Por Mariano Pagés
El Pablito es indómito, silvestre como los cardos y tosco como los aromitos; tiene espinas por donde se lo mire, y le gusta echarse boca arriba, en el terraplén, con la panza al aire, para que lo acribillen las estrellas. Al Pablito le gusta ver salir la luna, cuando el sol se oculta, y aguarda, agazapado, para que no lo vean, que lo alumbre, la luna redonda y lechosa. Al Pablito le gusta chorrearse de luna, como su madre, de quien tiene un recuerdo borroso, doloroso.
El Pablito espera, ansioso, que se ponga el sol, para poder salir del bañito roñoso, y con pasito presuroso, enfilar para la defensa; aunque en el trayecto dé con la partida, o el vecino. Al Pablito no lo amilana la partida, y lleva, empavonado, el veintidós, envuelto en papel.
Es empinado el talud hasta la orilla, y en la pendiente le gusta rodar, en cueros, con más cicatrices que el Cuerudo. Gira y gira, y sus ojos, bien abiertos, avistan la luna y las estrellas, y también el empedrado escarpado que le imprime en el cuero, nuevas cicatrices. Se zambulle en el agua marrón y abre y cierra las manos para tocar los sabalitos de los márgenes del río, y entre los camalotes anda el Pablito, ganoso de internarse en el río y perderse en la corriente. Fija la mirada en el albardón más próximo a la costa y divisa, entre la espesura cerrada, a los duendes, que no caminan, que no corren, vuelan, un vuelo bajito, como al ras del suelo, y se apura a salir del río, empapado, y se recuesta, sobre el embaldosado, para meterse la isla por los ojos, y con la isla, los duendes.
Las estrellas le sacuden el cuero y la luna se le derrama encima, calado y bruñido queda el Pablito. La isla, fantasmal, lo llama con un grito silencioso, y el Pablito se deja embrujar, pero primero hay que atravesar el albardón. A canoa o a nado, se debate el Pablito; la canoa, hundida de agua, como exiliada del río, no sirve, y el pulmón que se desinfla, no le auguran un buen destino. Entonces el Pablito piensa en la mujer del tío, y la desea, aunque ella no lo quiera; la quiere pisar, como el gallo a las gallinas. Se la imagina en el catre, a la china, envuelta en camalotes, y en pelotas. Unos huevos de rana, rosados, lo distraen y lo devuelven al río y del río vuelven a brotar los recuerdos, de la mano del sueño. Y el Pablito dormita, recostado en la pendiente, y en el sueño aparecen el loco de la esquina, el vecino, la partida y la mujer del tío, perdida entre las piernas del Pablito. Sueña el Pablito, y en ese sueño se confunden la mujer del tío y el vecino, la partida y el loco de la esquina. Y también relucen los cuchillos en el sueño del Pablito, el acero filoso que espeja la luna y la tiñe de sangre. Sueña que sueña el Pablito y la china se desnuda, y el vecino que le afila.
Lo olfatea el perro del tío, en la pendiente del terraplén; lo saca del ensueño y el Pablito despierta. Y al despertar ve la luna, y las estrellas, y los camalotes y el albardón, y el río, amarronado, como el cuero. Y en cueros, así como está, vuelve al bañito, a seguir soñando, con la partida, con el vecino, con la china y con el loco de la esquina.
Enfila para el bañito, atento y agazapado, escondiéndose de las primeras luces que trae consigo el alba; ni bien empieza a clarear se va fondeando el Pablito. Desanda el camino el Pablito, el que lo trajo hasta el río, cual refucilo regresa a la madriguera apestosa.
Y con prisa vuelve al bañito, urgido de no ser visto ni oído, que nadie sepa de él, sólo la abuela y el tío. La nuca se le ilumina en el recorrido todavía oscuro y piensa, por ignorancia, por no escuchar a los mayores, que ésa ha de ser la luz mala. A la luz, fugitiva, la acompañan los ruidos que el Pablito conoce, los motores en marcha del destacamento que lo busca. Se retira del camino y se echa cuerpo a tierra en el bañado y con una oreja pegada al piso sondea la situación; las ruedas de la patrulla rompen los terrones del camino y prosiguen el viaje.
Aliviado, reanuda el regreso sin gloria; vio las estrellas, vio la luna y el río. Lo esperan, el vecino y el loco de la esquina, apostados. El loco, en la esquina, el vecino, en la guarida. Se percata el Pablito y demora la vuelta, se oculta en el Falcon y en lontananza distingue erguido al vecino, próximo a la puerta del bañito. Aguanta y aguanta, fondeado en el Falcon, que ceda el capricho de tan buen vecino. El loco en la esquina, grita que grita, y en una de esas al Pablito a pelear invita, en cambio el vecino, que tanto trajina, buscando al Pablito, se llama al silencio, y callado lo espera. La muerte le aguarda, paciente en la esquina, y el Pablito, ágil, la esquiva y la esquiva.
Tan bello como el principito