El atentado a la vicepresidenta, el odio que emerge y cómo se relaciona con el fracaso del discurso como lazo social. Una definición de goce y una apelación al existencialismo sartreano.
Hace varias semanas que no escribo para la columna. Al principio creí que eso era porque no había al alcance de mi mano nada importante que decir, luego comprendí que a este impasse puede adherirse otro sentido: la ausencia de escritura sostenida en un discurso -el psicoanalítico- le dio ventaja al odio y a la consecuente perplejidad.
¿Desde dónde afirmar está suerte matrimonio imposible entre el discurso y el odio? ¿Es así entonces: mientras más odio menos discursividad? Sostengamos esta hipótesis: el odio que emerge a la superficie de la vida social está en relación al fracaso del discurso, entendiéndolo, desde Lacan, como aquello que produce lazo social.
Tenemos entonces la secuencia: el malestar, el silencio, un escrito, a la que le corresponde tres preguntas:
¿De qué malestar se trata? De aquel que se desprende de la presencia de actos de odio.
¿Qué estatuto tiene este silencio? El de ser la consecuencia de la perplejidad, la angustiante inhibición frente al arrasamiento del Otro.
¿Qué se escribe? Nada referido a una respuesta última ni absoluta podrá completar respuestas posibles de quien lee, es decir, interpreta. Lo que se escribe, pasado por la factoría del lenguaje, produce cierto apaciguamiento.
Entonces, vayamos rápidamente a lo que angustia antes de volver a huir de ella. Se ha escuchado en los canales de información, medios de comunicación y redes sociales, verdaderos altoparlantes de la modernidad líquida (término que Zygmunt Bauman prefiere al de posmodernidad), la expresión discursos de odio. Dos aspectos interesan respecto a esta expresión; por un lado, lo que la causa, por otro, lo que cierra.
En relación a lo que la causa nos encontramos de lleno en el terreno de la angustia que se hace inmensamente presente cuando somos testigos de vejaciones, maltratos, xenofobia, aporofobia, explotaciones laborales, sometimiento, en fin, fenómenos nada nuevos pero que se recrudecen cuando los lazos sociales se deterioran. De este modo, el odio se articula con lo que Freud descubrió y conceptualizó como pulsión de muerte, vale decir, esa tendencia de los sujetos a la búsqueda de satisfacciones que lo llevan a enfermar, a la destrucción o a la misma muerte. Notamos que ese inagotable empuje asocial no descansa, siempre puede ser peor; así es como vemos por televisión, en vivo, cómo alguien gatilla un arma apuntando a la cabeza de la vicepresidenta.
Es cierto, los insistentes mensajes de odio hacia el que piensa distinto, la proliferación de mentiras vestidas de verdades absolutas, hicieron su trabajo y, premeditado o no, las consecuencias se hicieron presentes. Aquí el psicoanálisis nos invita a pensar que la dificultad no está en que la mentira se venda como verdad, sino en que la verdad se presente como absoluta. Desde Lacan sabemos que esta la verdad tiene estructura de ficción, lo que indica que la verdad es mentirosa, pero no en el sentido moral de la mentira, sino en el sentido de una imposibilidad estructural propia del discurso. Referimos a que entre aquello que queremos decir y lo que finalmente decimos hay un abismo. Siempre se dice más o menos de lo pretendido.
Por otra parte, sobre la cuestión que cierra está frase, podemos ubicar desde el psicoanálisis, que esos llamados discursos de odio no son discursos en el sentido pleno del término. Si el discurso es lo que posibilita que se instaure el lazo social –más aún el discurso es lazo social– se debe a que propone lugares, agentes que lo ocupan y cierta dinámica que los articula.
El psicoanálisis no promueve recetas sobre qué hacer. Aún así, la esperanza está dada al hacer interrumpir las rivalidades fraternas, a partir del análisis de aquello que habita en cada sujeto. La eficacia, en el sentido de hacer actuar al sujeto, atropellándolo hasta hacerlo desbarrancar en lo peor, se debe a que estas creaciones de sentido nutren el odio que nos habita. Interrogarnos acerca de él, ponerlo adentro, identificar qué odio propio se alimenta de los ajenos, nos da la oportunidad de impedir su proliferación. Resuena aquí la indicación de Lacan: “Lo que puede producirse en la relación interhumana es o la violencia o la palabra”.
Finalmente, vemos situarse en aquellas manifestaciones de una minoría que habla y muestra sus goces frente a la perplejidad de quienes a él no acceden, el empuje hacia una satisfacción sin límites que orienta a los sujetos hacia el desenfreno. Esto se debe a la presencia obscena del goce del Otro, siempre voraz e individual, lo cual se evidencia en las exposiciones de objetos y lujos a modo de vidriera.
Intentemos aclarar esta idea. No llegamos al mundo como sujetos por el solo hecho de nacer, dado que precisamos la presencia de quienes nos otorgan un nombre, un lugar en la familia y aún, en la historia. Somos hablados por estas figuras, a las que damos el nombre de Otro para indicar que no se tratan del semejante, el par, sino de figuras que representan la cultura (padres, educadores, por ejemplo). Cuando esta referencia, a la que el sujeto queda por siempre adherido con su consecuente malestar, se muestra fallida, deseante, podrá causar lo que dimos en llamar en psicoanálisis sujeto de deseo, quien se dispondrá a la búsqueda del placer aún cuando nunca se alcance la plena satisfacción. Decimos entonces que se reconoce atravesado por el límite al goce, es decir, castrado. ¿A qué escenario asistimos cuando vemos esos goces imaginarios sin freno alguno: cuerpos voluptuosos, objetos tecnológicos que resuelven la vida, lujos y desperdicios a ellos asociados? Lo que allí se muestra es que este Otro social del que hablamos oculta su falta, se muestra completo y con la fórmula a mano para acceder al goce ilimitado. El enganche del sujeto a este Otro no puede ya causar deseo. Por el contrario, adviene allí un sujeto gozante, el cual se enfrenta una y otra vez al fracaso, porque, al fin y al cabo, para sostenerse allí debe una y otra vez ocultar su falta. La sentencia podría ser: si no alcanzas estos goces que el Otro sí consigue, es por algo que no estás haciendo bien.
Si bien el psicoanálisis no es una filosofía, se ha servido del existencialismo. Así, concluimos con una idea sartreana que orienta una política: de aquello que decidimos somos responsables, por las consecuencias en lo singular como en lo social.