Ya que nos hemos propuesto revisar todos nuestros vínculos, revisemos también a esa cosa confusa llamada amistad.
¿Cuál es la serie que podrían ver una, y otra y otra vez? Esa que miran cuando tienen fiebre, cuando están tristes, cuando quieren dormir con el sonido de fondo de algo que no muestre las miserias del mundo en el que vivimos.
Yo tenía un top 3 bien armado. La Niñera, en la versión original y no la de cabotaje que supimos conseguir. Parks and Recreations, con su pintoresco humor sobre la política pueblerina yankee. Y el tanque, el titán, el acorazado de guerra: Friends. A toda hora, en todo momento. De fondo como compañía indiscutible de cualquier almuerzo en soledad, de las tardes de escritura. Me sé las líneas, los diálogos, los remates, los giros argumentales de cada final de temporada. Me la había apropiado, como cualquier buen fan. Hasta que llegó a mi vida un hilo de Twitter que rompió mis ilusiones.
Algo que, ahora que lo pienso, pasa bastante seguido. Deberíamos replantearnos nuestro vínculo con esa red social que se ha transformado en el órgano regular de todo lo que pensamos, lo que sentimos, lo que transitamos. Pero eso es para otra columna.
El twittero, a quien no recuerdo, no seguí y no le regalé siquiera el privilegio de mi “like”, esbozaba una teoría interesante: que en todas esas series donde el eje se encontraba en un grupo de amigos (como Friends, Seinfeld o How I Met Your Mother) esos amigos, en realidad, no eran buenos amigos. Eran en el fondo personas detestables, que nadie querría en su propio círculo íntimo. Que muchas veces, incluso, no tenía sentido que esas amistades se sostuvieran.
Al principio me enojé. Después recapacité. Por último, me engrané. Como si ese no fuera también el ciclo en el que eternamente la información circula y se produce, al menos en mi mente.
El twittero tenía razón. No sólo tenía razón, si no que eludía un punto clave de la narrativa de todas esas series: esos vínculos raros, desiguales, sin mucho sustento, estaban ahí apropósito. Sostenían la trama. Una trama que con simpatía y torpeza no tenía nunca un enemigo o antagonista claro. Eran amigos que todo el tiempo tenían tiempo y guita para sentarse a merendar en un café, tarde tras tarde. ¿Cómo no iban a llevarse bien?
A veces me gusta pensar que todos somos un poco más bobos de lo que nos atrevemos a reconocer. Yo me sentí traicionada por la serie a la que le dediqué horas de mi vida cuando llegué a los 30 y me di cuenta de que la premisa de ese grupo de amigos era económicamente fantasiosa e insostenible desde los vínculos. Después pensé que la vida, como categoría confusa y sin mucho sustento, está llena de las dos cosas: de fantasías económicas, y de vínculos insostenibles.
¿Acaso no tenemos todos y todas un ex-compañero del secundario, una prima lejana, un vecino al que no podemos justificarle sus consumos? Tal y como nos orientara en su momento la enorme Oriana Junco,a veces sólo podemos mirarlos, con sus vidas opulentas, para preguntarnos después “¿de qué viven?”. ¿Cómo hacían los pibes de Friends para vivir en uno de los barrios más caros de Nueva York si trabajaban de mozos? Qué se yo. ¿Cómo hace tu primo Bruno, que en teoría labura de cajero de super, para comparse un Iphone y vivir viajando a ver festivales de música que vos no podés ni pronunciar?
Probablemente todos esos personajes, los ficticios y los reales, hagan uso de la cultura de la deuda que sostiene hasta el día de hoy a las empresas prestamistas, que te dan guita a devolver con intereses usureros pero que también te regalan una plancheta si pagás todas las cuotas al día. No hay nada más lindo que patear los problemas a futuro, ¿no? Que la vida es una sola, y con esa excusa ya nos hemos mandado, con todo gusto, más de una cagada.
Esto nos devuelve al segundo aspecto de esas series que me resulta cada vez más irreal: ¿por qué los pibes de Friends eran amigos? ¿De dónde venía el afecto de los salames de Seinfeld? ¿A nadie de ese grupo le parecía infumable Ross? ¿Nadie creía que Joey era un vividor? ¿No les resultaba tedioso tener que andar maternando a Rachel? ¿No tenían otros amigos, otros grupos, otros espacios? ¿Esa endogamia no los aburrió?
Ya sé, ya sé: es ficción. Pero, ay…¡qué cerca pegan esas balas! Voy a ser tajante con esto: todos tenemos amigos así. Y si no los tenemos, entonces nosotros somos ese amigo.
Poco se habla de lo profundo que puede llegar a calar el vínculo de una amistad. Y como poco se habla, hoy le estoy dedicando las cuatrocientas líneas de esta columna, porque puedo y porque me place. Pero, sobre todo, porque quiero instalar un debate: existen las amistades tóxicas, carentes de responsabilidad afectiva, profundamente desiguales e incluso dañinas. Le hemos puesto un nombre a eso en todos los vínculos de nuestras vidas que exceden a la amistad, pero en esta venimos fallando.
En el trabajo, aludimos a cierta violencia laboral tipificada, estudiada, incluída en protocolos y convenios colectivos. En la familia, creamos doctrinas y disciplinas enteras para poner en palabras lo difícil de nuestros vínculos. En la pareja, hasta vendemos cursos y talleres que nos enseñan a amar mejor, y a vincularnos desde la responsabilidad, y a nombrar lo que nos pasa para que no nos lastime. Entre amigos, supongo, todo queda permitido. Hasta que nos cagan con plata.
No sé si a ustedes esto les suena tan insólito como a mi.
Voy a decir acá, abriendo el paraguas de la cancelación, que probablemente yo no soy buena amiga. Con cierta gente si, con otros no. Entiendo que hay un vínculo afectivo que me une a ciertas personas que excede el momento presente, y que esa forma de lealtad es la que hace de la amistad uno de los sentimientos más puros. Pero es también lo que la vuelve en una sociedad a veces insensata.
Lo que quiero decir es que alguna vez, en el transcurso de la humanidad, se definió que a los amigos no le cabían los parámetros de ningún otro tipo de vínculo, y de ahí para acá todo fue amor y confusión. Les exigimos todo, desde que sepan remolcar un auto hasta que nos sostengan en tiempo de dolor o de incertidumbre. Que jueguen bien al fútbol, que nos hagan reír, que nos abracen o que nos dejen solos, dependiendo de nuestras necesidades. Y damos, en teoría, en igual medida. Aunque a veces no es tan así. A veces, sin quererlo, somos el Ross de nuestro grupo. Y de eso no se vuelve.
O sí: saliendo de garante. Otra de las tantas cosas que les exigimos a nuestras amistades.
Quizás por eso es que a veces toleramos cosas que en otro contexto resultarían intolerables. Quizás de ahí viene que aceptemos que de vez en cuando nos hagan una escena de celos innecesaria, o que exijan de nosotros lo impensable, como por ejemplo que respondamos a una llamada telefónica un miércoles a las 11 de la noche para hablar de Viviana Canosa, o que tengamos una opinión formada y cerrada sobre Santi Maratea para compartirles. Quizás por eso aceptamos que juzguen a nuestras parejas o critiquen a nuestros padres, porque no son más que un espejo de todo eso que no nos atrevemos a hacer nosotros. Quizás por eso les damos permiso para que revisen nuestra heladera o nuestro teléfono.
Quizás por eso todo grupo de amigos debe tener otro grupo antagónico, uno que nos provea de puteríos y de chismes para reírnos de ellos en nuestra intimidad y sentirnos superiores no ya como individuos, si no como grupo, como asociación, como unidad básica de la lealtad amiguera.
Haría aquí una breve semblanza de aquellas cosas que creo que podríamos someter a discusión de los vínculos amigables y amistosos pero tengo miedo de que algún coach de Palermo Soho lo lea y arme workshops sobre este tema para facturarlos después en dólares, como sucede siempre. Mejor hagamos de esto una tarea introspectiva, en todo caso. Como si de esto dependiera nuestra tesis, marquemos esos seis arquetipos de personalidad que Friends nos dejó y apliquemolos en nuestros propios grupos. Armemos un laboratorio lombrosiano, si la misión lo requiere. No nos quedemos con la duda.