Existe un secreto a voces que pocas veces nos atrevemos a esbozar en voz alta: el Mundial de fútbol no tiene nada que ver con el fútbol. El Mundial de fútbol es una guerra entre los pragmáticos y los que todavía nos animamos a soñar.
Existe un secreto a voces que pocas veces nos atrevemos a esbozar en voz alta: el Mundial de fútbol no tiene nada que ver con el fútbol. El fútbol es la excusa que la FIFA encontró para atraernos como moscas a un vaso de coca caliente que reposa cómodo en la mesa de luz de un borracho. Quizás serviría si de pronto se realizara un rebranding de la máxima competencia mundial (y universal, hasta donde sabemos) para ponerle un nombre más sincero, más acorde. Con la misma honestidad con la que Flavio Mendoza nombró a su show “Stravaganza”, prometiéndonos ni más ni menos que eso: dos horas de una ensalada de números circenses de primera calidad, con hombres haciendo la danza del bulto y mujeres voluptuosas encabezando números musicales que siempre incluyen elementos como el agua, el fuego o el litio (estimo yo que eso puede suceder en años venideros).
Yo soy fan del Mundial. Atesoro momentos maravillosos que fueron forjados alrededor de la pantalla de un televisor mientras de fondo Argentina desplegaba su fútbol. Y eso que formo parte de una de las tantas generaciones que nunca vimos a Argentina campeón. Hemos tenido otros logros deportivos, pero no este. Por eso quizás nos choca cuando alguien con un poco más de experiencia viene a minimizar la fiesta excesiva y con presuntos sobreprecios de cada Mundial de Fútbol. Nos ofusca, nos confunde. ¿Acaso esto no es un gran concierto de Shakira en el que eventualmente Alemania da una lección de buen balompié? ¿No era este el festival de consumismo al que nos sometemos cada cuatro años? ¿Hay pretensiones deportivas detrás de esto? ¡Qué locura!
Desde hace décadas para nosotres, los post-86, el Mundial es un momento de distensión. Como una especie de festival de lo inédito, es lo que nos permite activamente reconocer que no vamos a trabajar, que no vamos a estudiar, que tenemos otras prioridades. Y se nos legitima por eso. Aparecen los televisores en las oficinas, en las escuelas, hasta en el almacén más pequeño. Se permiten las decoraciones, las pelucas y maquillajes, los cánticos a todas horas, la timba ilegal en los espacios de trabajo. Los que no sabemos tanto de fútbol opinamos con el mismo nivel de certeza y convencimiento con el que opina Latorre (el futbolista devenido en comentarista, no la panelista de LAM). Enervamos con nuestro folclore de brillitos y camisetas truchas a los verdaderos hinchas, los verdaderos futboleros, los que no soportan nada del fútbol que no sea esos 22 tipos corriendo atrás de una pelota.
Y nos la suda. No podría importarnos menos.
Es así que cada cuatro años nos sumergimos en una especie de sueño colectivo que de fondo siempre está sostenido por la pretensión de campeonar, pero que en la práctica va mutando en otras victorias más sutiles, más cotidianas. A veces la alegría está en completar un álbum de figuritas, o en conseguir todos los muñequitos de la selección; en tener la colección completa de vasos, en pegarle a los resultados del prode artesanal, en ganarle una discusión a nuestro compañero del laburo que se vio las eliminatorias asiáticas y nos asegura que Japón viene a “protagonizar”. Se democratiza el fútbol, de a ratos. Se llena una cuadra de la peatonal un martes a las 3 de la tarde porque algún televisor de una casa de electrodomésticos está mostrando una definición por penales entre Senegal y Croacia, dos países que no podríamos marcar en un mapa y de los que probablemente desconocemos el 85% de sus jugadores.
Hay algo del Mundial que nos permite, cada tanto y porque sí, recuperar una condición inequívocamente infantil que muchos confunden con ingenuidad: la ilusión. No hay nada que me genere más tristeza que la gente sin ilusión. Esos pragmáticos que con una planilla de estadísticas y lógicas futboleras nos explican que es imposible dar vuelta un 4 a 0 en tu contra. Incluso cuando es cierto, probable, posible… ¿por qué nuestras fantasías molestan tanto? Si a la corta o a la larga, los que sufrimos somos nosotros. Sufrimos los que tuvimos expectativas. Sufrimos al final pero… ¡ay, cómo disfrutamos de esa ceremonia inaugural!
Este Mundial está lleno de rincones por los que se filtran los grandes debates que nos estamos dando como humanidad. Y la primera (y por ahora única) conclusión es que cometemos a veces el error de creer que esos grandes debates son parejos, homogéneos, y que se realizan con la misma profundidad y empuje en todas las latitudes. Pues no, mi ciela. No tenemos siquiera el mismo nivel futbolístico entre los 32 países que compiten, menos aún la misma base de derechos humanos asegurados. Cada cuatro años los países occidentales se encuentran con que en el mundo hay pobreza, machismo, desigualdad. Jamás les parece que todas esas cuestiones responden a un sistema colonialista y capitalista que usa a los países “en desarrollo” y más abajo como si fueran alcanza pelotas en un juego mayor. Peor aún, nos sirven esos países para limpiar cierta culpa blanca, pegarnos una lavada de cara y seguir como si nada. No recordaremos más nada de Senegal hasta que no aparezca la próxima joya del fútbol nacida allí que logre firmar un contrato con el Liverpool por el mismo monto que el PBI de su país.
Y después está Qatar, que compró un Mundial para hacernos creer que ahí está todo joya. No como Alemania, que compró un Juego Olímpico para hacernos creer que ahí estaba todo joya. O Argentina, que compró un Mundial para hacernos creer que también andaba todo bien. Y así podríamos seguir todo el día. No puedo esperar a que llegue el próximo Mundial en EEUU, para ver cómo nos indignamos con la palada de plata que va a invertir un país colonialista, explotador, misógino, racista, homo y trans odiante en una fiesta para pocos.
Quizás para ese entonces no tengamos los mismos pruritos. A lo mejor la posibilidad de poder asistir a una fiesta de consumismo, armas libres y valores norteamericanos nos ayude a pasar por alto todas esas cosas que ahora no le perdonamos a un país árabe.
Este mundial me tiene entusiasmada. Era de esperarse. Llega en medio de una Guerra en Europa de la que nos acordamos demasiado poco, con la mitad del mundo y de nuestro país debajo de la línea de la pobreza, con una pospandemia que se hace eterna, una inflación que te liquida el sueldo con la misma rapidez con la que te agarran los mosquitos en el Parque del Sur a las 7 de la tarde y el futuro inmediato repleto de incertidumbre, frustración y presunta muerte temprana. Habiendo muchos lenguajes a disposición, yo elegí hablar con el de la exageración.
La última vez que algo me hizo ilusión, vino en forma de vacuna. No sé cuánto tiempo pasó de eso, porque para mí los últimos cinco años son un cúmulo incierto de días más o menos parecidos, con breves lapsos de felicidad y esperanza que atesoro. Entonces, no puedo hacer otra cosa que ilusionarme. No puedo más que dejarme atrapar por esta fiesta que intercala reggaeton, consumismo, fútbol, debates morales y esa sensación en la boca del estómago de que a todo momento algo espectacular puede pasar. Algo que no nos va a cambiar la vida, pero que nos va a entretener por un ratito.
Me apasiona este fin de año de Mundial y Navidad. Me revitaliza. Consumiré mi peso en teorías conspirativas y estadísticas random tiradas al azar. Seguiré a todos nuestros jugadores en redes sociales, a sus esposas, a sus hermanos, al barbero de la selección. Llenaré el álbum de figuritas, jugaré al fútbol 5 con la pelota oficial, me creeré todos los videos de TikTok que muestren coincidencias entre este plantel y el del 86 y lloraré cada vez que la tele pase la propaganda de YPF.
Seré una demagoga. Y sosteniendo mi firme convicción que me obliga a percibirme como mufa, miraré el total de los partidos que la televisión ponga a nuestra disposición, excepto los de Argentina. Es un compromiso que hoy tomo para con el pueblo todo, la selección y específicamente Lionel Messi. Prefiero que ganen sin mi, a que pierdan conmigo. Esa es toda la cuota de fútbol que me puedo permitir.