El largo trayecto de ponerse a dieta

Lachende junge Frau isst Salat

Hay algo de asumir una vida saludable que nadie te advierte: no sólo que te complica la existencia, sino que además le abre la puerta a todo tu círculo social para que opine al respecto.

Ha comenzado la peor etapa del año, adorados lectores de esta columna. Ya la venía presintiendo desde hace unas semanas, pero optaba por hacerme la desentendida, como quien no se hace cargo de que tiene una crisis hasta que dicha crisis no le explota en la cara. Han llegado los mosquitos al barrio, las remeritas a las vidrieras y las conversaciones sobre quién se va a tomar licencia o vacaciones a nuestras vidas. Estamos, inminentemente, cada vez más cerca del verano. O como yo le digo, la peor etapa del año, sobre todo si vivís en Santa Fe, tenés sobrepeso y problemas de transpiración, y no tenés plata.

El verano con plata es otra cosa. El verano con plata no es verano. El verano de quienes no toman colectivos y no se quedan pegados en el asiento plástico del 5 un martes a la tarde yendo a terapia es simplemente una ilusión, una fiesta donde se despilfarran cervezas y piletas y casas en la playa.

Este verano, además, me encuentra particularmente irascible. Tiene que ver con una propensión mía a acumular desgracias. Sigo viviendo en el monoambiente sin ventilación ni circulación de aire en el que vivía el verano pasado, con la particularidad de que ahora cuento con un aire acondicionado que se usa a discreción. Su uso depende, en realidad, de qué tan benevolente se ponga el ministro de Economía. Y yo sospecho que en este frente se nos viene un verano pesado.

Pero, sobre todo, este verano me encontrará haciendo dieta y ejercicio. Como ya he adelantado en columnas anteriores, la decisión no surgió desde el pleno convencimiento de que una vida mejor existe, si no desde el profundo sentido de la obligación. Diría: de la supervivencia. Pero no del placer. Me encuentro en una situación compleja, como suele sucederle a esos exploradores de la jungla que para sobrevivir deben chuparse el veneno de la serpiente que los picó. ¿Me gusta hacerlo? No. ¿Me siento mejor? Al rato. ¿Me creo moralmente superior? Sí claro, por supuesto.

Existe una propaganda de la vida saludable que no es del todo honesta. Si googleas “dieta”, por ejemplo, te asaltan miles de fotos de mujeres hegemónicas sonriéndole a una ensalada, casi como si el plato les hubiera contado el chiste más gracioso del universo. La ensalada en cuestión se presenta mustia, sin mucha personalidad, incluso les diría poco apetecible. Pero ellas sonríen. Probablemente la sonrisa tenga que ver con la constipación y las flatulencias, ahora que lo pienso.

Hay algo de asumir una vida saludable que nadie te advierte, y que me siento con el deber de poner sobre la mesa: no sólo que es una porquería y te complica la existencia, si no que además le abre la puerta a todo tu círculo social para que opine al respecto. Sospecho que esto no sucede cuando una, por ejemplo, se somete a otro tipo de tratamiento médico. Nadie va a decirte cuál es la mejor forma de hacerte una diálisis, pero cuando deslizás que estás a dieta todos se transforman en Cormillot. No puedo ni empezar a contar la cantidad de tips y sugerencias que la gente me ha hecho sin siquiera tener idea de lo que arrojaron mis últimos estudios médicos. Desde comer semillas activadas a meterme polvo protéico, de hacer una semana de dieta líquida a eliminar cualquier tipo de líquido que no sea agua filtrada dos veces. Me han mandado a mirar el ciclo de la luna y a comer pasto, a no salir a caminar de noche y a ponerle hierbas al mate que le dejaron el mismo gusto que, asumo, debe tener la mochila de un baño químico que ya soportó ocho recitales de Coldplay en River.

Desmotiva que todos, todas y todes interpreten que una es una esponja dispuesta a absorber información en un momento de vulnerabilidad y, sobre todo, muchísima hambre. Mientras vos me hablás del germen de trigo, Luciano, yo estoy mirándote y te veo forma de salame picado grueso. Hablás y hablás y todo lo que puedo ver es un salame enorme, de esos que te dejan los dedos grasos y la boca con sabor a carne y especias por varios días. De esos salames que más que salames son brillo para labios comestibles.

De mis primeros meses de dieta he descubierto que todos se ponen contentos con tu dieta y tu compromiso pero que también te van a invitar a realizar entre dos y treinta actividades por semana que infieren comer todo lo que no podés ingerir. En este país, en esta ciudad, no hay actividad social que no incluya carbohidratos vacíos y grasas saturadas. ¿Una amiga está en crisis? Te invita a tomar mates con bizcochos. ¿Vas a jugar al fútbol 5? Hay que hacer tercer tiempo. ¿Te toca cubrir un congreso de neurocirujanos ecofeministas? Hay pan de masa madre y hummus. ¿Velorio? Sánguches de miga. ¿Bautismo? Muffins de hostia con nutella y vino de misa. No sé, no fui a muchos bautismos, creo que se come eso.

Hay una cuestión con la comida que no es menor: los argentinos nos juntamos a comer. El comer no es el acompañamiento, es el centro de la juntada. El 90% de los ofrecimientos sociales que me llegan incluyen algún tipo de ritual culinario que involucra matar una vaca, carnearla, generar una hoguera enorme, ponerla en el medio, tirarle la tres cuartas partes de la sal del Mar Argentino y comerla con una caja de seis botellas de caña Legui y dos hormas de queso sardo. El brutalismo culinario argentino, otrora una de mis cualidades favoritas de este país, ahora me parece doloroso. La exuberancia de una tanda de sánguches de miga que reposan suaves dentro del cajón de verduras de la heladera, vaciado con precisión para la ocasión, tapados con un trapo húmedo que ningún bromatólogo aprobaría… me destruye. Lo pienso, y se me rompe algo adentro. Probablemente la vesícula.

Sueño con ríos de mayonesa. Sueño con una Bristol donde los lobos marinos son de chizito y maní recubierto, las sombrillas de mortadella, el mar de coquita fría. ¿Qué épica puede construírse con una milanesa de soja? No hablo de que sea más o menos rica, saludable, nutritiva. Hablo de que nos interpele poéticamente, hablo de que nos conmueva, hablo de que pueda hacernos vibrar el cuerpo con ese shock de serotonina y felicidad que sólo los ultraprocesados pueden traernos.

No hago aquí apología de la porquería. Canalizo, en estas breves líneas, un deseo personalísimo que no puedo transformar en otra cosa: quiero que me guste la vida fit. Quiero desearla. Quiero tenerle ganas. Quiero pensar en un durazno en el momento de angustia, y no es un alfajor Águila triple relleno con dulce de leche y amor y cariño. Quiero que el olor de un brócoli hirviendo en la olla me genere la misma sensación de hogar que el de una milanesa fritándose en la sartén. Quiero sentir esa risa instantánea que me genera tomarme una coquita fría en otras bebidas que no me hagan pelota.

Algo debe haber en mi psiquis, criada a publicidades de los 90 y una dieta basada en todo lo que tiene un envoltorio bonito, que no me permite conectar con lo saludable de la misma forma en la que conectaba con todo lo que de a poco me estaba transformando en una planta fofa de oficina, de esas que todos prometemos regar pero que después olvidamos, dejándola mocha e inconsciente en su maceta, a la espera del triste final.

Me ponen así las ganas de comer. Porque es eso. Claramente es eso. No es hambre. No conozco el hambre. Soy una privilegiada. Pero ¿ganas de comer? Esa es mi especialidad. Es lo que ahora me hace escribir estas líneas mientras miro con cuidado sobre la pantalla los ladrillos de la pared y pienso, con el paladar, que quizás su sabor no debe ser muy distinto que el de un turrón de Navidad, que en textura puede acercarse a un crocante de almendras, que si me estiro un poquito los puedo chupar y sacarme la duda y, sobre todo, las ganas.

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