Un departamento, un cigarrillo, una pregunta que encierra otras. Fragmento de "Cuaderno de invierno", una novela corta de Marina Porcelli.
Por Marina Porcelli
Edificio enorme como un panal, en Barracas, con diez pisos y seis departamentos por piso, con corredores vastos y luces amarillas. Viven principalmente familias, gente que madruga antes de que el día aclare. Una vez que se atraviesa el último pasillo del último piso, se desemboca en una terraza angosta y de mosaicos, con macetas en el borde y trazos de brea y aluminio en el suelo, de cara al pulmón. Ahí, las dos habitaciones. A mí me gusta más estar en la habitación de él que en la mía. Hay más orden en la de LǏ Dōng.
A veces, sin embargo, salgo a hacer un trámite en el centro, o voy al mercado, o se me pasa la tarde con los adornos sobre un saco (sobre todo, si hay shows de mariachis a la medianoche, antes de que la planta baja se convierta definitivamente en karaoke de música china hasta el amanecer) y LǏ Dōng llega pero no nos vemos. Y hay otras veces en las que pienso que sería bueno si LǏ Dōng anduviera por acá, que podríamos tomar té y conversar un poco y besarnos, pero la tarde se pasa y él no llega.
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(Pero en estos encuentros, pienso, y no lo digo, es como si el tiempo cambiara de algún modo. Como si se detuviera y se atemperara. Como si sucediera en otro lugar, lǎo Dōng.)
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Dōng también es congelar, dice LǏ Dōng. Depende del tono, me dice, el chino funciona por acento. Se pone de pie, abre las cortinas, busca los cigarrillos en el bolsillo de la camisa, me ofrece uno. Sentada en la banqueta, niego con un gesto. Hace años que lo dejé. Alterar, mover, tocar, usar, también se dice dong, dice LǏ Dōng. Se acerca a la ventana anochecida. El contorno de las hojas pinchudas de las plantas de mis macetas, allá en el borde, se carga de oscuridad. LǏ Dōng aspira y abre los ojos. La lengua sobrevive a los dientes, murmura. Está en calzones y con la camisa abierta.
Dōng también significa este, el punto cardinal.
Ciertas noches de Buenos Aires se parecen a las de las historias de fantasmas. Hay un montón de historias de poetas chinos, medio locos, que son como las historias de los fantasmas.
Se queda en silencio, sin moverse. La ceniza va formando una columna delgada en el cigarrillo que sostiene no sé cómo entre el índice y el mayor. Él hace un gesto mínimo con la boca después de besar. Como una pausa, como si se suspendiera. Tiene ese mismo gesto ahora.
Yo tomo un poco de té, estiro las piernas y lo miro.
Aunque vivía en Shànghǎi, nació en Jilin, en la frontera con Corea. Más de veinte grados bajo cero durante todo el invierno. Por eso aguanta estar así, pienso, con la camisa abierta en pleno julio. Sonrío. Tiene los ojos muy oscuros y planos. Tiene los ojos más lindos que yo vi. No se lo digo. Me quedo mirando la columna de ceniza de su cigarrillo, las piernas largas. Después, la cama. Los libros apilados sobre la mesa de luz.
Además está lo del sueño. Una pesadilla, que se le repite. LǏ Dōng está corriendo en un campo de hielo (debe ser Jilin) mientras mucha gente corre a su alrededor. No sabe dónde van, pero no está desesperado, ni siente miedo. Es algo casi peor: sabe que tiene que correr y que no puede detenerse. Todos corren como si fueran ovejas, y él lleva un peso interno, enorme, del que nadie se da cuenta, y del que no se puede deshacer.
Quiero volver, dice.
Me sobresalto. Estuvimos mucho rato en silencio.
¿No te gusta acá?
Acá es ningún lado, dice después.
Sonreí.
Tas exagerando, le digo.
Entonces le pregunto a LǏ Dōng si cree en el destino. Se lo pregunto de golpe, y porque a veces me sorprende el encadenamiento de cosas que se da para que dos personas se encuentren. Encontrarse, coincidir es extraño. La mayor parte del tiempo la gente no coincide, las cosas no se encuentran, digo después.
De Cuaderno de invierno, novela corta, Cuadrivio, México, 2021.