lugares para los zapatos rotos.