Por Estanislao Giménez Corte

I

Una vez que una cosa comienza a ser pensada no puede olvidarse nunca, mantra lento que ‒aparecido‒ penetra en la corteza y se aferra como un animal asustado, en las paredes o en la grasa, y queda allí latiendo, esforzándose en tomar el control en las madrugadas como pesadilla u obsesión; y sólo se repliega para volver, cuando decae el ritmo diurno, con la fuerza de lo imperecedero, como una escenografía fija en la mente que se descubre en su terquedad y en su recurrencia.

II

Todas las tardes, al regresar del trabajo, al aproximarme a una cierta esquina, sentía crecer gravemente el peso de mis piernas; percibía cómo rompían el ritmo de mis pasos y cómo el andar vacilante aumentaba el ansia de siempre, que me envolvía lo mismo que el viento del oeste y me sumía en un no lugar en el que la duda batallaba con mi cobardía y me situaba en estado de suspensión. Después, seguía el camino acostumbrado. Todos los días me preguntaba si esos momentos en que me reconocía como un nómade potencial, como alguien que podría “hacer algo”, no eran lo único verdadero que me pasaba. Antes y después me abandonaba a la repetición o, más bien, me congelaba en ella. Sólo sentía alguna electricidad en el cuerpo al aproximarme al cruce prefijado, dulce veneno de la resignación, droga inútil. En el punto exacto del trazo citadino respiraba el viento cortado por los autos y largaba el aire acumulado como lamentación de lo de siempre. Después la‒cosa‒pensada‒que‒no‒se‒ iría haría lo suyo y me reprendería por mi inacción y yo la adormecería con cerveza o vino y entonces dormiría hasta la mañana siguiente si ella (la-cosa) así lo permitía. Otras veces no podía dormir y reforzaba el consumo de alcohol o recurría a la farmacopea (como decía mi abuelo) y llegaba a la costa, a la mañana siguiente, para reiterar la rutina “en su mecánica exasperación” (como decía un amigo).

III

Yo no quería calcular cuántas veces había pensado en doblar. Todas las tardes caminaba las 23 cuadras de regreso desde el trabajo a mi casa. Invariablemente, en mi imaginación, un día tomaría hacia la derecha y caminaría unas cuadras y, sin decir nada a nadie, sin anunciar nada, sin pensarlo siquiera, tocaría su puerta.

Esperé y postergué, cada vez, esa decisión. 

Nos habíamos conocido de manera casual, una noche. Creo no equivocarme si digo que nos dimos y nos recibimos de una forma bella y total. La “indigencia del idioma” me impide describir lo vivido. Todo intento sonará a pobre comparación. Pero la cometeré: sentí esa vez, y nunca más, que todo fluía como un río. Recordé (recordé que recordé) al poeta que se refería a éste como a un “fuerte dios moreno”. Después, fui vacilante. Indescifrable. Dejé pasar todo y volví a “mi vida”. Ella se alojó en mi imaginación (yo la alojé en mi imaginación) y desde allí me preguntaba si alguna vez, quizás. Como no podía tolerar lo real, la guardé en un sitio abstracto, fuera de la corrupción, del desgaste, de los años. Ensayé una sucesión ad nauseam de alternativas para justificar mi parálisis: ella ya no vivía allí, ella no estaba, ella me desconocía, ella había muerto. 

IV

No recuerdo bien lo que sucedió ese día. Pero sí esto. Desperté de mi letargo y cuando pude entender lo que sucedía supe que estaba en la puerta de su casa. Había doblado, finalmente. Nadie atendió. Esperé. Recibí un llamado al celular. Era mi pareja. Una mujer preguntaba por mí en la puerta de mi casa. Mi pareja la describió. No necesitó pronunciar su nombre. El horror fue completo: llevaba una campera roja, el pelo recogido, lentes y un bolso blanco. Entonces comprendí que la había visto. Peor: supe que nos habíamos cruzado. Peor: supe que nos habíamos mirado… y que no nos reconocimos. Sentí entonces el inmenso foso, la enorme distancia, entre lo imaginado todos estos años (que permanecía igual) y lo “real” (que no, ciertamente). 

Una vez que una cosa comienza a ser pensada no puede olvidarse nunca. No pude entender, no quise ver, que no podemos volver a un lugar, porque un lugar es un tiempo.

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