Hebe de Bonafini, una figura que siempre fue al frente, tenaz e incómoda como Evita, azote histórico para los negacionistas y fascistas que le desearon lo que ya nunca podía ocurrirle.
El 26 de marzo de 2015, mucho antes de que el fascismo irracional de la derecha argentina (sin matices por favor) ahorcase a Alberto, Cristina y tirase bolsas mortajas con etiquetas para Estela Carlotto, Pablo Moyano y "los pibes de La Cámpora", un grupo de militantes que abusaban de la sigla HIJOS Regional La Plata, no kirchneristas, llevó al paroxismo un recelo que muches militantes de los Derechos Humanos tenían con Hebe: le prendieron fuego a un muñeco que la simbolizaba, al grito de "cómplice del genocida Milani y del pacto del gobierno con la impunidad de las Fuerzas Armadas". Matar a Hebe... una locura. Acaso matarla en términos freudianos, es decir no matarla, sino reducir a cenizas lo que representaba, el peso de su imagen y la autoridad de su palabra, para madurar y darse el ser.
Hebe les contestó a los fetichistas piromaníacos como Hebe solía hacerlo pero con un inusual remate poético: "nuestros hijos dieron su vida para estos tarados quemen un muñeco. Nuestras marchas son a favor, no en contra de nadie. La marcha del 24 fue un ejemplo de la democracia. Un ejemplo de amor, ternura y afecto. Nada puede borrar lo que pasó el 24. Compañeros: ¿Quién puede quemar la figura de una madre? Solamente el sol”.
Por aquél entonces, quien suscribe se había incorporado a un equipo que se había propuesto relanzar Radio Nacional Santa Fe y nos considerábamos hijos y nietos de Madres y Abuelas, pero no ocultaban –como Néstor, que la consideraba "el mayor símbolo, un tanque"– su preferencia por Hebe, por la que reclamaba por memoria, justicia y castigo a través de los juicios de lesa, pero sobre todo por la que se embanderaba políticamente y salpicaba el pañuelo con el barro de la militancia, del juego de las contradicciones primarias y secundarias, con la mezcla que soldaba los ladrillos del tan denostado "Sueños Compartidos", con los fibrones que garabateaban los pizarrones de la Universidad de las Madres y hasta con la mezcla con que preparaba una de sus recetas predilectas: los buñuelos de hinojo.
Uno de los primeros editoriales escritos y locutados en el prime time de la Radio Pública, les avisaba a les chiques platenses que "Hebe se murió" y les preguntábamos: "¿A qué estaban jugando niñes? Por suerte, Hebe…la impoluta, la que no manchaba el pañuelo se murió hace rato para darle paso a la militante política que ronca, canta, baila y se cae, besa, escupe, elige y acierta o se equivoca igual que sus madres, tan vivas como Hebe, tan a salvo de la idiotez alegórica y la idolatría que nos deja siempre en las trampas de la mala religión".
Y echábamos mano de otro egomaníaco genial: Federico Nietzsche, el segundo filósofo moderno en matar a Dios (después de Hegel) cuando en un célebre parágrafo de "El origen de la tragedia" empuñaba que “tal como sostenían los primitivos germanos, todos los dioses tienen que morir", pero no para acceder a una entronización olímpica e inalcanzable, sino para quedar accesibles como referencia indudable de la condición humana, para ser mirados y citados, incluso enjuiciados.
También los símbolos idolatrados, los dioses profanos que transpiran y huelen, como Hebe, para tutearlos, discutirlos, confirmarlos, para odiarlos o amarlos sopesando esa compleja argamasa de defectos y virtudes que convierten en mucho más recomendables a los humanos que a los dioses, a los héroes, a los ídolos impolutos, tan inaccesibles, tan indudables, tan lejanos con sus auras etéreas y sus culos de bronce.
Así es que todos, los que la recelaron en silencio, en voz baja y en voz alta, en letra grande o chica (la letra grande en los diarios, la letra chica de Twitter), a quienes la aislaron o enfrentaron por categórica y extrema, e incluso a les que le desearon una muerte más o menos simbólica, les decimos: Hebe no se murió hoy, tampoco ayer o las muchas veces que su salud le jugó una mala pasada.
No murió la que le pidió cien audiencias inútilmente a Raúl Alfonsín ("si él es el padre de la democracia, nosotras somos las madres", solía decir), antes durante y después de del mítico Juicio a las Juntas y le recriminó primero que nadie la infame "Teoría de los dos demonios"; la que enfrentó a la infantería que apaleó a las Madres durante el gobierno criminal e impune de la Primer Alianza; la que vapuleó públicamente a Néstor y luego se reposicionó hasta adorarlo; la que pagó con la frente alta los altísimos costos económicos y políticos de la "cuestión Shoklender"; la que construyó más de 100 viviendas en la villa 15 junto a la UOCRA y un puñado de vecinos y vecinas cuyo número respetaba la paridad de género y que enfrentaban el tráfico de estupefacientes y el desempleo (durante los cuatro años macristas sólo se crearon 130 unidades habitacionales); la que fundó una experiencia pedagógcia y política que anticipó en años la creación de las "Universidades del Conurbano"; la que fundó Las Cristinas, primer estructura feminista para defender a quien consideraba su jefa política y aportar soluciones en materia de "trabajo, salud y educación".
Tampoco murió la que hace días dijo "tenemos que hacer una gran manifestación, una pueblada para sacar a todos estos jueces de mierda, pero una pueblada de verdad contra semejante basura, son una lata de mierda, más mierda que la mierda", la que en una nota difícil y accidentada aseguró que "A Sábato y esa teoría de porquería que calumnia a nuestros hijos, que desprecia nuestra lucha y no habla de los cómplices civiles de los milicos, yo los voy a denunciar siempre".
Esa Hebe, lejos del muñeco incendiado, arderá como una llama abrasadora y eterna, una guía luminosa para muchos de nosotres (sus hijes), incómoda para militantes no kirchneristas o directamente antiperonistas, para los peronistas del Tercer Perón, para progres repletos de pruritos y modales republicanos y –como Eva– un azote histórico para los negacionistas y fascistas que le desearon lo que ya no podía ocurrirle.