Ni la proscripción, ni la cárcel, ni toda la persecución sufrida evitaron que el pueblo haga presidente de nuevo a Lula da Silva. ¿Qué Brasil le tocará gobernar hasta 2027?
Por Joel Sidler (*)
Momentos después de que el Tribunal Superior Electoral diera la elección por “matemáticamente definida”, Lula da Silva sube al escenario y pronuncia algunas de las primeras palabras en su discurso como presidente electo: “Intentaron enterrarme vivo, y estoy aquí para gobernar este país”. Se hace carne la historia de una resurrección al otro lado de la frontera, que resuena en la región y en el mundo. La tercera presidencia, la histórica. La necesaria. Un bálsamo para la democracia en el país vecino y para resistir el avance del fascismo en todo el mundo. Una esperanza para el pueblo brasileño, artífice de su propia salvación. Un instinto de supervivencia con nombre y apellido, pero 60 millones de rostros.
Las urnas le pusieron fin a la pesadilla bolsonarista, pero para hacerlo fue necesaria la movilización social más grande desde el regreso a la democracia. Alianzas electorales entre más de diez partidos, movimientos sociales, territoriales, organizaciones de base, medios de comunicación alternativos, organizaciones culturales e influencers lograron algo hasta ahora inédito en la historia política de Brasil, que un presidente pierda su reelección. Menos de tres años atrás el responsable de la hazaña estaba preso. Impedido de participar en las elecciones de 2018, Lula contaba los días en Curitiba mientras Bolsonaro era proclamado presidente.
Cuatro años ocupando el Palacio del Planalto fueron suficientes para que Bolsonaro degrade a Brasil en términos sanitarios, económicos, ambientales y democráticos. La gestión de la pandemia fue criminal, aportando casi el 11% del total de las muertes a nivel global. Logró devolver a Brasil al mapa del hambre, al día de hoy son 33 millones de personas las que no alcanzan una provisión suficiente de alimentos. La deforestación y los incendios en el Amazonas alcanzaron cifras récord, afectando una superficie de las dimensiones de un país como Bélgica. El ataque a las disidencias, a las mujeres, activistas sociales y ambientales, a negros y negras es una marca de su gobierno. Se triplicó –al menos- la tenencia de armas de fuego. Al momento de escribir estas líneas Bolsonaro lleva más de quince horas sin reconocer la derrota.
Así y todo, el actual presidente alcanzó alrededor de 58 millones de votos, sumó más de 7 millones desde la primera vuelta y se posiciona como el principal líder de un movimiento que parece difícil vaya a diluirse en los próximos años. Su gesta lo trasciende, ha logrado que sus ministros y aliados sean electos diputados y senadores. Más aún, el bolsonarismo logró consolidar un poder territorial formidable a partir de las gobernaciones estaduales. En esta segunda vuelta se disputó la gobernación en doce Estados, de los cuales cinco quedaron en manos de gobernadores bolsonaristas (São Paulo, Rondônia, Mato Grosso do Sul, Amazonas y Santa Catarina), mientras que cuatro fueron para el PT o aliados (Alagoas, Bahía, Espírito Santo y Paraíba). En los tres restantes se eligieron gobernadores ligados a la centro-derecha (Rio Grande do Sul, Pernambuco, Sergipe). Si sumamos estos resultados a los obtenidos en la primera vuelta, Lula va a tener el apoyo explícito de sólo diez de los veintisiete gobernadores. Además, tendrá que enfrentar la oposición de Estados como San Pablo, el más poblado y centro económico de Brasil, y Minas Gerais, el segundo más poblado.
Bajo este panorama, y con minoría en ambas cámaras, no se pueden augurar años tranquilos para el líder del PT y para el pueblo de Brasil. Sin embargo, vale recuperar una respuesta de Oliver Kornhblitt (Midianinja) en el I Argentino de Periodismo y Opinión Pública, organizado por este medio. Cuando le preguntamos sobre algunas de estas restricciones en un posible gobierno de Lula, enfatizó un carácter distintivo y novedoso del movimiento que colocó a Lula de nuevo en la primera magistratura de su país: el pueblo de Brasil ya aprendió. Estos últimos cuatro años no fueron en vano, se observó el reverdecer de la organización popular, se construyeron redes a la par de una conciencia sobre la necesidad de poner fin a un gobierno criminal y la responsabilidad de defender al nuevo gobierno en las calles. Este proceso ya acumula victorias desde la primera vuelta, con la elección de las primeras tres diputadas trans en la historia de Brasil y dos representantes indígenas. Una novedad de peso para la conformación de las nuevas cámaras.
Lula vuelve a la presidencia exactamente luego de veinte años de su primer triunfo. Está claro que no es el mismo Brasil que gobernó entre 2003 y 2010. Tampoco fue sencillo en aquel momento, hay que recordar que cuando asumió por primera vez no solo tuvo que hacerse cargo de las consecuencias fatales de la ofensiva neoliberal durante los años noventa, sino también de casi dos siglos de historia independiente marcada por la discriminación sistemática, arraigada en las instituciones. Ahora, a los problemas económicos que encontrará desde el 1° de enero le tiene que sumar la reconstrucción de una democracia real y la pacificación del país. Tampoco el mundo en el que se inserta el gigante sudamericano se asemeja a aquel de principios de siglo. Aquel mundo se presentaba más afable para los países emergentes, con mejoras en los precios internacionales y una fuerte prédica contra los planes de austeridad y ajuste del Fondo Monetario Internacional. Un discurso que cimentó la unidad latinoamericana de aquellos años. El presente es más difícil e inestable.
Lula tampoco es el mismo. Reconoce la magnitud de los desafíos que tiene enfrente, también quienes lo pusieron ahí. Como escribió Juan Pascual desde Brasil, es posible que el cierre de campaña del sábado haya sido “el primer acto político de defensa del tercer gobierno de Lula”. Todo indica que serán necesarios muchos más en los próximos cuatro años. De seguro encontrará resistencias en el Poder Judicial, algunas fracciones de los mandos militares e incluso en ciertas esferas de la Policía Federal. El bolsonarismo ha calado hondo y de manera capilar en la sociedad. Su expresión más transparente es la violencia política. El gobierno de Lula deberá redoblar los esfuerzos y la creatividad para consolidar la convivencia democrática y llevar adelante un programa de gobierno transformador, apoyado en alianzas construidas desde las bases populares como principal activo de gobierno.
Al mismo tiempo, a la región le urge un líder que vuelva a colocarla como un espacio con posibilidades de futuro. Alguien que logre subirles la temperatura a los gobiernos progresistas del presente, colocarlos a la altura de las necesidades que enfrentan. Quizás sea mucho pedirle al próximo presidente de Brasil, con la magnitud de los problemas que tiene fronteras adentro. Sin embargo, hace más de cien años Max Weber escribió que “la política consiste en un esfuerzo tenaz y prolongado a través de tenaces resistencias. Este esfuerzo requiere, al mismo tiempo, pasión y perspectiva. Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez. Pero para ser capaz de hacer esto no sólo hay que ser un líder, sino también un héroe en el sentido más sobrio de la palabra”. ¿Quién, sino un héroe, es capaz de devolverle la esperanza a todo un pueblo?
(*) Politólogo UNL