Desde el “Ele Não” en 2018 al 1º de octubre de 2022, los comicios en Brasil dejaron elecciones históricas, demandas complejas por atender y un interrogante por responder: ¿quién mató a Marielle y por qué?
Ejecutan a una concejala de Río de Janeiro y el mundo se estremece. No es la primera vez que ocurre; entre 2016 y 2018 asesinaron a 36 concejales en diferentes ciudades de Brasil. Pero la imagen de aquella legisladora feminista, negra, favelada, lesbiana y socialista acribillada en plena calle interpela a los movimientos sociales y políticos que pelean por los derechos humanos. Su vida se vuelve bandera, se convierte en mandato: “Luche como Marielle Franco”.
La estructura patriarcal y capitalista de nuestra sociedad enseña que la excepcionalidad es el horizonte. Las temporalidades se aceleran y las victorias o las derrotas de los movimientos populares son presentadas sucesivamente como éxitos o fracasos prácticamente aislados. Quiero decir: olvidamos muy rápido. Quizás sea por la pérdida de una lectura en términos de procesos que la memoria es una reivindicación tan necesaria en estos tiempos. En otras palabras, no se gana solo porque se hace una buena campaña electoral, sino porque se persiste en la resistencia.
En 2018, apenas unos meses después del crimen de Marielle, las mujeres de Brasil se movilizaron en la campaña Ele Não para evitar que Jair Bolsonaro fuera electo. “Él no”, decían las brasileñas, por su discurso misógino, racista y odiante. Bolsonaro finalmente fue electo y se podría concluir que aquella movilización fue un fracaso. Pero también podría pensarse que fue una advertencia sobre el después y, tal vez, un semillero de conciencias que se sintieron cada vez más incómodas con un presidente de la República que avalaba explícitamente la violencia y el machismo ante las cámaras de televisión o en las redes sociales.
Esta elección significó mucho más que la definición entre Luiz Inácio Lula da Silva y Jair Bolsonaro. Lo que estuvo en disputa fueron dos proyectos políticos diferentes cuyas bases de sustentación son radicalmente opuestas. De un lado están el miedo, el odio, las armas y los varones (blancos); en el otro, la resistencia de las mujeres, las poblaciones negras, indígenas y LGTBIQ+.
Para la historia
La primera vuelta electoral en Brasil definió dos candidaturas bien polarizadas para la segunda, la manifestación geográfica de esa división y un Congreso con una presencia mayoritaria del Partido Liberal. Pero, sobre todo, fue el momento en que la esperanza comenzó a emerger. Erika Hilton (San Pablo), Robeyoncé Lima (Pernambuco) y Duda Salabert (Mina Gerais) se convirtieron en las primeras mujeres trans en ser electas diputadas federales de Brasil; Sonia Guajajara (San Pablo) y Celia Xakriaba (Mina Gerais) en las primeras mujeres indígenas en ocupar una banca en el Legislativo nacional.
Estos históricos resultados no fueron excepcionales, sino parte de procesos de resistencia a las políticas de Bolsonaro que se cristalizaron en un récord de candidaturas disidentes. En esta elección hubo 269 candidaturas LGTB, 183 indígenas y 14.015 afrodescendientes. A modo de continuidad discursiva con la experiencia del Ele Não, la campaña #ElasSim (ellas sí) se organizó en la previa a los comicios con el objetivo de potenciar esas propuestas electorales y aumentar la representatividad de mujeres, afrodescendientes, indígenas y LGBT en los parlamentos.
En 2022 se cumplieron 90 años del voto femenino en Brasil. Sin embargo, según datos de la CEPAL, en 2021 la presencia de mujeres en el Poder Legislativo nacional era del 15,2% (la media en América Latina para ese ítem es 33,6) y en el actual gabinete es del 6% (la media regional es del 28,7). Ampliar los espacios de representación en el ámbito político se pensó en clave de institucionalización de las demandas de los movimientos sociales para contrarrestar la necropolítica vigente desde 2018.
Feminismo o fascismo
El proyecto político que encarna Bolsonaro dejó en Brasil muerte y hambre. El desgobierno de la pandemia fue el ejemplo extremo del “sálvese quién pueda” y de la diseminación de la mentira como herramienta para el control social. El presidente de Brasil no actuó como un funcionario a cargo de la salud del pueblo, sino como un influencer replicador de discursos que –entre otras cosas– mandaban a tomar lavandina para curarse del Covid 19. El cementerio de Manaos repleto de tumbas es una de las fotos que quedará para la historia sobre el paso del fascismo por el Palacio de Planalto.
Contra ese modelo los feminismos de Latinoamérica tienen su propuesta: un programa político para el buen vivir. Las militantes saben que es preciso la defensa de los territorios, de la memoria y de los cuerpos para sostener la vida en el planeta. Este proyecto colisiona con un capitalismo cada vez más voraz que, en esta etapa, apela a los neofascismos como forma de consolidarse y, en consecuencia, a los discursos de odio para llegar al poder. El principal enemigo de una legitimidad que se construye con la mentira y el anonimato son aquellos movimientos que puedan revitalizar la experiencia comunitaria.
Lula da Silva fue el nombre que reunió mayor consenso para evitar la reelección de Jair Bolsonaro. Pero no ganó solo. Para que hoy en Brasil vuelva a gobernar el Partido de los Trabajadores (PT) se necesitó de un acuerdo que reunió al amplio espectro del centro y de la izquierda brasileña: PT, Socialismo y Libertad (el partido al que pertenecía Marielle Franco), Partido Comunista, Partido Verde, Partido Socialista, REDE, Solidariedad, Avante, Agir y el Partido Republicano del Orden Social (PROS).
No es menor que el propio Lula haya reconocido públicamente, luego de haber ganado la primera vuelta, que fue Gleisi Hoffmann, la presidenta del PT, quien tuvo un rol fundamental en sostener el diálogo con las diferentes fuerzas para el armado. Hoffmann es la primera presidenta que tiene el PT desde su fundación en 1980.
Construido el acuerdo político, se militó con la profunda convicción de que era necesaria la unidad para derrotar al fascismo. Y ahí, en las bases, estaban las mujeres, las travas, las y los afrodescendientes e indígenas que trabajaron visceralmente por el cambio de gobierno porque en ello se les iba –literalmente– la vida.
En septiembre pasado la Red Brasileña de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (PENSANN) informó que 33 millones de personas no tienen para comer en Brasil y que 125 viven con la incertidumbre de saber si comerán.
Los 33 millones que tienen un hueco de hambre en el intestino, detalló el estudio, viven en casas donde la jefa de familia es mujer y negra. Sus domicilios se ubican en el norte del país, donde el electorado prefirió a la coalición Brasil de la Esperanza antes que repetir otra gestión neofascista.
Alimentar la democracia
En estos tiempos en América Latina nos preguntamos cómo reforzar las democracias de la postdictadura. ¿Por qué, a pesar de la muerte y el hambre, aún un 49,1% de la población brasileña eligió el pasado 30 de octubre a Jair Bolsonaro? ¿Será que son fascistas? Quizás falte afianzar las democracias reforzando los derechos sociales y económicos, apuntando a desarmar la desigualdad estructural, misógina y racista que viven estos países. Quizás falte, también, aumentar la escucha y el diálogo para enfrentar las mentiras que se difunden por WhatsApp.
El discurso proselitista de Lula fue en ese sentido: recordar una y otra vez el ascenso social de las y los pobres durante su mandato y el de Dilma Rousseff. Vale mencionar la reivindicación de Dilma porque fue la primera mujer que presidió Brasil y porque fue víctima de un golpe de Estado que, en 2016, abrió camino al fascismo. Rousseff tiene una trayectoria política militante y vivió a través de su cuerpo la violencia patriarcal de las instituciones. Fue presa política durante la dictadura y, una vez en democracia, carne de cañón de una operación judicial, mediática y política que terminó en el impeachment.
Después, la ultraderecha apeló a las elecciones para llegar al poder. En 2018 Jair Bolsonaro le ganó a Fernando Haddad, el candidato petista, y comenzó una época que –en sintonía con el discurso de Donald Trump– convirtió a la vida cotidiana en una distopía. Con el 49% que lo votó este año, sigue siendo una pregunta a responder cómo evitar que los enemigos de la democracia real usen los instrumentos institucionales para llegar a los lugares de decisión. Esa es hoy la arena de disputa.
El desafío político del gobierno que asumirá el 1° de enero será reorganizar un país hambreado y violentado y hacerse eco de quienes contribuyeron a la victoria. Eso quiere decir reconocer los derechos aún pendientes de las mujeres y LGTB, de las y los negros e indígenas (como el derecho al aborto, a la vivienda o a los territorios). El aborto será un punto clave, teniendo en cuenta las manifestaciones del propio Lula en la recta final de la campaña. En una carta publicada el 19 de octubre, el hoy presidente electo pidió el voto de las iglesias evangélicas asegurando estar en contra del derecho a decidir, pero dejando una mirilla abierta: reconoció que depende de la voluntad del Poder Legislativo.
Brasil fue uno de los últimos países en abolir la esclavitud y el racismo impregna todas sus instituciones. Por eso es importante inscribir la victoria del pueblo brasileño contra el fascismo como un legado de Marielle Franco. La concejala democráticamente electa y cobardemente asesinada creció en una favela, estudió y militó buscando un mundo justo. Su vida abrió un semillero de conciencias y también será el gobierno de Lula el que deba responder cuáles fueron los motivos de su crimen. En las últimas horas se supo que Anielle Franco, hermana de Marielle y también militante social, participará del equipo de transición de cara al 1° de enero.
Echar luz sobre un femicidio político que apunta a la familia Bolsonaro resulta hoy un mandato ético. En la noche del 2 de octubre, cuando ya se sabía el resultado de la primera vuelta y mujeres, negras, trans e indígenas celebraban elecciones históricas, la mamá de Marielle le preguntó a Anielle: “¿qué cargo de ella estaríamos celebrando hoy?”