Por Germán Ulrich
Gina caminaba como una leona, apoyando los pies con gracia, como disfrutando el suelo a cada paso. Era alta, exuberante, y tenía las caderas anchas, marcadas por un pantalón siempre ajustado. Gina era la puta del pueblo.
Cuando cumplimos quince, nosotros (cuando digo nosotros hablo por mi amigo Milton y por mí) comenzamos a sentir que la vida se nos pasaba volando. Éramos seres agonizantes, hechos de ansiedad. Nuestras fantasías sexuales (aunque solo me consta lo que me pasaba a mí), eran grotescas, sin ningún asidero. Faltaba poco para que Luca Prodan dijera lo que nos pasaba: no sé lo que quiero, pero lo quiero ya.
Era tan urgente el asunto que habíamos analizado todas las posibilidades. Teníamos una tabla con las chicas del pueblo, clasificadas con lo que creíamos que eran capaces de hacer. Pero nuestro rigor era digno del fiscal Luciani. Dábamos por sentado que, si Fulana había besado a Mengano, también podía acceder a besarnos a nosotros. Y así con todo. Por suerte, en nuestras cabezas convivían el ardor y la cobardía.
Y allí fue cuando en nuestro radar apareció Gina. Ella se dedicaba a eso que nosotros tanto ansiábamos. No sé a quién se le ocurrió, pero la idea trabajó como trabaja el cemento mientras se endurece: lenta pero inexorable. Y en el verano ardiente la idea se hizo plan. Lo primero era conseguir la plata. No comprar El Gráfico por unos meses era un sacrificio cruel, pero a la mierda con el Beto Alonso, el Loco Gatti y, ¡ay!, el mismísimo Diego.
Una noche de enero, tipo once, nos encontramos en el bar de la terminal, bañados y con la mejor pilcha. Sabíamos que Gina paraba en la plaza principal, zona desierta los días de semana, ahí por calle 25 de Mayo. Esperaba clientes amparada en la oscuridad de los árboles, cerca de la parroquia.
Estábamos a cinco cuadras y nos largamos a caminar, Milton callado, yo sin poder parar de hablar; los dos nerviosos. ¿Cuándo se desnude qué le hacés?, pregunté. ¡Qué sé yo!, se sinceró él. No teníamos la menor idea. No importaba. Había que hacerlo a como diera lugar.
Decidimos ir por turnos. Al llegar a la plaza la vimos. Yo seguí derecho, mientras Milton tomaba la diagonal. El corazón se me había desbocado y el pánico me hizo olvidar lo que había pensado decirle. Pero era tarde para echarse atrás. Jean celeste, camisa floreada, mi figura aceleró cuando ya llegaba hasta ella. La tenía cara a cara, me aclaré la voz, pero no tuve oportunidad de usarla. Gina fue la que habló: marche para su casa, ¡criatura!
Rojo de vergüenza, humillado, pero con un alivio gigante, corté por el pasto en busca de Milton, que me esperaba sentado en un banco, contra la esquina de la escuela.
Cuando le conté lo que había pasado, nos indignamos juntos. Conjeturamos que ella habría pensado que no teníamos plata, o que conocía a nuestras madres, o algo por el estilo. Nos quedamos fumando unos Derby que él le había robado al padre. Cuando ella subió a un camión, pensamos en ir a cascotearlo, para vengarnos, pero no nos animamos.
Casi cuarenta años después, caminaba con mi hijo por la misma plaza. Él estaba conociendo el lugar donde me crié. En todo ese tiempo imaginé atardeceres de verano pueblerino, como ese, y muchas veces recordé a Gina y aquel gesto ético suyo. Cerca de la esquina de la parroquia me pareció reconocerla en una anciana encorvada que venía hacia nosotros. Al cruzarnos se detuvo y se quedó mirándome. Marche para su casa, ¡criatura!, dijo. Después siguió caminando. Se escuchaban sus carcajadas.